EL EQUILIBRISTA

Nik Wallenda de la página www.nacion.com



Alzó los brazos hacia arriba, y luego los colocó en la cintura contorsionándose para estirar también los músculos del torso. Después miró al otro extremo del cable, eran cien metros a unos treinta de altura. No, no era miedo, simplemente era cálculo, velocidad del viento y dirección. En definitiva, concentración lo que ocupaba sus pensamientos en ese momento.

Fijó un poco más allá la mirada, y la encontró entre los espectadores del otro lado del precipicio. Su larga y rubia melena destacaba entre el resto de los asistentes. Recordó sus últimas palabras, justo antes de separarse: “te premiaré con un beso cuando llegues”.

La había conocido apenas unas horas antes en la terraza de un bar mientras tomaba un refresco. Él se la quedó mirando y ella le sonrió, se levantó y vino a su mesa. “Te puedo pedir un autógrafo” fueron sus palabras. Él la invitó a sentarse, y a partir de ahí fueron dos horas de animada conversación y risas. Después, antes de despedirse, la invitó al evento. Ella aceptó sin dudarlo, y allí estaba al otro lado de su reto.

Como siempre, y de forma casi imperceptible, miró hacia arriba y extendió los brazos. El murmullo al otro lado cesó de inmediato, y él comenzó su travesía. Lentamente, paso a paso, concentrado en cada movimiento fue avanzando sobre aquel delgado camino. Todo, el viento, el tiempo, incluso los leves sonidos del ambiente habían pasado a un segundo plano. Su mente solo prestaba atención a la presión de sus pies sobre la fina línea que le mantenía en el aire.

Había recorrido aproximadamente la mitad del camino cuando recordó su bonita sonrisa, sus hermosos labios, aquellos que le premiarían al final del camino. Levantó la mirada y la buscó entre el público. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. La larga melena estaba cubierta con una negra capucha, su rostro mostraba una sonrisa siniestra. Sobre su cabeza sobresalía el brillo metálico de una guadaña.

EL REENCUENTRO

de la página de es.pngtree.com



Se encontraba leyendo tranquilamente en el sofá, cuando sonó el timbre de la puerta. No esperaba a nadie en concreto, y supuso que sería algún vendedor de cualquier cosa. Al abrir la puerta quedó sorprendida. ¿Qué hacía aquel hombre allí? Sí, llevaba casi veinte años sin verle, pero le reconoció inmediatamente. Iba a cerrar la puerta, pero él junto las manos delante de su pecho y le pidió que por favor no lo hiciera.

- No tengo nada que ver contigo –fue su seca respuesta.

- Sé que es duro para ti –fueron las palabras de él.

- ¡Duro! Te marchaste cuando apenas tenía ocho años. Dejaste a mamá y a mí abandonadas. Sin padre, sin marido. ¿Sabes lo duro que fue?

- Lo siento. De verdad que lo siento –dijo bajando la cabeza avergonzado.

- No me hagas reír. Ella me mentía intentando que yo no sufriera. Pero yo era demasiado mayor para las mentiras y demasiado niña para  ver que mi padre no volvía.

Él levantó de nuevo la vista. Sus ojos, vidriosos, la miraron con dulzura. Poco a poco comenzó a girar. Entonces se fue sin luchar y ahora volvería a hacerlo.

- Solo el “tío Toni” fue capaz de hacernos salir de aquel pozo en el que tú nos metiste –dijo ella casi gritando cuando él bajaba los escalones de la entrada.

Aquel cerdo, no solo le había quitado a su mujer, también le había robado el amor de su hija. No, no podía marcharse otra vez como un cobarde. Se giró sin acercarse.

- Él y tu madre tenían una aventura. Yo no quería marcharme. Lo hice por ti. Para evitarte las peleas, la vergüenza… Sé que sufriste mucho. Pero... cuánto daño te habría hecho si lo hubiera destapado. Preferí callar, y pagué un alto precio por ello. El precio de no verte, de que me odiaras. Lo siento –fueron otra vez sus palabras antes de volverse de nuevo.

- Papá espera –dijo ella bajando los escalones y abrazando a su padre con lágrimas en los ojos.

EL PAYASO



Allí estaba ella, en mitad de aquella fiesta de carnaval, mirando a un lado y a otro, observando cada disfraz, y cada detalle del mismo. Una sirena con su larga melena y su medio cuerpo plateado. Un soldado de plomo, aunque tuviera las dos piernas, con su casaca roja y su gran gorro negro. Una pareja de cowboys, con cartucheras al cinto y pistolas en mano. Una pareja de bailarinas, que debían ser pareja, hombre y mujer, con sus blancos tutús y sus zapatillas de ballet. Un sinfín de piratas, con su bandera y sus parches negros…

Y fue entonces cuando al cambiar la mirada, de un lugar a otro, se encontró con aquel traje de mil colores y aquella peluca de rizos. Al principio no  prestó demasiada atención a aquel rostro, pero algo llamó su atención en aquellos ojos bajo la máscara de pintura blanca, que le hizo detenerse en ellos. Aquellos ojos la observaban con descaro, lascivos, casi obscenos. Se sintió tan perturbada, incluso atraída, que bajó su mirada al suelo. Pero apenas unos instantes después, en su campo visual aparecieron unos enormes zapatos rojos. La sensación extraña, que había sentido, fue en aumento. Levantó la cara, y ante ella estaba aquel payaso, ofreciéndole sus manos enguantadas. No, no era miedo lo que sentía. Ni vergüenza, o tal vez un poco de esta última si la sintiera. Pues allí, rodeada de toda aquella multitud de personas que no eran lo que vestían, allí, cada rincón de su cuerpo deseaba, necesitaba, ser acariciado por aquel payaso. Sin decir ni una palabra, su mano derecha, también enguantada, asió la izquierda de las dos que le ofrecían y se encaminó hacia la puerta.

Al llegar a la salida, el guarda jurado, que no era un disfraz, se fijó en aquellos dos payasos que caminaban de la mano. Ellos apresuraron el paso, sabían que su dulce hogar, era el lugar más bonito para dejar fluir aquellas sensaciones que se amontonaban en sus cuerpos.