SIN REMORDIMIENTOS

Fotos de Stock por Vecteezy


Oye el timbre, por la forma de llamar sabe que es su nieto, no lo esperaba, y se teme lo peor. Por eso no abre, y baja las escaleras. Cuando abre, el niño entra rápidamente con un simple, ¡hola abuelo! Él se acerca al coche de su hija y pregunta:

—¿Qué ha pasado?

El “nada padre. Dale de cenar al chico” de su hija… no le ha convencido, su tono de voz y la mirada al frente decían lo contrario. La ve marcharse, y no deja de mirar hasta que las luces traseras del coche han desaparecido en la lejanía. Piensa que mientras su hija va a trabajar de noche, el otro, como le llama desde hace ya bastante tiempo, está gastándose el dinero en el bar. Maldice por lo bajo y vuelve a casa. Sabe que su nieto lo necesita y cuando llega arriba su semblante ha cambiado. Pero en su interior la rabia crece como ese jodido tumor que se llevó a María, su mujer, hace ya cuatro años.

El niño está en la cocina, sentado en la mesa frente a la tele, pero su mirada es distante. El abuelo prefiere no preguntar, sabe que tarde o temprano se desahogará. Su hija cree que el niño no cuenta nada, pero hace tiempo que el niño explotó en llanto delante de su abuelo y le contó todo.

No han pasado ni dos minutos, cuando el niño comienza a hablar.

—Ha vuelto a pasar. Le ha vuelto a pegar y yo no he podido defenderla.

El abuelo parece no haber oído nada, pero su mano agita el tenedor con tanta energía, que el huevo que está batiendo salpica diminutas gotas fuera del plato. Traga saliva y nota el sabor amargo de la misma.

—Tú eres un crío. No puedes hacer nada. Tu madre es la que se debería defender.

—Cuando sea mayor lo mataré —son las palabras que dice el niño antes de comenzar a llorar impotente.

Él deja lo que está haciendo, sabe que, el niño no podrá ni dar un bocado en el estado en que se encuentra. Va junto a su nieto. Lo abraza un momento, tratando de darle el amor que no tiene en casa. Después de un rato, cuando nota que el niño se ha relajado un poco, le pregunta que si quiere cenar. El niño solo mueve la cabeza de forma negativa. Y opta por llevarlo al dormitorio. Le ayuda a desnudarse y lo acuesta. Él, se tumba a su lado y lo acaricia.

—Duérmete, mañana todo habrá pasado.

—No abuelo, él volverá a hacerlo, y yo no podré defenderla.

El abuelo aprieta los puños con rabia, sin poder evitar que el sabor amargo de algunas lágrimas se deslice hasta la comisura de sus labios.

Hace rato que su nieto respira de forma tranquila, evitando despertarlo se levanta, va a la cocina y guarda el plato con el huevo a medio batir en la nevera. Y sale de la casa. No es tarde, pero el frio que anuncia el invierno, mantiene la calle desierta. Mientras camina ligero, su mente no para de dar vueltas a todo. A cada detalle. Lo ha pensado muchas veces, pero esta noche es distinta. Esta noche ha hecho un juramento silencioso mientras pronunciaba las palabras “duérmete, mañana todo habrá pasado”. Y va a cumplirlo.

Cuando llega a casa de su hija. Todo está en silencio. Como suponía él, después de los gritos y los golpes, ha vuelto al bar. La fría luz de la luna llena, que él ha ido esquivando cuando venía, ilumina el salón a través del ventanal y también el pasillo, por lo que no tiene ni que encender las luces para ir hasta el dormitorio de su nieto. Su edad no le impide sentarse en el suelo a esperar. Allí, la persiana medio bajada también deja entrar la luz de la noche, que forma un pequeño recuadro sobre la cama de su nieto. Piensa que debería volver a casa por si se ha despertado, pero instintivamente niega con la cabeza.

A pesar de que en la oscuridad no puede ver la hora, su experiencia le dice que lleva más de una hora larga esperando, cuando comienza a oír ruido de pasos subiendo la escalera. No hay duda, son pasos falsos, descuidados, pequeños golpes de movimientos incontrolados. Sonríe amargamente al recordar las veces que oyó a su mujer decir: “hija ese muchacho no te conviene”. Maldice a su hija por no haber escuchado a la madre. El forcejeo en la cerradura lo tensa un poco más, y nota las piernas entumecidas por el tiempo inactivo. Ahora se da cuenta de que debería haberse levantado de vez en cuando. Más pasos inseguros, más golpes contra las paredes del pasillo. Vas bien cargado, piensa en silencio y sonríe, pero ahora la sonrisa es distinta, no hay amargura si no odio. Un odio acumulado, de cada vez que le ha oído gritar a su hija, un odio de cada vez que su nieto le ha dicho: “papá le ha pegado a mamá”. Ahora, cuando el niño lo dice, ni siquiera lo nombra. Ahora escucha el ruido en el aseo. El ruido intermitente en la taza, le indica que mea más fuera que dentro, y piensa con asco las veces que su hija habrá tenido que recoger los orines y los vómitos de sus borracheras. Piensa en salir ya, pero se reprime. Sabe que el buen cazador debe tener paciencia, acechar a la presa, y solo atacar cuando el resultado es más propicio para el éxito.

Lleva un buen rato oyendo sus ronquidos. Decide levantarse. Miles de agujas se clavan en sus músculos inactivos durante tanto tiempo. Se los masajea hasta que dejan de molestarle. Ha llegado el momento. Camina sigilosamente hasta la habitación. La puerta está abierta y el olor a alcohol llena el ambiente. La persiana subida, deja entrar la luz de la calle a través de las cortinas semitransparentes. Tumbado sobre la cama ronca. A pesar de haberle roto el alma a su mujer y a su hijo, ronca sin remordimientos.

Abre la botella de whisky que lleva en el bolsillo y se la acerca a la boca. Él, como buen borracho, abre la boca. Ni siquiera se da cuenta de que no es él mismo quien empina la botella. Bebe con ansia, como si no llevara ya suficiente en el cuerpo. Después de darle casi media botella, le ayuda a levantarse. Le cuesta, lleva demasiado alcohol en el cuerpo, pero lo consigue. Cuando lo tiene en el punto justo, solo ha necesitado un buen empujón y su peso ha hecho el resto. Un golpe seco contra el borde de la cama. Una mancha oscura comienza a extenderse por el suelo. Lo observa dar varias convulsiones antes de quedar inmóvil. No se ha atrevido a tocarlo, pero ve que la mancha sigue ganando terreno sobre los ladrillos. Es hora de completar la escena. Deja la botella tumbada en el suelo y restriega la zapatilla del muerto en el liquido que sale de ella.

Hace varios minutos que dejó de oír el vertido de la botella y no ha oído ningún ruido más. Silenciosamente, como llegó, se marcha.

Cuando vuelve a casa, va a la habitación de su nieto, sigue durmiendo. Saca el plato con el huevo que dejó en la nevera. Mientras termina de batirlo, para sus adentros piensa: “sin remordimientos”.


NOCHE DE CAZA

Imagen de An Le en Pixabay

La noche está tranquila, son casi las dos de la madrugada, y solo a lo lejos puede escucharse el jolgorio de gente que anda de fiesta a esas horas. Él hace dos minutos que apagó la tele, y ahora, ante la ventana, con la simple luz de la luna que se recorta en la oscuridad, da caladas al último cigarrillo del día.

A lo lejos un sonido acompasado de tacones, le indica que una mujer se acerca por el lado contrario de la calle. Amaga el ascua del pitillo entre la mano y observa. Es una chica joven, por su figura y su ropa, supone que no supere la veintena. Lleva el móvil en la mano, pegado a la oreja, sin duda habla con alguien. Ahora que ya ha pasado por delante de su ventana, camina con más ritmo. El cigarrillo, le comienza a quemar dentro de la palma, sin pensárselo, lo apaga en el cenicero, que casi no soporta una colilla más. Llega a la puerta del piso, pero se vuelve antes de abrirla. ¿Por qué no? Se pregunta. Coge los guantes y el bastón que usa para caminar, y sale al descansillo, baja la escalera rápidamente y al llegar al portal, amaga el bastón, cruza la calle, y para un momento a escuchar, el taconeo se ha convertido en un sonido apagado, lejano. Pero él no camina deprisa, al contrario, sus pasos son regulares. Sabe que no puede precipitarse.

Su oído, de cazador nocturno, le dice que la chica se ha adentrado en el callejón. Su fuero interno le habla a la chica, algo que ella no puede oír. “Nunca entres en un callejón cuando te persigan. No tienen salida. Mejor grita, quizás alguien te escuche, y si tiene cojones, vendrá en tu ayuda”.

Ha pasado casi media hora desde que salió de casa, ahora que vuelve a estar dentro de su portal, parece que su corazón está más relajado. Ya no amaga el bastón, sabe que difícilmente alguien lo va a ver subir al primer piso a esas horas. Entra al recibidor y después de cerrar la puerta, deja los guantes y el bastón donde estaban antes de salir. Al llegar al comedor, nota el olor desagradable de las colillas requemadas en el cenicero, lo que le hace desistir de fumarse otro cigarrillo. Se sienta en el sofá sin encender la luz, y tantea en el bolsillo. Saca la navaja, es automática y solo necesita apretar un pequeño botón para que se abra. La abre y la cierra varias veces, la hoja brilla gracias a la luz de la luna que entra por la ventana. En su mente, sabe que no podrá evitar todas las violaciones que hay en el mundo, pero eufórico y lleno de orgullo sabe que ha evitado una. Sonríe y recuerda…

Al llegar al callejón, la vio acurrucada bajo una sombra oscura. No se había equivocado, el individuo que seguía a la chica, unos metros por detrás, es la sombra oscura.

—Deja a la chica —fueron sus palabras.

El otro sorprendido en un principio, rápidamente reaccionó.

—Nos estamos divirtiendo. Lárgate. Déjanos tranquilos.

—Deja a la chica —vuelve a repetir.

El otro comienza a levantarse. El primer golpe fue derecho al brazo donde brillaba el filo de la navaja. El segundo, más fuerte, más dañino, a la rodilla, llena el callejón de un sonido sordo de hueso roto seguido de un alarido de dolor. La adrenalina le sale por cada poro de su piel, pero no ha terminado. Deja el bastón fuera del alcance de aquel asqueroso, recoge la navaja. Y comienza a tantearle los bolsillos. El otro, entre quejidos e insultos solo se preocupa de sujetarse la rodilla. Cuando encuentra la cartera, saca su móvil y hace varias fotografías. Luego la devuelve al bolsillo donde la ha encontrado.

—Ahora ya sabes que sé quién eres y dónde vives. Espero que las noticias no hablen de un violador que cojea, porque me dará igual que hayas sido tú o tu asqueroso padre.

Esas fueron sus últimas palabras, antes de ayudar a la chica, que seguía encogida y temblando, a levantarse. Luego la ha acompañado hasta una parada de taxi y ha esperado hasta que se ha subido a uno.


CUANDO LEAS ESTE LIBRO


Como siempre que termino un libro, me presenté en la biblioteca. Normalmente saludo a la persona que está detrás del mostrador, y me dirijo a la estantería de novedades. No suelo buscar nada en concreto, por lo que suelo ojear varias portadas y leer sus sinapsis. Cuando ya lo tengo elegido, suelo fisgonear en otras estanterías, y solo a veces cambio respecto a mi primera elección. Pero, aquella mañana, al ver en grandes letras el nombre del autor, ni siquiera me detuve en más detalles. Me acerqué de nuevo al mostrador, y lo entregué para que me realizaran el préstamo. Como también tengo por costumbre, cogí un marcapáginas, de los que tienen sobre el mostrador, para utilizarlo como punto de lectura. Fue al abrir el libro para ponerlo dentro, cuando comenzó todo.

«CUANDO LEAS ESTE LIBRO, YO HABRÉ MUERTO»

Sí, yo también me alteré al leer aquella nota. De manera que me volví para ver si alguien me observaba desde las mesas de lectura. Incluso la bibliotecaria me lo debió notar, pues me preguntó si me pasaba algo. Yo, negué con la cabeza y me apresuré a salir. No había andado diez pasos, cuando volví a abrir el libro. La nota manuscrita seguía allí, pero ahora yo no veía la frase anterior, si no el reverso.

«Todo indicará que ha sido una muerte natural, pero yo, y ahora tú, sabremos que me han asesinado»

Saqué la nota del libro, y la leí varias veces. Sin estar seguro de lo que hacía, desanduve el camino hasta el mostrador de la biblioteca.

—¡Hola otra vez! Me podrías decir quién se ha llevado este libro antes que yo...

Fue la pregunta tonta que le hice a la bibliotecaria, que con cara de haber visto a un extraterrestre y, muy educadamente, me soltó la perorata de que no podía, que lo sentía mucho, que eso sería ilegal, pues era algo así como secreto profesional. Luego me preguntó que si le pasaba algo al libro. A lo que contesté con un no. Yo, por supuesto, le di las gracias y no insistí. Aunque tampoco entendí que fuera tan grave decirme qué persona había leído aquel libro anteriormente. Me dirigí a la salida, pero antes de llegar me detuve y fui hacia la estantería de prensa, cogí uno de los periódicos del día y busqué una mesa libre donde sentarme. Me sentía observado por la bibliotecaria, pero en ningún momento la miré. Fui leyendo los titulares, deteniéndome levemente en alguna que otra noticia, hasta llegar a los sucesos. En mi mente comenzó a surgir una idea, y miré cuándo era la fecha de entrega del libro anterior a la mía. Aquella nota la debía haber escrito la persona que cogió el libro antes que yo. Aunque también estaba la posibilidad de que solo la hubiera puesto allí, sin llegar a llevarse prestado el libro.

Cinco días, solo cinco días separaban la fecha tope de entrega anterior a la fecha actual. Busqué en mi memoria alguna muerte reciente, pero que yo supiera, no había habido ninguna que no fuera de una persona anciana, y dudaba que alguien de más de ochenta años fuera el autor de la nota. Y si la persona en cuestión, difunto ya, si se había cumplido la predicción, no era de aquí, si no de algún pueblo próximo, pues al ser centro comarcal, muchos vecinos de los pueblos de alrededor hacían uso de nuestra biblioteca. Devolví el periódico que había cogido a la estantería y busqué todos los que había anteriores a la fecha en cuestión. Cuando volvía a la mesa, vi que la bibliotecaria me miraba con cara de: «si voy te estrangulo», pero yo no me di por aludido.

Hora y media repasando noticias, esquelas y ninguna se ceñía a la situación que a mí me traía de cabeza. Claro que aquella muerte igual no era tan importante, y más cuando según el propio interesado, iba a dar el pego de muerte natural, como para salir en los diarios. Dejé de nuevo los periódicos en su estantería, procurando hacerlo, bien ordenados, pues ya tenía bastante mosqueada a la bibliotecaria, que seguía mirándome de vez en cuando con cara de no haberse olvidado de mí. Y decidí probar con el maravilloso mundo, ese que todo lo sabe, Internet. Nada, otra media hora perdida en páginas y páginas de noticiarios online de la provincia y que si quieres encontrar algún difunto que me mereciera la pena. Solo me quedaba una posibilidad, busqué la dirección de las funerarias de la zona, y fui apuntando, he de decir que con renovadas esperanzas, los teléfonos. Ahora debía buscar una buena excusa para conseguir la información, no quería que me negaran la información con el famoso secreto profesional, como había hecho mi «amiga» del mostrador.

Ya tenía el motivo: estábamos haciendo una encuesta sobre los decesos de los últimos quince días para el Ministerio de Salud. Ya tenía las preguntas, sencillas, escuetas, que no dieran lugar a dudas. Pero ahora, como era lógico, no podía llamar desde la biblioteca. Tampoco quería hacerlo desde la calle, así que decidí volver a casa. He de decir que el camino fue un continuo mirar hacía atrás, por si alguien me seguía. Ahora pienso que fue una tontería, si el hombre misterioso de la nota estaba muerto y la nota seguía en el libro, quién iba a pensar que yo la había leído, pero claro, el miedo es así.

Fue llegar a casa y sentarme con el bloc de notas a la mesa y teléfono en la mano. No quería que llegara la hora de que las funerarias cerraran para comer, y no haber llamado a todas. Conforme iba completando la encuesta con cada una de ellas, mi ánimo iba decayendo, pues ninguna había prestado sus servicios para un difunto como el que yo estaba buscando. Solo una se acercó un poco, ya que todas las respuestas estaban dentro de los parámetros, hasta que la persona que me atendía, me dijo para terminar la conversación, que el pobre difunto había permanecido mes y medio en coma antes de palmarla. O sea, que tampoco podía ser.

Decepcionado, cansado y con la cabeza cargada, pensé que sería buena terapia leer un poco antes de comer. Saqué el libro que todavía tenía guardado en la mochila y me senté en el sofá, no sin antes descalzarme y ponerme cómodo. Y entonces, lo vi. Lo vi y no lo podía creer. Aquella nota, aquel texto manuscrito, eran el título y el subtítulo del libro. Maldije varias veces, al que tuvo la idea de copiarlos en un trozo de papel. Maldije  la jodida costumbre, de poner el nombre del autor en letras gigantes, enormes, dejando el título como algo secundario, que digo secundario, terciario. Pero en definitiva, sabía que la culpa era mía, así que me maldije mil veces, por no haber leído el título antes de abrir el libro.


NOCHE DE PERSEIDAS


Otra vez mitad de agosto, otra vez un cielo limpio, lleno de estrellas inmóviles y titilantes. Otra noche de Perseidas, tumbado, observando el oscuro e inmenso firmamento, a la espera de que un pequeño, ínfimo destello cruce por décimas de segundos ante mi vista para pedirle el deseo. Un deseo que no se cumplirá, al igual que no se cumplió aquel de entonces.

Los dos tumbados, en el mismo lugar en el que hoy estoy yo solo. Rozándonos, inundándonos del aroma del otro, de su respiración. Yo al menos lo hacía. De vez en cuando una pequeña caricia, casi en secreto, a pesar de la oscuridad y el silencio que nos rodeaba. Y entonces, apareció.

—¿La has visto? —pregunté como si lo dudara a pesar de estar seguro.

—Era enorme —fue su respuesta.

Enorme, algo que solo suele tener unos milímetros, tal vez algún centímetro. Pero, sí, tenías razón, en comparación con las de otros días, y otros momentos, fue enorme, luminosa, cruzando un amplio espacio en mitad del firmamento, sobre nuestras cabezas.

—¿Has pedido un deseo? —fue mi siguiente pregunta.

—Para qué, no se va a cumplir —fue su lacónica respuesta, después de un pequeño silencio.

No, no vengo para pedir el deseo, lo pido sí, pero no es solo eso. Es que mientras espero, aquí tumbado, con la mirada perdida en el infinito, hay momentos en los que siento tu calor junto a mí. Siento tu aroma, e incluso tu respiración. A pesar de saber que estoy solo, siento todo eso, y eso me hace venir cada año a este lugar. Donde sé que, a pesar de ver ese pequeño destello, y pedir el mismo deseo no se cumplirá.

Hoy han sido tres veces, tres pequeñas bengalas, raudas y ligeras. Tres veces he dicho en el más profundo silencio, ¡VUELVE! Los deseos que se piden a las Perseidas, para que se cumplan, no se deben decir. Luego, he recogido mi silencio, y lentamente he vuelto a casa a esperar que llegue otra noche de Perseidas.


Posdata: en la librería, dentro de un libro que él sabe que tiene que volver a leer, pero todavía no se ha atrevido, hay una nota que ella escribió de madrugada una noche de Perseidas.

«Lo siento mi amor. No, esta noche no he pedido ningún deseo. Para qué pedir que no sufrieras mi ausencia, si no se iba a cumplir»

EL OBSERVADOR

 

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Llevo unas horas dudando si contar o no lo que me pasó hace unos días. Y al fin he decidido hacerlo. Iba paseando por una ciudad, no diré la ciudad, ni tampoco qué hacía en ella, pues la situación hubiera sido la misma, sin depender de la ciudad, ni del motivo de mi visita. Al menos eso pienso yo.

Como iba diciendo, caminaba por la ciudad, cuando llegué a una pequeña placeta. He de decir que, a pesar de su poca amplitud, convergían en ella varias calles, y tenía una especial belleza por los edificios que la conformaban. Miraba yo aquí y allá, cuando vi un individuo que, con la vista levantada, observaba un punto elevado en el edificio que tenía delante. Yo que también soy curioso por naturaleza, sin ánimo de molestarlo, me fui acercando lentamente, y cuando estaba a unos pasos, me puse a mirar también hacia el mismo lugar.

He de reconocer que, quizás debido a mi vista, yo no lograba ver nada que llamara mi atención, así que pasado, más o menos un minuto, decidí volver a caminar. Mi sorpresa fue que, al darme la vuelta, yo no era el único que acompañaba a aquel señor. A nuestro alrededor, varias personas más, miraban hacia aquel punto concreto en la parte alta del edificio. Lo que me llevó, momentáneamente, a volver otra vez la vista a lo alto. Digo momentáneamente, porque mi decisión de no seguir perdiendo el tiempo ya estaba tomada. Así que, continué caminando. Se me ha pasado decir, que la parte de la ciudad en la que me encontraba, era la más antigua, por lo que mis pasos discurrían por callejuelas y recovecos llenos de un cierto encanto. Mi sorpresa fue cuando al cabo de unos minutos, no puedo asegurar si fueron diez, quince, o tal vez veinte, me encontré de nuevo con la misma plazuela, y mi sorpresa fue todavía mayor al contemplar que el número de personas que miraban, tranquilamente, hacia lo alto del edificio había aumentado considerablemen-te. Si bien todos no lo hacían de forma silenciosa, pues alguna que otra charlaba con la de al lado, una madre que regañaba a su inquieto pequeño, porque no le dejaba observar tranquila y algunos, como no, recogían el momento con las cámaras de sus móviles.

Como dije antes, yo que soy curioso, no pude evitar acercarme a una de las que estaban próximas a mí, y le pregunté qué miraba. Pero tampoco debía ver nada, pues haciendo un gesto raro, volvió a mirar hacia arriba. Ahora que lo pienso, igual era extranjero y no me entendía. El caso es que yo seguía con mi runrún, de que si tanta gente estaba mirando, debía haber algo interesante, por lo que ni corto ni perezoso, poco a poco fui sorteando a unos y otros, y me coloqué junto a aquel individuo que estaba solo cuando yo llegué por primera vez a la placeta. Y apretándole suavemente en el antebrazo, le susurré al oído que qué miraba. Mi sorpresa fue mayúscula cuando noté que estaba rígido y frío. Ahí es cuando comencé a sospechar que, a pesar de su apariencia real, era muy raro que no le hubiera notado, al menos, un ligero movimiento, un pequeño cambio de posición…

¡Joder, si es una escultura! Fueron las palabras que se formaron en mi mente, pero no llegaron a salir por mi boca, al mirar hacia abajo y ver que sus zapatos formaban parte de una base rígida sujeta al suelo con unos hermosos tornillos.

Poco a poco, procurando no molestar al grupo variopinto que había a nuestro alrededor, al menos cincuenta personas, fui abandonando el lugar. Acababa de salir de la placeta y de aquella situación tan particular, cuando en mi mente surgió una duda: «¿Cuánto más avanza la humanidad, menos avanza el ser humano?»


SIN RECUERDOS

 

Imagen de Tumisu en Pixabay

¿Qué hago aquí? Detenido.  Mis pies inmóviles, los brazos caídos. Miro a ambos lados y la gente camina ensimismada, concentrada en sus propios pensamientos, en sus conversaciones telefónicas. No sé cuánto tiempo llevo parado. Intento, de forma infructuosa, saber de dónde vengo, a dónde voy. Mi instinto me dice que debo continuar, que es peligroso seguir aquí estancado, y giro la cabeza buscando un punto determinado hacia dónde dirigirme. En las proximidades, veo un paso de peatones. Me dirijo hasta él. La gente comienza a cruzar, y yo sigo sus pasos. Levanto la cabeza y observando sus espaldas, intuyo que tienen una meta clara, sus trabajos, sus casas, el lugar de encuentro con sus amantes. La duda me invade de nuevo y me detengo, giro, he de volver. Algunas personas me miran extrañadas sin detenerse.

Vuelvo al punto donde estaba detenido. En mi cabeza ha surgido una idea, tal vez recorriendo el camino en sentido contrario pueda recordar de dónde vengo. Camino observando cada detalle: comercios, portales, cada calle que surge en el camino. Nada me ayuda, nada me trae recuerdos pasados. Vuelvo a detenerme. Otra duda, ¿y si he cogido la dirección contraria? ¿Y si fui consciente de mi parada justo después de girar? La duda me ha hecho volver sobre mis pasos.

Estoy otra vez en el punto de partida. Los mismos escaparates, portales, entradas a garajes que nada me dicen. Busco en los rostros, casi siempre esquivos, una sonrisa, un saludo que no encuentro, y una angustia que no tenía, comienza a apoderarse de mí. Una parada de autobús llama mi atención. Me acerco. Con ánimo renovado, comienzo a leer las paradas de cada línea. Poco a poco la frustración vuelve sobre mí, impotente caigo rendido en el banco que hay bajo la marquesina. Cierro los ojos y apoyo los antebrazos en las piernas.

Un fuerte ruido me sobresalta y me hace abrir los ojos. Ante mí aparece la publicidad que cubre el lateral del autobús, es una imagen que he visto cientos de veces. Miro hacia la parte delantera del vehículo, el número 7 me indica que es el que yo he de coger. Me apresuro a tomarlo. El conductor me saluda mientras yo busco el abono en el bolsillo de la camisa. Sentado junto a la ventanilla, el corazón poco a poco va relajando su latido enloquecido, y yo, maldigo haberme quedado de nuevo, dormido en la parada del autobús.


NUNCA TE OLVIDARÉ

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Iba a arrugar aquella nota y tirarla a la basura. Iba a tirarla, pero se detuvo. «Nunca te olvidaré». Sus manos comenzaron a temblar ¿Qué hacía aquella nota en un bolsillo de la chaqueta de su marido? Volvió a fijar la mirada en aquellas tres palabras. La letra era elegante, redondeada, la tinta negra había perdido intensidad, y el papel había comenzado a amarillear. Bajo las tres palabras, un pequeño corazón dibujado. Con rabia, lanzó la nota sobre la cama, y comenzó a mirar en el resto de las prendas que había en el armario, mientras que sus labios y su mente repetían la misma frase: «no puede ser». No encontró ninguna más, pero su intuición le decía que siguiera buscando.

La segunda la encontró entre las páginas del libro que había encima de la mesita. Era un libro que su marido, a menudo, volvía a releer. El mismo tipo de papel, la misma letra, otra frase diferente: «Tu presencia me llena de vida». Con los puños apretados, gritó con todas sus fuerzas.

Con los ojos anegados de lágrimas y agotada, se sentó en la cama. Junto a ella había cinco notas desdobladas. Se sentía engañada, humillada, rota. Su matrimonio al igual que el de varias de sus amigas, había terminado siendo una farsa.

Abstraída en sus pensamientos, ni siquiera oyó que su marido acababa de llegar. Cuando él abrió la puerta, ella seguía sentada en la cama. El desorden de la habitación lo dejó paralizado unos segundos antes de entrar. Poco a poco se fue acercando a ella. Se agachó, y sacando un pañuelo, le secó las lágrimas. Ella, lo miró de forma extraña ¿Quién eres? No te conozco. —fueron sus únicas palabras. Él, le ayudó a levantarse, y abrazándola la besó delicadamente en la frente.

—Bajemos al comedor —dijo él guiándola del brazo.

Él, antes de cerrar la puerta de la habitación, miró de nuevo aquellas notas sobre la cama. Pensó, como otras veces, que debería deshacerse de ellas, pero inmediatamente desechó la idea. Quizás, algún día, ella, en esos momentos de lucidez, también reconocería su letra.

DUDA RAZONABLE

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Comisario, el asunto está en el sótano, fueron las palabras que escuchó decir a su subordinado cuando se acercó a la casa. Al entrar en la casa, otro policía con el semblante serio y demacrado, le indicó la dirección con un simple movimiento de cabeza. Antes de pisar el primer escalón, ya sabía que no estaba bajando al sótano, si no al mismísimo infierno, y fue al llegar al último, cuando el olor a vómito, orina, fluidos corporales y, el olor ferroso de la sangre, mezclados con el de la humedad del lugar, se lo confirmaron. Instintivamente comenzó a hiperventilar por la boca. Nunca se acostumbraría a aquello. Los focos de los técnicos forenses habían convertido aquel antro sin ventanas, en un cuadro luminoso con un solo motivo, horror y muerte. Sobre un colchón desvencijado y sucio, yacía el cuerpo semi desnudo de una joven. Un cuerpo masacrado y cubierto de cortes, tan profundos, que la sangre que había traspasado el colchón, había formado una gran mancha en el suelo. Un cuadro que ya había visto en otra ocasión, en otro lugar, en otro tiempo.

Lentamente, como si aquellos escasos minutos que había permanecido en el sótano, le hubieran convertido en un anciano, comenzó a ascender de nuevo. Al llegar al final de la escalera pensó, que abajo dejaba el infierno, pero sabía que el diablo estaba arriba.

—¡Inspector, ayúdeme! Otra vez me quieren incriminar. Yo no había estado nunca en esta casa. He recibido una llamada, y al entrar me he encontrado con… con la muchacha muerta. ¡Tiene que creerme!

Aquellas palabras detuvieron sus pasos a solo unos metros del detenido. Aquel hijo de puta, lo tenía todo pensado, estaba seguro de que en este caso tampoco habría pruebas que lo incriminaran, al menos de forma contundente. De nuevo comenzó a caminar hacia el detenido. Este, esbozó una sonrisa y movió los labios de forma expresiva. Lo tuvo claro, aquel desgraciado había dicho «duda razonable». Siguió acercándose hasta que estuvo a un metro, sacó su pistola y sin decir palabra le descerrajó un tiro en la frente.

No, esta vez no habrá duda razonable. Fueron las palabras que el policía que custodiaba al detenido, escuchó decir a su inspector antes de que este le entregara la pistola.


SIN INSPIRACIÓN


La hoja seguía en blanco, cuánto tiempo llevaba así. No lo recordaba, pero había olvidado la última vez que había escrito una hoja completa. Hoy había intentado sentarse delante de aquella pequeña superficie, que ahora le parecía inmensa, sin ningún resultado. Levantó la vista y lentamente fue observando la habitación, buscaba inútilmente algún objeto que le ayudara a escribir, al menos, un pequeño texto, cinco, diez renglones le habrían parecido en aquel momento un gran logro. Asqueado, se levantó y lanzó la pluma sobre la hoja y dos manchas, cual salpicaduras de sangre azul, acabaron con aquel blanco impoluto. Antes de salir de la habitación, se giró para observar el escritorio. Una sonrisa cínica asomó en su rostro, al menos había conseguido manchar el folio.

Salió de la casa. La noche había borrado el contorno de los edificios al otro lado de la calle, y solo la parte baja, además de algunas de las ventanas, se veía iluminada a tramos gracias a las farolas. Sacó un cigarrillo y se sentó en la escalera de entrada al edificio. Allá, a lo lejos, se adivinaba el ajetreo normal de la ciudad, pero allí, solo el sonido de alguna tele vecinal y el paso ocasional de algún vehículo, rompían la tranquilidad de la noche.

Entre calada y calada iba intentando imaginar qué historias se escondían tras los cristales, nada que le animara a volver dentro y comenzar a escribir. Simples vidas de familias obreras. Sí, seguro que guardaban secretos, pequeños secretos que a él no le servirían para llenar al menos una centena de páginas. Sumido en aquella desilusión, comenzó a escuchar el repiqueteo de unos tacones. Le pareció extraño. En aquel barrio, un día de diario y a aquellas horas… entre las sombras comenzó a divisarse la silueta de una mujer, cada vez más próxima, con paso decidido.

–No son buenas horas para caminar sola por este barrio.

Fueron las palabras que salieron, sin pensárselo, de su boca. Él mismo se quedó extrañado al oírlas. La mujer, pareció no hacer caso, y siguió caminado.

–¿Le importaría acompañarme? – preguntó la mujer volviéndose solo a medias.

Él, sin pensárselo, lanzó el resto del cigarrillo al suelo, y caminó hasta ponerse a su lado.

–¡Buenas noches! Espero no haberla importunado.

–¡Hola! Tiene razón, no son buenas horas para caminar sin compañía. ¡Muchas gracias!

Tras un corto espacio de tiempo que a él se le hizo largo, decidió romper el silencio y presentarse.

–Me llamo …

–¿Qué hacía sentado en los escalones? Supongo que no estaría esperando que pasara alguna mujer para acompañarla.

Él rio de buena gana.

–No, solo buscaba inspiración. Soy escritor.

–¡Escritor! ¡Qué interesante! ¿Y qué escribe?

–Últimamente nada. Por más que lo intento no surgen ideas.

–¡Vaya, lo siento!

–Y usted, ¿qué hace por este barrio? Si no es mucha indiscreción.

Voy de paso, fue su escueta contestación, por lo que él no quiso continuar preguntando, y continuaron caminando sin hablar, hasta que él sacó el paquete de cigarrillos para ofrecerle uno. Ella lo aceptó. La llama del encendedor iluminó su rostro. No supo deducir su edad, entre treinta y cuarenta años, con una piel suave y cuidada, y una mirada… una mirada fría, que a él le llenó de incertidumbre. Ella dio una calada y siguió caminando. Él se incorporó a su lado.

–¿Va muy lejos? –preguntó intentando romper aquel silencio que a ella no parecía importarle.

–Puedo seguir sola si lo desea.

–Tranquila, era simple curiosidad y ganas de conversar.

Aquello pareció animarla y comenzaron a hablar. Nada trascendental, del tiempo, de la fisonomía del barrio… hasta que ella paró en un cruce, y miró a su alrededor, como intentando situarse.

–Sí, es aquí al final de la calle –dijo girando la esquina.

Aquella calle, no tenía salida. Era más bien un callejón apenas iluminado por un par de farolas. Una, acababan de dejarla atrás, la otra estaba situada al final de la calle. Él no dijo nada, pero no entendía dónde se dirigía aquella mujer, que a todas luces parecía estar fuera de lugar. Fue a mitad de la calle, cuando ella dejó de caminar.

– Antes de despedirnos, ¿tienes otro cigarrillo?

Él sacó la pitillera y se lo ofreció. Después se colocó otro en la boca. Iba a acercar el encendedor al pitillo de ella, cuando un brillo metálico pasó ante sus ojos. Casi al mismo instante, sintió una ligera presión en el cuello. El cigarrillo cayó de entre sus labios al intentar hablar, pero ninguna palabra salió de su garganta. Un líquido espeso y caliente, llenó su boca de un sabor férreo.  Cuando entendió lo que pasaba, un frío intenso recorrió todo su ser y se dejó caer al suelo. Poco a poco las imágenes iban desapareciendo de su alrededor. Alejándose, se oía el taconeo de unos pasos.

Su último pensamiento fue para la hoja en blanco. Ahora tenía una historia que contar, pero no sería él quien la escribiera.