EL REGRESO

Calle de Albarracín

 

Recordaba, a pesar de los años transcurridos, cuando bajó aquellos escalones por última vez, con el miedo y la angustia de no resistirse a mirar atrás y verla en la puerta. Con el temor de no ser capaz de seguir avanzando y alejarse definitivamente. Ahora sus dudas eran si podrá, si será capaz de abrir aquella puerta y entrar. Si va a poder situarse frente a ella, sabe que él ya no será un problema, pero va a poder soportar los reproches de ella.

Vuelve ligeramente la cabeza para observar el camino dejado atrás, y gira la manilla de la puerta.  Nada ha cambiado en el interior, incluso aquellos olores familiares de su infancia siguen presentes, y un escalofrío recorre su espalda. Sin detenerse, se dirige hacia el fondo del largo pasillo, sabe que ella estará en la cocina, y allí la ha encontrado.

—¡Madre!

Se ha vuelto sobresaltada. Un mandil raído y mojado cubre gran parte de su cuerpo delgado. Su pelo largo de un negro intenso se ve ahora recogido en un moño grisáceo. Con manos temblorosas se ha deshecho del mandil, mientras se acerca, pero él la ha frenado con las manos. Las lágrimas que llenan los ojos de su madre comienzan a resbalar por las arrugas que surcan su rostro.

—¿Por qué no viniste antes? Llevo tanto tiempo esperándote, sufriendo, sin saber dónde estabas, si seguías…­— no ha terminado la frase.

Aquel día, cuando abrí la puerta y le oí vocear, supe lo que estaba pasando, iba a subir directamente a mi habitación, pero escuché tu golpe contra el suelo. Eso me hizo cambiar de idea. Sí, ya eran demasiadas veces calladas, mirando a otro lado. Yo ya era mayor, y no podía consentirlo. Pero cuando vi cómo te ponías entre los dos, supe que siempre le defenderías, a pesar de las humillaciones y los golpes.

—Has venido a reprochármelo.

—Tal vez.

No he podido seguir mirándola y ella, temblorosa, se ha sentado en la mesa y se ha secado las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Crees que le defendía a él? Te equivocas. Cuando entraste por esa puerta lo vi en tus ojos. Lo hubieras golpeado hasta matarlo. ¿Y en qué te habrías convertido? En un asesino, en un maltratador como él. No hijo, no. Me coloqué delante para que tú no cometieras ese error.

 

En la pequeña cocina, madre e hijo se abrazan, deseando que las lágrimas borren los reproches de ambos.


LA MUJER DE LA FOTO



Había salido a pasear aprovechando las últimas horas de la tarde, cuando el sol declinaba tras el horizonte. Sin darse cuenta llegó a la carretera nacional. Al otro lado, los árboles del pequeño parque que precede a la ermita, llamaban a disfrutar de su frondosidad.

Decidió entrar por el pasillo principal, al llegar al centro, la nueva fuente le recordó la que había cuando él era niño. La de ahora, similar, pero más "rococó", está rodeada por una reja para evitar actos poco cívicos.

Iba, sumido en sus recuerdos, recorriendo los pasillos formados por los cuidados setos cuando la vio. Leía sentada en los escalones de piedra, que soportaban la escultura central. Su pelo negro y rizado caía sobre sus hombros. Su piel morena contrastaba con el blanco de su vestido. Inmersa en la lectura, no se percató de que él la observaba. La imagen le pareció tan bonita que decidió recogerla con la cámara del móvil. Ella levantó la cabeza y miró en su dirección. Él, avergonzado, disimuló estar fotografiando los árboles y las plantas, y… poco a poco se alejó.

Pasados unos minutos y atraído por la curiosidad, volvió de nuevo hacia donde ella estaba, pero no la encontró. Sobre los escalones descansaba el libro. Lo cogió. Era Rimas y leyendas de Bécquer. De pronto, pensó que ella lo había olvidado y salió corriendo en su búsqueda. Recorrió rápidamente las bocacalles de la parte trasera del parque. Por otro lado, no había podido salir sin que él la viera. Nada, las calles estaban desiertas. De nuevo volvió hasta el círculo de cipreses, quizás ella volviera a recogerlo. Mientras la esperaba infructuosamente, ojeó el libro hasta llegar donde se encontraba el marcapáginas.

“En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

 III
Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles, como una claridad o una forma blanca que se movía.”

No podía creer lo que estaba leyendo. Tampoco podía ser un sueño, tenía el libro en sus manos, y la foto. Sacó el teléfono. ¡Sí, allí estaba la foto! ¡Acaso!, ¿aquella mujer lo había hecho a propósito? Dejó el libro sobre la piedra y volvió a salir fuera. Quizás viviera en una de las casas próximas al parque. Disimuladamente, miró a través de las ventanas. Un vestido blanco, una piel morena, una melena rizada… cualquier indicio de que tras una de aquellas ventanas podía vivir ella.

Desilusionado, tras varias horas deambulando por los alrededores, volvió a casa. Se acostó sin probar bocado. ¡Dormir! No, a eso tampoco se le podía llamar dormir. Fue una constante duermevela, llena de imágenes, donde se mezclaban las descritas en el libro con las del parque vividas por él. Abandonó la cama, cuando todavía no despuntaba el día. ¡Tenía que volver al parque!

El libro ya no estaba donde él lo dejó. Ella debía haber vuelto a recogerlo, pero… ¿cuándo?, ¿después de que él lo dejara? Se maldijo a sí mismo por no haberse quedado un poco más. O… y si había madrugado y acababa de llevárselo. De nuevo salió del parque en su búsqueda. Allá, a lo lejos, en una de las bocacalles, creyó ver un reflejo blanco. ¿Sería su vestido? Sí, seguro que lo era. Nervioso comenzó a correr hacia allí. Encontró las calles vacías, sumidas en ese silencio previo al amanecer. Decepcionado de nuevo, volvió sobre sus pasos hasta el círculo de cipreses, ¿y si todo había sido un sueño? No, no podía ser, tuvo el libro en sus manos, lo hojeó. ¿Y la foto…? La foto seguía en su teléfono. ¡Eso es!, preguntaría a los amigos y conocidos. Alguien la habría visto. Puede que incluso supieran dónde vivía, y su nombre… seguro que alguien sabría también su nombre.

Han pasado varios meses, pero él sigue volviendo al parque. A veces piensa que todo fue un sueño producto de su imaginación, pero otras, las más, a lo lejos cree ver un trazo del vestido blanco de la mujer que ocupa sus sueños y pensamientos. Y entonces, con el corazón desbocado, corre en su búsqueda, y si encuentra a alguien en el camino, le enseña la foto que hizo aquel día y pregunta:

¿Ha visto a esta mujer?

La gente que le conoce, suele contestarle amablemente de forma negativa. Pero los que no saben su historia, suelen responder, extrañados, que en la foto no hay ninguna mujer.

Entonces él, sumido en una profunda tristeza, vuelve a casa preguntándose porqué ellos no la ven.

EL ATRAPADOR DE PAISAJES

Foto de María G. Navarro

Era una persona especial. De esas que dedican su tiempo, su vida… a una tarea que nadie más lo hace. Todos hemos capturado alguna vez un paisaje en un momento determinado, con una luz diferente que hace esa imagen especial. Pues bien, esa era la meta del ATRAPADOR DE PAISAJES. Nadie era capaz de hacerlo igual.

No creáis que tenía para ello una máquina sofisticada, tuvo varias, pero ninguna destacó por ser el último modelo, ni la mejor en su marca. Era él, el que tenía esa magia innata para capturar la imagen, en el momento adecuado y con la luz y el ambiente preciso.

Cuando alguien iba de visita a su casa, podía descubrir en sus paredes los más bellos lugares del planeta. Cuando hablaban de un viaje que habían realizado, él sacaba su álbum de paisajes y buscaba los que había hecho en ese lugar. Los visitantes quedaban asombrados, aquellas imágenes eran tan especiales, que les hacían volver a recordar con toda nitidez su estancia en ellos. 

Pero, si alguna de las personas hablaba de un sitio donde él no había estado todavía,  inmediatamente buscaba su agenda y lo anotaba como un destino próximo. Si ese lugar desconocido había suscitado la curiosidad en sus amigos, además lo marcaba con un número que indicaba la prioridad con la que haría su viaje.

Todo comenzó al poco de venir de su luna de miel. Habían estado en…, nunca consigo recordarlo, bueno no tiene importancia. Aquel día su mujer, una muchacha encantadora y bella, se había ido a trabajar. Y él, se puso a colocar las fotos que habían ido tomando a lo largo del viaje. Comenzó por ordenarlas cronológicamente según la ruta que habían seguido, y después inició la tarea de colocarlas en el álbum. Todo iba bien, las primeras hojas iban completándose de manera casi automática. Pero de pronto, su vista se quedó fija en las dos instantáneas siguientes... algo lo desconcertó. Ambas eran iguales, pero diferentes. Mientras que en la primera, su esposa con su naturalidad y su belleza, anulaba el paisaje del fondo. La segunda, donde su esposa no aparecía, era de una belleza impresionante. Para cualquier amante de la naturaleza, aquel paisaje era inigualable. Sintió que había conseguido captar toda la esencia, el momento, la luz, todo lo que una imagen debe poseer. Pero no era la foto, era el lugar. Supo en ese mismo instante que hay lugares que merecen ser recogidos en una instantánea. Fijados para siempre por un objetivo. Y él podía hacerlo, quería hacerlo. Decidió que a partir de ese momento dedicaría su vida a viajar y recoger con su cámara esos paisajes de ensueño.

Cruzó desiertos de arena infinita y calor extremo, y con su cámara atrapó, oasis y horizontes de dunas haciéndolos eternos. Subió las montañas más elevadas sin ser montañero, para atrapar los inmaculados blancos de hielos y nieves. Miles de verdes, suaves e intensos, quedaron en sus imágenes impresos. De cada país, en su colección, encontrarás un lago, un río, tal vez un mercado o un monumento. Del norte y del sur, los hielos eternos, inmensos y luminosos. Y para captar el fondo del océano completo, con sus peces de colores, reflejos, naufragios y abismos siniestros, pasó horas bajo el agua, inmerso. Así era, el atrapador de paisajes.

Ahora, ya no viaja. Hace ya tiempo me contó, que un día de verano entre un viaje y el siguiente, al despertar, descubrió a su mujer desnuda sobre las sábanas, y se quedó contemplando aquel paisaje desnudo y bello, de piel sensual y morena. Y descubrió, montes y valles, lugares maravillosos con ojos nuevos. Intentó inseguro, acariciar el horizonte que dibujaba aquel cuerpo. Su mujer despertó. Él le dijo, tu cuerpo es el paisaje más bonito que he visto nunca. Ella lo miro triste, en sus ojos apuntando unas lágrimas. Sí, debe ser cierto, pues a pesar de haberte querido siempre, tú estabas lejos y yo era joven. Mi cuerpo necesitaba de miradas, caricias, sexo... y te puedo asegurar que la mayoría de los hombres y mujeres que pasaron por este lecho, antes o después de hacer el amor conmigo, también lo dijeron. Ella se fue a la ducha y él se quedó llorando amargamente. Al regresar, ella sujetó su cara, y le dijo: no llores mi amor, te quise y te seguiré queriendo. Luego, antes de marcharse, secó las lágrimas y le dio un beso.

La última vez que lo vi, hace tiempo que no sé nada de ellos, me contó que ahora, cada vez que ve a su mujer tendida en el lecho, su cuerpo desnudo a penas cubierto por las sábanas, él llora amargamente.

EL TÍO GORGONIO


Mi padre siempre dijo que el tío Gorgonio era un poco fantasma, pero fue el día que murió, cuando comenzó a demostrarlo de forma extracorpórea. Dicen algunos de los que estaban más próximos al féretro, en el momento de bajarlo al foso, que escucharon algo así como: “¡Eh, haced el favor de sacarme de aquí, que no estoy muerto!”. Algunos lo achacaron a que era un día de perros, y el viento produjo ese efecto entre las ramas de los cipreses. Otros, al ruido que las cuerdas produjeron al rozar con la caja. Las malas lenguas, dijeron que la familia queríamos deshacernos de él. He de decir en su descargo, que un poco hartos si estábamos, pero tanto como para enterrarlo vivo… además, estaba el certificado de defunción donde ponía claramente que Gorogonio había pasado a mejor vida. No, no es un error mío, fue el doctor el que lo escribió así, pero claro eso tampoco hay que tenérselo en cuenta al médico, pues con ese nombre quién no se equivoca. Esto lo digo de oídas, pues yo, por aquel entonces, era un mocoso que iba a casi todos los lados en brazos de mi santa madre.

Pasaron unos cuantos días de su entierro, cuando comenzamos a notar “fenómenos extraños”. Pensamos, que debió entretenerse saludando a sus antepasados y conocidos allá en el inframundo, o se perdió por el camino, que también puede ser, pues también era muy despistado, y dime tú que no se fuera a la viña a esforgar. Fue una tarde noche, cuando ya mi padre había cerrado la puerta de la calle, de pronto oímos un estruendo en el recibidor, y al salir, un poco acojonados eso sí, encontramos el jarrón, que mi madre tanto estimaba, roto en mil pedazos.  El viento no había sido, pues todas las puertas estaban cerradas. Ladrones tampoco, pues el abuelo y mi padre garrota en mano, uno detrás del otro, fueron recorriendo habitación por habitación toda la casa. Dedujeron que allí, visible, claro está, no había nadie. Claro que mi abuelo, que para el vino siempre ha tenido un olfato muy fino dijo:

—Ver no vemos a nadie, pero aquí han bebio.

¡Que si habían bebio! Como que día sí y día no, el tío Gorgonio, bueno… su espíritu, volvía adobao. Y esto lo sabemos, porque, además del olfato fino para el olor a vino, mi abuelo lo tenía también para otros olores corporales, y una noche, a mitad de cena, muy serio dijo:

—el fantasma del tío Gorgonio.

Esto tampoco lo oí, pues yo a esas horas estaría felizmente durmiendo en mi cuna, pero me lo han contado.

—¿Cómo? preguntaron mi padre y mi madre al mismo tiempo.

Y ahí es cuando mi abuelo, bajando la voz, como para que solo lo oyeran ellos tres, les dijo que el que había roto el jarrón y dejaba aquel olor a vino, eructos y otros gases, era el espíritu del tío. O sea, que los que decían que habían oído hablar al difunto, tenían razón.

Fue a partir de esa noche, cuando mi familia comenzó a saber de más ocasiones en las que el tío Gorgonio hacia sus apariciones, bueno lo de apariciones hay que tenerlo en cuenta solo a medias, pues a parte de fantasma, el tío debía ser también un poco lerdo y solo consiguió tener presencia espiritual sonora, pero no visual.

El caso es que nos enteramos que en el casino, de vez en cuando, había una trifulca en las mesas de juego, aparecían o desaparecían cartas y nadie se explicaba cómo. Mi madre trató de poner remedio y comenzaron a montar partidas en casa para que el tío no se fuera al casino, pero aquello casi fue peor, pues las peleas eran familiares y a veces acababan como el Rosario de la Aurora.

Otra de las fechorías que el tío de mi madre tuvo a bien llevar a cabo durante un tiempo, fue molestar a las mozas que iban a la fuente a por agua. El muy ladino, se acercaba a ellas y como el que no quiere la cosa les pedía agua o les preguntaba si estaba fresca. El caso es que la que no esclafaba el botijo… esclafaba la cántara. He de decir que esta situación fue más bien productiva para la familia, pues mi padre cuando se percató del asunto, montó un negocio de venta de vasijas que nos dio pingües beneficios.

Era de especial divertimento para él, el día de mercado en la plaza del pueblo, pues, al menor descuido, cambiaba el bolso de la fulana por el de la mengana, y ya luego se encargaba él, de que una de las dos le echara la culpa a la otra.

No fueron pocas las veces que se presentó en el corral de algún que otro vecino, justo cuando estaban haciendo sus necesidades, y que más de uno, tarde o temprano, contó que había salido corriendo con los pantalones por las rodillas. He de decir en su descargo, que nunca hubo mujer alguna que comentara hechos similares, pues estamos seguros de que más pronto que tarde, habrían llegado a oídos de mi madre.

Fueron años de desazón para la familia, que cada vez que había una situación extraordinaria en el pueblo, sabían que algo tenía que ver el tío, y siempre vivían con el miedo a lo que hubiera pasado, si la gente se hubiera enterado de que tenían un fantasma en casa.

Que cómo acabó… pues al final fue el abuelo que siempre había sido muy espabilado para su tiempo… el que puso solución al problema. Un buen día, cuando ya por edad, achaques o quién sabe si chivatazo del tío, debía saber que no le quedaba mucho tiempo, me llamó y acercándoseme al oído me mandó subir a la cámara y bajar la cadena del perro, que llevaba allí abandonada desde que el perro sufrió un leve accidente, que por otra parte le costó la vida. Todavía lo recuerdo, a pesar de que yo era un rapaz, como si fuera ahora mismo. Cuando le entregué la cadena dijo:

—A este galgo me lo llevo yo amarrao a los infiernos.

Luego me dijo que se la llevara a mi madre y gritó
:
—¡María, pon lo que te da el guacho con mi mortaja!

Mi madre que no estaba acostumbrada a discutir con su padre, para eso era su padre, hizo caso a la orden, no sin antes llevarse el dedo a la sien e indicarme con el gesto, pero sin palabras, que el pobre había perdido la chaveta. 

Os puedo asegurar que estábamos todos equivocados. Lo comprendimos cuando después del último estertor del abuelo oímos la siguiente discusión:

—¿Pero… qué haces? ¡Suéltame malnacido!

—¡Yo seré un malnacido, pero tú eres un mal muerto! Y no te pienso soltar. Ya es hora de que dejes en paz a la familia y al pueblo entero.

Ahí es cuando entendimos para que quería el abuelo la cadena del perro.

—¡Qué me sueltes digo!

—¡He dicho que te vienes conmigo y punto! Y reza porque no me toque ir a los infiernos, porque si es así, allí vas.

LA ESCULTURA


Al llegar al semáforo giró a la izquierda. Había deseado parar varias veces, aquel pequeño parque, con lo que parecía una ermita al fondo le había llamado la atención desde el primer día, pero por falta de tiempo o por haber parado en otro punto del camino, nunca lo había hecho. 

Aparcó en el lateral de la ermita. Antes de entrar en el parque, se entretuvo ante la fachada principal, bajo con un pequeño porchado, que descansaba sobre dos sencillas columnas. Una puerta de gruesos barrotes, precedía a otra más sencilla, acristalada, que dejaba ver el interior del templo. Al fondo, la imagen de una Virgen, bien iluminada, sumía el resto en penumbra.

Poco dado a oraciones, sí mostró, un profundo respeto por lo que otros venerarían con pasión. Luego se introdujo en la frondosidad del parque. Dirigió sus pasos, bordeando los parterres, hacia un lateral donde había observado la silueta de una escultura.

Decepcionado, se encontró ante un Sagrado Corazón, que el tiempo había tratado malamente, haciéndole perder parte del torso y la cabeza. No debía llevar mucho tiempo colocado en el lugar, pues el pedestal que lo soportaba, aunque de piedra, era de fábrica reciente. Aprovechó el poyete que este formaba para sentarse bajo la sombra que proyectaban las acacias. Llevaba allí un buen rato disfrutando de la tranquilidad del lugar, a pesar del ruido que producía el fluir continuo de la vecina Nacional III, cuando sintió la necesidad de acariciar la deslustrada piedra. Poco a poco, fue ascendiendo a través de los pliegues de la túnica. La primera impresión que lo desconcertó, fue el tibio calor que desprendía el corazón tallado en el pecho de piedra. Siguió recorriendo la superficie, que notó más suave según ascendía. Al llegar a lo más alto, a pesar de que la figura carecía de cabeza, sus manos fueron recorriendo cada uno de los rasgos del rostro de Jesús. Sobresaltado, abrió los ojos, descubrió que seguía sentado en el poyete. ¡Se había quedado dormido! Mientras que su corazón, poco a poco, iba sosegándose, en su mente mil imágenes se sucedían como fotogramas de una película. Cinceles y mazas de varios tamaños, dibujos, más o menos perfilados de diferentes partes del cuerpo humano, bloques de piedra que iban transformándose en animales mitológicos o bellas figuras humanas. Pero fue la última que quedó fija en su mente. Una mano sujetaba un cincel mientras la otra golpeaba con la maza suavemente. Pequeñas marcas iban apareciendo en la superficie de la piedra. No había duda, era la firma del artista. Intrigado, se puso a buscar la que debía tener la escultura que había junto a él.  Su corazón volvió a desbocarse, dudó varias veces si seguiría soñando. Aunque desgastado por el tiempo, allí estaba grabado su propio nombre.

El resto del camino lo hizo buscando respuestas a las muchas preguntas que colmaban sus pensamientos. En varias ocasiones, paró en el arcén para observar de nuevo la foto que había tomado, y confirmar así, lo que había visto con los ojos. Cuando finalmente llegó a su destino, solamente tenía respuesta para una  de las preguntas: “la reencarnación existe”.

LA VISITA



Pidió la cuenta y se tomó el último sorbo de café. Como siempre que tenía que hacer aquella visita, se estaba demorando. Le costaba. La tenía que hacer, quería hacerla, pero la dureza de la situación le sumía en una profunda tristeza.

Al entrar en la habitación se dirigió hacia la ventana. Un jardín bien cuidado llenaba de verdes el paisaje. Tristemente se dio cuenta de que seguía alargando el encuentro. Volvió sobre sus pasos y se sentó junto al anciano. Con delicadeza le cogió una mano. El paso de los años, habían convertido unas manos fuertes y vigorosas en apenas unos huesos cubiertos por una fina piel llena de pequeñas manchas.

—¿Quién eres? —preguntó el anciano levantando ligeramente la cabeza, que hasta entonces había estado caída sobre el pecho.

—Soy yo abuelo. Tu nieto.

—Mi nieto tiene diez años. —aseveró el anciano intentando retirar la mano que el joven retuvo con suavidad.

El silencio se hizo dueño del ambiente. Ambos, abuelo y nieto, llenaron aquel silencio de recuerdos. Mientras una leve sonrisa se dibujaba en el rostro del anciano, unas pequeñas lágrimas asomaron a los ojos del joven.

EN VELA



Se levantó y fue hacia la ventana. La lluvia repiqueteaba en el cristal. El reflejo de su rostro, desfigurado por el agua, le produjo un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Giró la cabeza hacia el interior de la habitación. La cama vacía, las sábanas revueltas, ¿dónde estaba? Cuántas veces, al despertarse, la había encontrado allí, junto a él, insinuante.

Volvió a mirar hacia la oscuridad de la noche. La persistente lluvia se veía intensificada bajo la tenue luz de las farolas. Rememoró la última vez que vino a visitarlo. Cómo olvidarla, fue una noche frenética. El alba los sorprendió todavía despiertos.

Desolado volvió al lecho. Sabía que aquella noche la musa tampoco le ayudaría en su desvelo.

LA NOTICIA

La Concepción - Llanes. foto de zanobbi.files.wordpress.com

Hacía casi dos años que había vivido aquella… llamémosle anécdota, y la había olvidado. Y ha sido hoy, ojeando el periódico, cuando he vuelto a recordar, nítidamente, lo que ocurrió aquella tarde.

Mi empresa me había enviado a una localidad de provincias para llevar a cabo un estudio. Llevaba unos días allí, y apenas si había hecho el trayecto de la pensión al trabajo y del trabajo a la pensión, por eso decidí, que dedicaría la tarde a pasear y conocerla mejor.

La tarde era apacible, y yo me iba recreando en los rincones, calles estrechas de fachadas antiguas y balcones repletos de macetas, donde el verde se mezclaba con vivos colores. Cada cierto tiempo me cruzaba con algún vecino, al que yo saludaba y él, ya fuera hombre o mujer, me miraba con cierta curiosidad.

Había recorrido todo el centro del pueblo, deteniéndome en aquellos lugares de especial relevancia, pero al mirar el reloj, vi que apenas llevaba media hora de apacible turismo. Todavía no tenía ganas de volver a encerrarme en mi habitación, y decidí ir caminando hasta las afueras del pueblo. El olor a campo me trajo recuerdos de mi infancia.

Llevaba recorridos unos cien metros por un camino que se perdía en la lejanía, cuando llegué a una verja que cerraba una hacienda, donde algunas malas hierbas habían colonizado los parterres y el camino de entrada. Al llegar a la altura del portón, un oxidado cartel donde se podía leer “Mi amada Luisa” indicaba quién había sido alguna vez la dueña del lugar. Me entretuve, apenas unos segundos, observando el edificio, que ocupaba la parte central de la parcela y que, a pesar de sus años y su deterioro, presentaba todavía un aspecto señorial.

El sol todavía muy alto, me animó a seguir caminando y disfrutar del paisaje un poco más. Pero mi pensamiento y mi curiosidad seguían ancladas en aquel palacete que había dejado atrás. Paré y volví mis pasos de nuevo hacía allí.

No me fue difícil franquear la puerta, pues a pesar de estar cerrada, no presentaba ni cerradura ni candado que impidiera abrirla. Un agudo chirrido fue la única señal de que yo había traspasado sus límites.

Me hallaba observando ensimismado aquel jardín abandonado a su suerte, cuando levanté la vista. La vergüenza me dejó paralizado. Una mujer me observaba desde una de las pocas ventanas que estaban abiertas. Pensé abandonar la finca, cuando una sonrisa en su rostro y un saludo con la mano, me hicieron cambiar de idea. Dos segundos después, ella estaba asomada a la ventana.

—¡Buenos días! —fueron las únicas palabras que pude pronunciar en esos momentos.

—¡Espere un momento, que bajo a abrirle! —dijo ella, volviendo a cerrar la ventana y desapareciendo tras el cristal.

En mi cabeza comenzaron a formarse vanas escusas para justificar mi intromisión en aquel lugar. Hasta que la puerta se abrió. Ante mí apareció una mujer con una enorme sonrisa en su rostro.

—¡Pero no se quede ahí! ¡Pase, pase!

Aquellas palabras tiraron por tierra todas mis excusas, y sin saber muy bien por qué, acepté su ofrecimiento. Ella, al cerrar la puerta guio mis pasos a través de un largo corredor. Su cuidada y larga melena y su elegante vestido blanco contrastaban con la fina capa de polvo que cubría los vetustos muebles. Al final del pasillo una puerta abierta, nos situó en una bonita estancia, donde una chimenea encendida creaba un ambiente cálido y agradable. Ella, sin mediar palabra, me indicó un sillón donde tomar asiento, y yo, como autómata sin decisión propia, volví a obedecerla.

—¿Prefiere té o café? —preguntó nada más verme sentado.

—Café. Con un poco de leche, ¡por favor!

—Sí, yo también prefiero el café. El té lo veo más de ingleses —fueron sus palabras antes de abandonar la estancia.

Mientras al fondo se oía ruido de platos y tazas, yo me preguntaba qué hacía allí sentado en mitad de un salón, en casa de una desconocida. Me estaba bien empleado por entrometido.

Cuando volvió, llevaba una bonita bandeja con dos tazas humeantes que dejó sobre la mesita que separaba su sillón del mío. Yo, intenté excusarme por haber entrado sin permiso a su propiedad. Algo a lo que ella quitó importancia. Después siguieron numerosas preguntas sobre mí, que yo fui contestando, y muy poca información sobre ella. Pero entendí que era el precio que debía pagar.

Cuánto tiempo estuvimos charlando, no lo recuerdo, solo sé que miré por la ventana y la oscuridad comenzaba a cubrir la vegetación del patio. Educadamente, le di a entender que debía marcharme, y ella simulando tristeza, se levantó y me señaló la salida. Una vez en la puerta intenté estrecharle la mano, pero simuló estar distraída.

—Usted ya conoce el camino —fueron sus palabras de despedida. Y vuelva otro día —añadió con un deje de súplica.

—Lo tendré en cuenta —contesté mientras bajaba los escalones de la entrada.

Apenas había recorrido cinco metros, cuando la escuche decir: «¡Por favor! No comentes en el pueblo que has estado conmigo». Aquello me dejó descolocado, pero le dije que no lo haría. Y así, dándole vueltas a aquella frase llegué a la pensión.

Al entrar, la dueña, me estaba esperando preocupada. Me habían estado llamando por teléfono. Al día siguiente, temprano, debía volver a mi trabajo en la Central.

Aquel regreso inesperado, me hizo olvidar lo que había pasado aquella tarde. ¡Hasta hoy! Hoy, mientras ojeaba el periódico, ha aparecido delante de mí la imagen de aquel edificio, y de aquella mujer. La noticia: “Un terrible incendio destruye el palacio de Las Luisas”. Con sorpresa y curiosidad he seguido leyendo el texto. Y un grito ha quedado ahogado en mi garganta. De nuevo, he vuelto a leer la frase: “el palacio, que permanecía abandonado desde la muerte de la última Luisa, hace ahora unos tres años, ha ardido completamente”.

Desde que leí la noticia han pasado varias horas, pero el temblor y miedo que han inundado mi cuerpo, todavía no me han abandonado. Aquella tarde, yo estuve tomando café con un… ¡sí, con un fantasma!