FANTASMAS

Este texto lo escribí hace varios años para presentarlo en el concurso de narrativa corta El Talayón. Aunque los personajes son ficticios, el personaje real José María da vida a un tío abuelo de mi madre, pues la historia está basada en hechos reales.


- ¡María, te llama tu padre! –la voz de su madre sonó rotunda.

A María se le  encogió el estómago. Como todas las noches, después de cenar, la muchacha aprovechaba los últimos rescoldos de la cocina para calentarse los pies mientras terminaba de dar algunos puntos de costura antes de acostarse.

- ¡María! –ahora la voz de su madre era un puro grito- que te llama tu padre.

La muchacha dio un respingo en la silla, su estómago se encogió todavía más. Sabía el motivo por el que su padre la llamaba. Por la tarde había olvidado comprarle el tabaco, y ahora su padre la mandaría de nuevo a comprarlo. No quería ir. Sin gana se levantó de la silla y recogió la tarea, la costura se había terminado por esa noche. Cuando le dijera a su padre que no quería ir, los demonios de su progenitor saldrían de lo más hondo de aquel hombre rudo, que había estado todo el día en el campo, y que lo único que quería era paz en casa, y tener su tabaco para la jornada siguiente.

María, resignada salió al pasillo, la oscuridad le hizo pararse, pero temió ser reclamada de nuevo. Cruzó el pequeño tramo oscuro en apenas dos pasos, y cerró tras de sí la puerta de la sala. Agachó la cabeza y sin mirar a su padre fue acercándose. El mechero sobre la mesa le confirmaron sus sospechas.

- ¿Qué quería padre? –preguntó la muchacha, aun sabiendo la respuesta.

Su voz temblorosa pareció sorprender al padre. La miró como si no la conociera, aquella muchacha avispada, alegre con mil pájaros en la cabeza, había vuelto a olvidar su tabaco. Era normal, la mitad de los días lo hacía, pero le faltaba tiempo para salir por la puerta, y volver a los cinco minutos, con de tabaco y sin resuello, como si no hubiera pasado nada. Su padre la miró, ¿Por qué temblaba? ¿Le tenía miedo? Sabía que ya no era la niña que hasta hace unos años, salía a la puerta del corral con el botijo cuando él regresaba del campo y abría el postigo. Su hija, ya era una mujer, y… Le tenía miedo.

Su voz ronca, retumbó en la sala. - ¿Y mi tabaco?

- Padre, se me ha olvidao. –acertó a decir la muchacha sin dejar de temblar.

- ¿Y… Qué piensas que no estás ya en las cuatro esquinas para ir a comprarlo?

La muchacha hizo ademán de moverse, pero sus piernas no le respondieron. Notó que su madre se acercaba, le puso la mano en el hombro y la apartó de la mesa.

- No se encuentra bien –dijo la madre, y añadió– Anda, vete a acostar y mañana que no se te olvide, que estás alelá.

Aquello pilló por sorpresa a José María. Su mujer acababa de mandar a su hija a acostar, sin dejarle a él regañarle.

- ¿Y ahora qué fumo yo? –acertó a decir, sacando el genio que pudo, después de la sorpresa.

María, la madre, pasó la mano por la nuca del hombre, como queriendo amansar aquella fiera que sabía que había dentro de su marido. No era un bruto como otros, pero tenía su genio, que en cualquier momento podía salir fuera.

- Anda deja a la chica, dame el dinero y yo iré a por el tabaco.

Aquello desconcertó totalmente al hombre. Su hija había olvidado traerle el tabaco, normal, que no quisiera ir y temblara…, no acertaba a comprenderlo. Sabía que su hija le tenía respeto, pero no entendía el miedo, en ocasiones le regañaba, pero nunca le había pegado. Pero que su mujer se pusiera zalamera, y se ofreciera a ir a por el tabaco, lo sacó de sus casillas. No entendía nada, cogió la boina y se dirigió hacia la puerta. Su mujer lo siguió con la mirada y le preguntó:

- ¿Ande vas?

- ¿Dónde voy a ir, ostias? A por el maldito tabaco. -contestó él con mal genio y sin volverse.

Antes de cerrar, oyó a su mujer decirle que no volviera tarde. Nunca lo hacía, pocas eran las veces que  solía salir después de cenar al bar, pero un café y una pequeña charla con el camarero solían ser sus únicas distracciones cuando lo hacía. No entendía como había gente que todas las noches se iba al bar a jugar a las cartas y a quitarle horas al sueño. Él prefería estar en casa descansando para luego salir con el alba y aprovechar más el día.

Levantó la cabeza, la noche estaba entrada y ya hacía fresco. Se subió el cuello de la chaqueta para taparse un poco más, y aceleró el paso. Al llegar al callejón le pareció oír un ruido al fondo, se imaginó que sería algún gato buscando comida. Al llegar al Riato, vio que todavía quedaban algunos charcos de la lluvia de los días anteriores, y pensó que había sido buena para el campo.

Al doblar la esquina de la casa grande, ya vio el resplandor de la luz del casino, que alumbraba más que las pequeñas  bombillas de las farolas. Conforme se acercaba, el murmullo de los últimos parroquianos echando la partida, se hizo más claro. Al abrir, la puerta emitió su sonido habitual, y las pocas mesas ocupadas a esas horas de la noche, hicieron un silencio rotundo, sus ocupantes miraron hacia la entrada, y acto seguido continuaron con su juego y sus charlas. José María se apoyó en la barra, junto al rincón y sin mediar palabra con el camarero, asintió con la cabeza. Éste, se dirigió a la vieja máquina del café y realizó su trabajo.

Cuando se acercó con el café, José María le dio las buenas noches y le pidió un cigarrillo suelto y un paquete. El camarero, mostró una leve sonrisa, sabía que su cliente se quedaría un poco a charlar,  y el soportaría mejor el cansancio del día y la modorra de las últimas horas de la noche. Al volver le dio fuego al mismo tiempo que el tabaco.

Llevaban ya un rato charlando de casi todo y de nada, cuando José María se dio cuenta de que había notado algo raro en el ambiente. Después de intentar escuchar alguna de las conversaciones de las mesas sin éxito, preguntó a su acompañante.

- ¿Qué pasa hoy, que está tan alborotao el gallinero?

Manolo, el camarero, se encogió de hombros haciendo un gesto de ignorancia.

- No sé, chico, pero… ahora que lo dices, algo debe de pasar, pos como tú dices, paece que anda suelta la zorra en el gallinero.

José María, miró de reojo a las mesas de juego y comentó:

- Estarán poniendo verde a algún pobre desgraciao.

Manolo pensativo por un momento, añadió con sorna:

- O a los dos, al pobre y al desgraciao, o sea a ti y  mí. –Y se echo a reír con una sonora carcajada, que silenció por un momento la algarabía del fondo.

Después de fumarse otro pitillo, y seguir un poco más con su charla, se despidieron. El camarero ofreció una copa a su amigo, pero este la dejó para otro día. Al salir, el frío era más intenso, y apretó el paso para llegar cuanto antes a casa. Al llegar a la boca del callejón, ahora iluminado por la luz de la luna, vio unas huellas marcadas en el barro, pero sin darles importancia siguió su camino. Abrió la puerta y tosió levemente, era su forma de decir que ya había llegado. Sin quitarse la zamarra, salió al corral y como todas las noches antes de ir a la cama orinó en el barranco. La luna, que lo había acompañado en su regreso a casa, ahora comenzaba a taparse con unas finas nubes que aún, dejaban pasar su luz.

Al echarse a la cama, María se revolvió. Él la abrazó suavemente, y ella sin volverse le preguntó, qué había de nuevo en el casino. Él sin levantar la voz, le dijo que lo de siempre, cuatro senochaores jugando al tute y el pobre Manolo, con más sueño que otra cosa. Al nombrar a Manolo no pudo contener una invisible sonrisa. Sí Manolo era el pobre, acababa de descubrir quién era el desgraciao. Se despidió de su mujer con un beso, y cerrando los ojos no tardó en caer vencido por el sueño, comenzando a roncar.

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Después de varios días, sabía que algo pasaba, no sólo en su casa, en todo el vecindario, y hasta se podía decir que en el pueblo entero, se respiraba algo extraño. La gente, al pasar se miraba recelosa. Las puertas, casi siempre abiertas, se cerraban al llegar el atardecer, y los perros ladraban más que de costumbre durante la noche. Había estado un buen rato pensando al calor de la chimenea, pero las ascuas ya no calentaban y a pesar de que al día siguiente no tenía que ir al campo, el sueño le estaba venciendo, por lo que decidió irse a la cama.

Cuando se echó, notó que su mujer se sobresaltaba. Otra cosa extraña. Su mujer nunca se había asustado, cuando él se tumbaba junto a ella a dormir. La abrazó y susurrando le preguntó:

- ¿Por qué te asustas?

Ella, sin decir nada, se aproximó más a él. Sabía que junto a su marido no debía tener miedo, pero eran demasiadas las personas y los chismes. Aquello no podía ser cosa de críos, o de algún borracho que se hubiera asustado de su propia sombra. Pensó en José María, cómo podía ser tan fuerte, tan valiente y tan ingenuo a la vez. Todo el mundo andaba asustado, tembloroso, vamos cagao de miedo, y él, ni se había dado cuenta. Se volvió en la cama, y tocándole la mejilla le preguntó, si no sabía lo que pasaba.

José María no lo dudó un momento. Ya no podía seguir con el recosquijo  comiéndole los sesos y el sueño. Encendió la vela que había sobre la mesita, y con el mismo fósforo un pitillo, y se sentó en la cama, apoyando la espalda en el cabecero. Esperando que su mujer se explicara. Por fin, el silencio que duró dos caladas, fue roto por María.

- Hay fantasmas, José María. En el pueblo hay fantasmas.

Él, sin decir nada, la miró y volvió a dar otra calada al pitillo. El humo salió por boca, dibujando pequeñas rosquillas que se iban agrandando y desapareciendo poco a poco. María, lo miró poniendo cara de enfado.

- La gente está asustada, José María.

De pronto comprendió todo lo que había notado y visto a su alrededor. Y no pudo contener una sonrisa maliciosa, que intentó disimular para que no lo viera su esposa. Ella se pegó un poco más a su marido y él, ahora sin disimular su humor y la atrajo un poco más con su brazo.

- ¡Cuidado María! Que yo soy de carne y hueso.

- Déjate de tonterías. Lo han visto. La gente ha visto un fantasma.

- ¿Qué gente María…? Algún borracho.

Ella lo miró con rabia. No entendía por qué no la tomaba en serio. Entonces, él apagó el cigarrillo, se volvió y le acarició la cara. La miró con todo ese amor que le tenía, pero que casi nunca le demostraba, y la besó.

- María, a quien debes temer es a los vivos. Y ahora duerme tranquila –y añadió –el fantasma que se atreva a entrar en esta casa será hombre muerto.

La conversación que había mantenido con su mujer, le había despejado y estuvo un rato pensando sin poder conciliar el sueño. Al menos María, después de sus palabras, parecía haberse dormido tranquila. Sabía que su mujer se sentía segura con él, y ello le llenó de orgullo.

Abrió los ojos sobresaltado. Se había quedado dormido, pero como el que está al acecho de la presa, su sueño debía ser ligero. El ladrido, no muy lejano, de un perro confirmó su inquietud. Agudizó el oído, y sonrió, aquellos pasos no eran los de una persona andando tranquilamente. Más bien parecían los de alguien que intenta ocultarse para no ser visto ni oído. Alguien que busca las sombras de la noche para pasar desapercibido. Se quedó en la cama inmóvil, para no despertar a María. Los pasos iban pegados a la pared de su casa y doblaron la esquina un poco más arriba de la calle. Susurró al oído de su mujer, diciéndole que iba a orinar. Así, ella seguiría tranquilamente durmiendo. Sin hacer ruido salió al corral, en el silencio de la noche, todavía distinguió los pasos que se alejaban sigilosamente. Cuando dejó de oírlos, encendió un pitillo y con el ascua miró la hora que marcaba el reloj. Ya sabía la hora a la que salía el dichoso fantasma. Ahora tendría que averiguar el resto.

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Después de varias noches al acecho de los ruidos de la calle, pensó que ya era hora de salir a la caza. Al terminar de cenar, dejó que su mujer y su hija se acostaran, y salió a la calle. Las luces detrás de las ventanas estaban apagadas, lo que indicaba que los vecinos descansaban acostados. Cerró la puerta y encendió un cigarro, sin hacer ruido comenzó a caminar calle abajo y se adentró en el callejón.

Llevaba un buen rato escondido, sin apenas moverse y aguzando sus sentidos. La oscuridad que reinaba a su alrededor, se había vuelto mucho menos densa después del rato, y podían escuchar perfectamente los sonidos de la noche. Por un momento creyó que estaba haciendo el canelo. Esta vez no haría nada más que perder el tiempo. Conforme iba pasando el tiempo, en su mente comenzaron a aparecer imágenes extrañas. Incluso llegó a tener un pequeño escalofrío que le recorrió el cuerpo. Pero de inmediato desechó aquel miedo que no era habitual en él. Por mucho que las mujeres del barrio aseguraran que había fantasmas, él sabía que alguien, y por algún motivo, que desconocía, estaba asustando a todos, desde pequeños a grandes.

Un ruido, no muy lejano, le sacó de repente de aquellos pensamientos. Dejó incluso de respirar. Unos pasos sigilosos, a hurtadillas, se acercaban por la calle principal. Sacó la pequeña piedra, que se había guardado, del bolsillo y se preparó para lanzarla al tejado. Suponía que la persona que se acercaba, al oír el ruido, buscaría refugio en la oscuridad del callejón. Y allí estaba él, justo en el hueco de las portás, donde la escasa luz de la luna no llegaba.

Efectivamente, la piedra chocó contra las tejas, y al momento, pudo ver como una sombra larga aparecía en la boca del callejón y se dirigía directamente donde él estaba escondido. José María pensó que los fantasmas no huyen, y tuvo que reprimir una carcajada, que hubiera delatado su presencia.

Sin dejar tiempo a que el otro se diera cuenta, lo cogió del cuello con una mano, y con la otra le puso la navaja delante de los ojos. Al sujetarlo, notó que no era un hombre fuerte, pero podía ser peligroso, tenía que persuadirlo. El otro intentó zafarse, y él sin aflojarle el gaznate, le espetó.

- Si te mueves te harás daño.  Y dime quién eres o te rajo como a un melón.

Aquel individuo parecía querer decir algo, pero no se movió. Sus ojos en principio brillantes, iban perdiendo la liquidez. Entonces José María, comprendió que no podía hablar, que le estaba ahogando. Aflojó un poco la mano, y el otro comenzó a reaccionar. Tosió, y dio un par de bocanadas grandes. De forma entrecortada, consiguió decir:

- No me mates José María.

Aquellas palabras le hicieron soltar la presa, pero siguió a la defensiva, y volvió a preguntar:

- ¿Quién eres?

Sin apenas poder aún, el otro le dijo su nombre. Y bajando todo lo que pudo la voz, le dijo que iba casa de una viuda. Que se tapaba la cara para evitar que le reconocieran. Pues temía por la reputación de la mujer.

José María dudó, por un instante, si dejarlo marchar o darle una paliza. Retiró la navaja de delante de aquel fantasma de carne y hueso, que solo iba de jarana a consolarse y consolar a su amada.

- Y por eso tienes atemorizado a todo el pueblo… No crees que ya sois los dos mayorcitos para poder hacer lo que os salga la real gana…, y dejar que la gente diga y piense lo que quiera.

El otro no contestó. Agachó la cabeza y avergonzado se encogió de hombros. José María quiso suavizar la situación y tendiéndole la mano le dijo:

- Anda, dame un cigarro antes de irte, que me has tenío más de una hora al raso y sin fumar.

Mientras se llevaba la mano al bolsillo y sacaba una petaca de metal, el individuo, sonrió levemente. Un poco más repuesto, y con algo más de color en la cara comentó:

- Ahora podrás ir por ahí diciendo que has dado un susto a un fantasma.

Los dos rieron con gana. Después se dieron cuenta de que estaban alborotando demasiado y decidieron marcharse. Cuando se despidieron, cada uno salió hacia un lado del callejón. José María se volvió, y sin levantar la voz le dijo al otro, que iba en dirección contraria. Él otro se paró y volviéndose dijo:

- Bueno estoy yo después del susto, como para ir de jarana –Se cubrió con la capa y se fue por donde había venido.

Sonriendo José María dio cuatro pasos más y llegó a su casa, iba a tirar el cigarro antes de entrar, pero no lo hizo. Con todo el cuidado que pudo, para no hacer ruido, cerró la aldaba y echó la cadena, aunque sabía que aquella noche ya no habría fantasmas rondando el vecindario. Entró en la habitación de su hija, y encendió la lámpara de la mesita. Su hija se asustó al verle.

- ¿Qué pasa padre?

- Nada, solo vengo a decirte que este cigarrillo que me estoy fumando me lo ha dado el fantasma que os tiene a todos atemorizados.

La muchacha abrió un poco más los ojos y sonrió.

- ¿Por qué te ríes?

- Porque los fantasmas no fuman, padre.

- Claro que no hija mía. Y ahora duerme.

Dio las buenas noches a su hija, y salió al patio a terminar de fumar. Al salir, no pudo reprimir una sonora carcajada, y mirando el pitillo que tenía entre los dedos comentó para sí:

 - No son tontos los fantasmas, no.

A partir de aquella noche los comentarios y chismes sobre fantasmas, fueron poco a poco perdiendo interés. Y solo unos pocos meses después, en algún corrillo, se comentó que fulano de tal se había liado con mengana de cual, y que como ella era viuda se habían marchado los dos fuera del pueblo. José María sabía que a la única persona que se lo había dicho, era a su mujer, y ella no era de chismes a la puerta de la calle. Entonces recordó ese famoso refrán que dice “sí no quieres que se sepa una cosa, no la hagas”.