La hoja seguía en blanco, cuánto tiempo llevaba así. No lo recordaba, pero había olvidado la última vez que había escrito una hoja completa. Hoy había intentado sentarse delante de aquella pequeña superficie, que ahora le parecía inmensa, sin ningún resultado. Levantó la vista y lentamente fue observando la habitación, buscaba inútilmente algún objeto que le ayudara a escribir, al menos, un pequeño texto, cinco, diez renglones le habrían parecido en aquel momento un gran logro. Asqueado, se levantó y lanzó la pluma sobre la hoja y dos manchas, cual salpicaduras de sangre azul, acabaron con aquel blanco impoluto. Antes de salir de la habitación, se giró para observar el escritorio. Una sonrisa cínica asomó en su rostro, al menos había conseguido manchar el folio.
Salió de la casa. La noche
había borrado el contorno de los edificios al otro lado de la calle, y solo la
parte baja, además de algunas de las ventanas, se veía iluminada a tramos
gracias a las farolas. Sacó un cigarrillo y se sentó en la escalera de entrada
al edificio. Allá, a lo lejos, se adivinaba el ajetreo normal de la ciudad, pero
allí, solo el sonido de alguna tele vecinal y el paso ocasional de algún
vehículo, rompían la tranquilidad de la noche.
Entre calada y calada iba intentando
imaginar qué historias se escondían tras los cristales, nada que le animara a
volver dentro y comenzar a escribir. Simples vidas de familias obreras. Sí,
seguro que guardaban secretos, pequeños secretos que a él no le servirían para
llenar al menos una centena de páginas. Sumido en aquella desilusión, comenzó a
escuchar el repiqueteo de unos tacones. Le pareció extraño. En aquel barrio, un
día de diario y a aquellas horas… entre las sombras comenzó a divisarse la
silueta de una mujer, cada vez más próxima, con paso decidido.
–No son buenas horas para
caminar sola por este barrio.
Fueron las palabras que
salieron, sin pensárselo, de su boca. Él mismo se quedó extrañado al oírlas. La
mujer, pareció no hacer caso, y siguió caminado.
–¿Le importaría acompañarme? – preguntó
la mujer volviéndose solo a medias.
Él, sin pensárselo, lanzó el
resto del cigarrillo al suelo, y caminó hasta ponerse a su lado.
–¡Buenas noches! Espero no
haberla importunado.
–¡Hola! Tiene razón, no son
buenas horas para caminar sin compañía. ¡Muchas gracias!
Tras un corto espacio de tiempo que
a él se le hizo largo, decidió romper el silencio y presentarse.
–Me llamo …
–¿Qué hacía sentado en los
escalones? Supongo que no estaría esperando que pasara alguna mujer para acompañarla.
Él rio de buena gana.
–No, solo buscaba inspiración.
Soy escritor.
–¡Escritor! ¡Qué interesante!
¿Y qué escribe?
–Últimamente nada. Por más que
lo intento no surgen ideas.
–¡Vaya, lo siento!
–Y usted, ¿qué hace por este
barrio? Si no es mucha indiscreción.
Voy de paso, fue su escueta
contestación, por lo que él no quiso continuar preguntando, y continuaron
caminando sin hablar, hasta que él sacó el paquete de cigarrillos para
ofrecerle uno. Ella lo aceptó. La llama del encendedor iluminó su rostro. No
supo deducir su edad, entre treinta y cuarenta años, con una piel suave y
cuidada, y una mirada… una mirada fría, que a él le llenó de incertidumbre.
Ella dio una calada y siguió caminando. Él se incorporó a su lado.
–¿Va muy lejos? –preguntó intentando
romper aquel silencio que a ella no parecía importarle.
–Puedo seguir sola si lo desea.
–Tranquila, era simple
curiosidad y ganas de conversar.
Aquello pareció animarla y
comenzaron a hablar. Nada trascendental, del tiempo, de la fisonomía del
barrio… hasta que ella paró en un cruce, y miró a su alrededor, como intentando
situarse.
–Sí, es aquí al final de la
calle –dijo girando la esquina.
Aquella calle, no tenía salida.
Era más bien un callejón apenas iluminado por un par de farolas. Una, acababan
de dejarla atrás, la otra estaba situada al final de la calle. Él no dijo nada,
pero no entendía dónde se dirigía aquella mujer, que a todas luces parecía
estar fuera de lugar. Fue a mitad de la calle, cuando ella dejó de caminar.
– Antes de despedirnos, ¿tienes
otro cigarrillo?
Él sacó la pitillera y se lo
ofreció. Después se colocó otro en la boca. Iba a acercar el encendedor al
pitillo de ella, cuando un brillo metálico pasó ante sus ojos. Casi al mismo
instante, sintió una ligera presión en el cuello. El cigarrillo cayó de entre
sus labios al intentar hablar, pero ninguna palabra salió de su garganta. Un
líquido espeso y caliente, llenó su boca de un sabor férreo. Cuando entendió lo que pasaba, un frío intenso
recorrió todo su ser y se dejó caer al suelo. Poco a poco las imágenes iban
desapareciendo de su alrededor. Alejándose, se oía el taconeo de unos pasos.
Su último pensamiento fue para la hoja en blanco. Ahora tenía una historia que contar, pero no sería él quien la escribiera.