HORNACINA DE LA INMACULADA

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Lleva cinco minutos andando deprisa, demasiado deprisa para sus años y sus piernas, pero no quiere aflojar. No quiere y no puede, porque teme que si va más despacio se le olvide el camino, o la meta. Contesta sin mirar, teme que una cara, un recuerdo, unas palabras… le distraigan y esa  maldita enfermedad que le va royendo el pensamiento y la memoria, lo dejen a mitad de camino. Hace varios días que no sabe qué hacer, ni qué hará el resto de sus días. Pero esta mañana, mientras se vestía lo ha visto claro, y con la rapidez que su senectud le ha dejado, ha salido a la calle. Ahora que lo piensa, ni siquiera sabe si ha cerrado la puerta de la casa. ¡Qué más da! Ya la cerraré cuando vuelva. Opina para sus adentros. Y sacude su mano delante del rostro, como para desviar esos vanos pensamientos, que ahora mismo no desea tener.

Por fin ha llegado, frente a él, al otro lado de la calle, en la hornacina, está la imagen, la Inmaculada. Él nunca fue de santos o vírgenes, ni siquiera para blasfemar. Pero cuando iba con su mujer, este rincón siempre fue especial. La señal de la cruz y un Ave María, apenas audible, siseado por ella. Un Ave María de frases entrecortadas y palabras sueltas para él. Pues él, nunca fue capaz de aprenderlo completo, ni siquiera cuando de mocoso, se lo enseñaba su abuela.

Una Ave María que hoy tampoco rezará, pues no ha venido a rezar. Hoy ha venido a pedir. A intentar entender, por qué la vida es tan injusta que se la ha llevado a ella primero. Por qué ella que nunca había estado enferma. Y se ha quedado él que hay momentos que no sabe ni quién es ni dónde está, que la mayoría de los días solo recuerda pequeños retazos de su larga existencia. Y allí, delante de esa Virgen a la que ella tantas veces rezó, temblando, él que nunca ha sido ni de santos ni de vírgenes, le dice que no sabe vivir solo, ni quiere. Y con lágrimas en los ojos, baja de la acera, para decirle a su Virgen, la de ella, que no quiere vivir ni un día más. Y las lágrimas de los ojos, y quizás también el dolor en su corazón y su mente, no le han dejado ver ni oír el coche que irremediablemente lo ha arroyado, dejándolo tendido en el suelo. Sin vida.

UN MUNCH

Este es el texto que presente al concurso de microrrelatos del programa "Solamente una vez" de Radio  nacional de España del viernes 6 de diciembre. Tenía que estar basado en el famoso cuadro "El grito" del Pintor Edvard Munch. ¿Qué esconde? ¿Qué hay detrás de esa expresión? ¿Qué hay frente al personaje del cuadro? ...


Todavía lo recuerdo como si fuera hoy. Caminaba cabizbajo, ensimismado. ¿Cómo describir aquella puesta de sol?

Entonces escuché aquel grito desgarrador. Una persona con las manos en la cabeza gritando. Tenía que describir la escena. ¡No! Con palabras no podría. Nunca había pintado bien, pero lo hice.

¿Es un Munch? Preguntaban. ¡Un Munch! Exclamaban. Al final lo firmé.

VI LA MUERTE PASAR

imagen compuesta* 

Cuando me subieron a la habitación, él ya ocupaba la cama de al lado. Era un hombre mayor, casi centenario. Las arrugas y el color de su piel, eran la señal de una larga vida de trabajo a la intemperie. Sus manos, inquietas, lo corroboraban.

Su acompañante, una mujer mayor también, pero con bastantes menos arrugas y años. Se notaba que había sido guapa en su juventud, resultó ser su hija.

El hombre apenas si hablaba, aunque parecía mover los labios de forma casi constante. A las preguntas de su hija para conocer su estado, solía contestar con un simple movimiento de cabeza, o en su caso un monosílabo.

Fue ella, la que comenzó a darnos a conocer los datos biográficos que se suelen compartir en estas situaciones hospitalarias.

Así es como supimos que venían de un pueblo próximo al nuestro. El hombre había emigrado, hacía un mundo, desde el sur para trabajar de labriego en una de las fincas de la comarca. Cuando vinieron, eran solo su mujer y él, la hija no había nacido todavía. Y en la finca estuvo trabajando hasta que sus fuerzas ya no dieron para más. Duro como el tronco de los árboles que plantó en sus años jóvenes, duro como las piedras que año tras año fue retirando del campo de siembra, nunca había estado enfermo hasta entonces.

Fue el segundo día que compartíamos habitación. La luz que traspasaba los cristales iba poco a poco dejando la estancia en penumbra. Su respiración pareció sosegarse. Abrió los ojos y extendió su nervuda mano hacia la hija.

–Dame la petaca muchacha que me fume el último pitillo –dijo con voz segura y firme.
–Padre, estamos en el hospital, además llevas cinco años sin fumar.
– ¡Joder! Por eso he dicho que será el último.
–Padre no digas palabrotas –le regañó la hija con voz suave.
–A mi edad, me vas a decir lo que tengo o no tengo que decir –protestó el hombre.

Poco a poco, fue retirando la mano. Su mirada quedó fija en algún punto lejano, más allá de la pared que había frente a las camas.

–Estaba sentado en el poyete de la puerta y la vi pasar –dijo de pronto.
– ¿A quién? –preguntó la hija.
–A tu madre. Era la chiquilla más guapa del pueblo. La seguí con la mirada. A pesar de ser una chiquilla, andaba tiesa como un ajo. Los dos éramos unos críos, pero yo dije para mis adentros que me casaría con ella.

Un nuevo silencio, y la mirada acuosa, nos indicaron que se hallaba sumido en sus recuerdos. Silencio que nosotros respetamos, y que yo, al menos, también aproveché para adentrarme en los míos.
Cuánto tiempo transcurrió hasta que volvió a hablar, no puedo recordarlo, solo sé que fuera era ya noche cerrada.

–Estaba en el poyete, como casi siempre, y la vi pasar.
–Y era la chiquilla más guapa. Eso ya me lo has dicho antes padre.
– ¡Calla coño! Vi pasar a la muerte.
– ¿Qué dice padre? –preguntó la hija extrañada.
– ¿A caso no me has oído? Vi pasar a la muerte, pero no iba de negro. Llevaba la gorra caída a un lado y el fusil colgado en el hombro. Me miró y se pasó el dedo de lado a lado por el cuello.

La hija me miró, y tratando de excusar a su padre añadió.

–Es la cabeza, siempre la tuvo muy despejada, pero ahora la ha perdido. Debe ser la demencia esa.

Yo le quité importancia, diciéndole que lo entendía. En mi caso, también había algún mayor, que en sus últimos días, había sufrido los mismos síntomas.

El hombre volvió de nuevo a mover los labios. Hablaba en susurros. Aunque apenas se podía distinguir lo que decía. Esta vez no rezaba, repetía una y otra vez: “vi pasar a la muerte”. Hasta que de pronto, levantando solo un poco más la voz dijo:
–Yo maté a la muerte.
–Anda padre descansa –le dijo la hija acariciándole la cabeza y colocándole su escaso pelo alborotado.
– ¡No quiero! ¡Te digo que maté a la muerte y no me voy a callar! –dijo retirando las manos que lo acariciaban.
­–Pero… qué son esas patrañas que cuentas, padre.
– ¡Patrañas! –Gritó esta vez–.  Es la verdad.

De nuevo  el hombre quedó callado. Solo su respiración, algo alterada, y algún ruido de las otras habitaciones que llegaba difuso, alteraban el silencio reinante.

No sería menos de la media noche, cuando el anciano comenzó de nuevo a hablar, esta vez de forma muy clara.

–Estaba en el poyete y vi pasar a la muerte. Me miró y con una sonrisa en la boca, me hizo el gesto del degüello. Al principio tuve miedo, pero luego… ya se sabe: “la curiosidad mató al gato”. Di la vuelta por el lado contrario de la calle y le fui siguiendo de lejos. Más escondido que mirando. Salió del pueblo camino de la noria.

Dejó de hablar y una leve sonrisa apareció  en su rostro. Luego continuó.

–Al acabarse las casas, tuve que ir agachao. La siembra estaba sin segar y me protegía un poco. Cuando llegué a la linde de la huerta, me pude alzar un poco más. Oí voces y risas de hombre y mujer. Busqué, a lo gazapo, un sitio desde donde ver mejor. Las piernas me temblaban, pero conseguí, sin hacer ruido,  subirme por dentro del olmo hueco. Entonces estaba más ágil que ahora ¡Coño!

Paró quizás para descansar, o tal vez porque necesitara retirar unos recuerdos para dar paso a otros.

–Ella no quería –comenzó de nuevo–. Gritaba y decía que la dejara. Me asomé y le tapaba la boca. De pronto él dio un grito y dijo: “¡me has mordido zorra!”. Yo volví a esconderme asustado, y entonces oí un golpe seco y silencio. Él comenzó a blasfemar. Cuando miré de nuevo, estaba colocando el cuerpo como si ella se hubiera golpeado con la piedra al caer. Luego borró sus huellas y se marchó, a paso ligero, hacia el monte.

Otro silencio, el temblor en sus labios y los puños cerrados.

–Me quedé mirando aquel cuerpo quieto, sin vida. Todavía sangrando por la brecha en la cabeza. Sin poder moverme, hasta que allí a lo lejos, entre los pinos, se oyó un tiro que levantó el vuelo de los pájaros cercanos.

Su hija se acercó a secarle las lágrimas que caían de sus ojos cansados, pero él le retiró la mano.

– ¡Fui un cobarde! Debería haberlo dicho todo, pero tuve miedo. Su imagen pasándose el dedo por el cuello y la de la muchacha, me paralizaban cada vez que encontraba algo de valor para contarlo.

La hija quiso calmarle, diciéndole que aquello había pasado hacía muchos años y él era un niño.

–Fui un cobarde, pero juré que algún día pagaría por aquel crimen.

La puerta de la habitación se abrió y la enfermera de turno vino a hacer su revisión habitual de media noche. Al marcharse, la hija me miró. Su cara mostraba estupefacción.

–Nunca nos contó esa historia –dijo como excusándose.
Él hombre, que parecía haberse dormido, volvió a hablar.
–No se lo dije a nadie, ni siquiera a Dios, pero ahora tengo que irme limpio. Sin secretos.
Levantó la vista hacia el techo.
– ¡Maldita sea! ¡Era un niño! ¿Qué querías que hiciera?

Su cabeza se movió hacia un lado y otro. Como negando.

–Entonces no hice nada, pero juré que algún día, aquel hijo de mala madre, pagaría por su crimen ¡Y lo cumplí!
–Padre, ¡qué hiciste! –exclamó asombrada y asustada la hija.

Una sonrisa sarcástica fue su primera contestación. Luego nos contó que eran las fiestas del pueblo y había comenzado a tontear con su mujer, que seguía siendo tan guapa o más que de chiquilla. Que una de las noches, en el baile, vio como aquel malnacido la miró con lascivia y lujuria. Supo que había llegado el momento. No podía dejar que aquel monstruo volviera a hacerlo otra vez.

Siguió contándonos que llevaba años observándolo y conocía sus costumbres. Sabía que  después de varias horas jugándose el dinero en el bar, saldría achispado para irse a dormir. Lo esperó, como aquel día, escondido en un callejón, pero esta vez el odio había sustituido al miedo. Cuando lo tuvo a su altura, abandonó la oscuridad, y sin pensárselo, le estrelló una piedra en la cabeza. Sí, justo en la frente. Luego solo tuvo que colocar el cuerpo para simular que había tropezado y caído sobre la piedra. “si había valido para uno, por qué no para otro” dijo alzando los hombros, como disculpándose.

Miré a la hija. En su cara había desolación. Le cogí la mano y se la apreté. Intentando consolarla. Mostrándole mi comprensión hacia aquel anciano que había callado durante toda su vida no solo un asesinato, sino dos.

–Sí María, sí. Yo maté a la muerte. Y no me arrepiento –esas fueron sus últimas palabras.

* La imagen está compuesta y modificada por mí sobre una foto de la página http://sololightwave.blogspot.com/ y la imagen de la muerte de la página https://www.worldanvil.com/

EL CRUCE

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Hacía varias semanas que había dejado atrás el último pueblo. Meses y meses que había comenzado el camino. Un camino sin vuelta, o tal vez sin meta. Una buena mochila a la espalda y una decisión, ¡siempre hacia adelante!

Entonces, llegué a aquel cruce… y surgió la duda. Un camino a la derecha y otro a la izquierda. Al frente naturaleza, solo naturaleza. A la espalda… ¡no! Esa opción estaba, como he dicho, descartada. ¡Siempre adelante!

Los tres ramales, el que había caminado, y los dos que tenían como elección, eran bastante nuevos. Quizás por eso no tenían ninguna señal que indicara hacia dónde se dirigían.

Me lo jugaría al azar. Y el azar consistiría en esperar a que pasara el primer vehículo y caminar en la misma dirección.

Las primeras horas las pasé apoyado en un árbol descansando. No había por qué preocuparse, por una carretera, tarde o temprano, siempre pasa alguien. Así que no desesperé. Ni siquiera cuando el sol comenzó a descender hacía el horizonte. Simplemente pensé: chaval, ve haciéndote a la idea de cómo pasar la noche, porque este va a ser el lugar donde dormirás hoy.

Y así fue. Esa noche, y la siguiente, y la siguiente. Podría haber cambiado de idea. Estuve tentado, sacar una de las pocas monedas que llevaba encima, y echarlo a cara o cruz. No, para alguien como yo, indeciso, dubitativo, resultaba más cómodo esperar, y así lo hice.

Poco a poco fui creándome un lugar. Comencé con cuatro ramas sobre la cabeza y un colchón de hojas, y terminé bajo una choza bastante aceptable para ser un caminante que había dormido, acurrucado, en cualquier rincón del camino.

Quizás me había acomodado de más, pues un día, me di cuenta de que la lluvia, la nieve, el calor intenso, me habían acompañado en numerosas ocasiones. Que el color oscuro del asfalto, había perdido intensidad, que las raíces de los árboles, las hierbas lo habían hecho mucho antes, estaban invadiendo los arcenes, y yo seguía allí. Eso me llevó a pensar que era hora de hacer algo. Después de varios días estudiando las opciones, y con la premisa de no volver atrás, lo tuve claro. Iría en ambas direcciones. Sí, primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha, el mismo número de pasos, o de horas, o lo que pudiera caminar durante un día entero. Y así lo hice. Comencé con la salida del sol, ¿hacia dónde? Eso es indiferente, ¡la mochila a la espalda y  a caminar! Y llegué, llegué a ningún sitio. Bueno llegué a lo alto de un cambio de rasante y a lo lejos creí ver vehículos junto a la carretera. Fui recortando distancia hasta que la vista me permitió distinguir que aquellos vehículos, maquinaria pesada, pesada y abandonada. ¡La carretera acababa allí!

Aquella fue una pequeña desilusión. Y bien visto, un alivio. Ya solo tenía una opción para continuar mi camino. Regresé, a mi campamento, mejor debería decir a la que había sido mi casa durante tanto tiempo. Recordé los buenos y malos momentos que había pasado allí. Y me fui pronto a descansar. Al día siguiente ya no sería un paseo de ojeo. Sería la continuación de aquel viaje que había comenzado hacia una eternidad, y que me había tenido retenido otra.

Sí, he dicho sería. He dicho sería, pero no fue. No fue porque después de caminar durante media mañana llegué, tras una pronunciada curva que impedía ver lo que había más allá,  a otro final de carretera. Maquinaria herrumbrosa y casetas de obras destartaladas. Dentro, alguna vieja manta y cascos de protección que ahora uso de maceteros, y un viejo y amarillento calendario que a pesar de no estar completo, me recuerda que llevo en este maldito cruce más de cinco años, solo porque un día decidí ir, ¡siempre hacia adelante!

LA CENA

"Hombre sentado a una mesa" - Modigliani 


Allí estaba, sentado en una bonita mesa de un restaurante, tranquilo, solo, mirando la carta. 

Era una cena de esas… que tienes que ir, pero… de buena gana te quedarías en casa. Resignado, me senté al volante y arranqué.

A mitad de camino, puse la radio: “y ahora, escuchamos  la canción SE ME OLVIDO CÓMO LLEGAR E IMPROVISÉ”.  

Siempre es mejor cenar solo que mal acompañado.


SESIÓN DE PINTURA

Madame Récamier - Jacques-Louis David


Iba simultáneamente de la modelo al lienzo, dando pequeñas pinceladas. Todavía quedaban varias sesiones, pero no quería que los detalles se le diluyeran en la amplitud del cuadro.

Miró de nuevo a la mujer. La encontró viniendo hacia él. Tranquila, hermosa, sensual, la seda olvidada en el diván.

Supo entonces, que la sesión de pintura había terminado.

LA VISITA microrrelato

Mi último microrrelato para el concurso "Retos literarios G Punto" de rne, del 15 de noviembre.

LA VISITA
Sí. Abrí. Estaba tan hermosa con su guadaña.

LA ESCALERA


Había subido lentamente cada escalón, fijándose en cada pequeña grieta del mármol de los peldaños, en cada arañazo en el pasamanos.

Fue cuando puso el primer pie en lo más alto de la escalera… cuando supo que nunca había estado más hundido.

MICRORRELATOS RNE


Estos son los dos últimos textos que he escrito. Ambos los he presentado en el concurso de microrrelatos  de los viernes en el programa "Solamente una vez" de RNE. Son relatos de no más de 70 palabras con un tema establecido de antemano.

El primero era para el programa del día 11 de octubre. Se tenía que hacer un relato que comenzara con las palabras "Y cuando despertó", en homenaje al escritor Augusto Moterroso, cuyo relato "El dinosaurio" se considera el relato más corto escrito en español.

Aquí os dejo el mío, aunque la ganadora fue Isabel Luis Serrano, yo, con mi testo "Un trabajo fácil" tuve la suerte de ser uno de los dos concursantes destacados.



UN TRABAJO FÁCIL

Y cuando despertó, ella seguía allí, inmóvil. Su piel morena semioculta en la blancura de la seda. Se levantó lentamente y fue hacia la ventana, la ciudad despertaba.

Debía ser un trabajo fácil. Una mujer muerta en la habitación de un hotel. Un trabajo fácil y como siempre, unos cuantos cientos de miles más en su cuenta. Pero ella seguía viva. El muerto era él.


El segundo, que se ha emitido hoy viernes 18 de octubre,  debía ser una carta a nuestro "yo niño o niña", Aunque  no ha habido suerte en este caso con "Madito embustero", también quiero daros la oportunidad de leerlo. 



Maldito embustero:

Sí tú. Yo. Te pasaste nuestra infancia con esa sonrisa de la foto. Alegre, divertido. Haciéndome creer que la vida sería un camino de rosas. Te creí. Me engañaste.

No. Tal vez, no te hayas enterado. El camino fue un pedregal, sigue siéndolo. Lleno de caídas, puñaladas por la espalda. Y tú… tú sigues ahí, con esa asquerosa sonrisa en blanco y negro.

Vete al cuerno



Pinchando en este enlace podéis escuchar "Un trabajo fácil". 

Si deseáis oír  los tres finalistas, pinchad en el enlace siguiente:. El concurso de microrrelatos  comienza hacia el minuto 3.


HERIDO VA EL CABALLERO


Herido va el caballero, lanzada mortal lleva en el costado derecho. Su fiel montura, hembra de un negro que hace honor a su nombre, ha cumplido sin tardanza su última súplica: “Azabache, amiga mía, sácame de este horror que empapa de rojo la tierra y sembrándola de muerte. Llévame lejos, donde la rapiña que llega tras la batalla no me despoje de mis pertenencias y mi carne, dejando solo mi osamenta a la intemperie”. El animal, como susurro que lleva el viento, ha cumplido la petición de su amo, y ahora hombre y montura se encuentran en lo más hondo y oscuro del bosque, donde la espesura encubre el negro de su pelaje y los destellos de la armadura, que esta vez, en la batalla, no ha servido para proteger al caballero.

Abrió los ojos y se sobresaltó.

— ¿Quién sois? ¿Qué hacéis? ¿Dónde está la doncella que me ha estado cuidando?

—Permitidme señor que termine de limpiaros la herida, y si mis años me permiten recordar todas y cada una de vuestras preguntas, con gusto os las contestaré.

— ¿Acaso sois… hechicera?

La mujer sonrió antes de contestar.

—No, no soy hechicera. Tampoco bruja como habéis pensado en primer lugar. Simplemente soy la anciana que os encontró más muerto que vivo, a los pies de vuestra yegua, cuando recogía leña para el hogar. En cuanto a la joven por la que habéis preguntado, he de deciros que ha debido ser fruto de vuestras calenturas, pues vivo sola desde siempre en esta humilde cabaña.

Él negó con la cabeza.

—Os digo que, todos estos días, una muchacha de claros y largos cabellos ha estado cuidado de mí, y haciendo lo que vos hacéis ahora.

La mujer se encogió de hombros, y continuó cubriendo la zona donde la lanza había penetrado con un ungüento verdoso que desprendía un olor fuerte y desagradable.

— ¿Cuántos días…?

No llegó a terminar la pregunta, cuando la mujer comenzó a contestar.

—Hace unos ocho días que os encontré, y por el agua que necesitó vuestro caballo para saciarse, supongo que llevabais al menos dos más perdidos en el bosque.

La mujer terminó de cubrirle la herida, y él hizo intención de incorporarse, pero un fuerte dolor, que le hizo quejarse de forma prolongada, se lo impidió.

—No tengáis prisa en moveros. Habéis estado demasiado tiempo a las puertas del infierno, como para poderos levantar aún. Descansad, dentro de un rato os daré unas sopas para ver si vuestro cuerpo las acepta. Hasta ahora, solamente habéis tomado agua.

Debía haberse quedado otra vez dormido, pues al despertar, encontró a la mujer sentada ante el fuego, removiendo la cazuela que descansaba sobre varias piedras ennegrecidas. La luz que penetraba por el pequeño ventanuco de la pared y la puerta entreabierta, mostraba una estancia parca en mobiliario, pero bien cuidada. Una mesa de madera, apenas desbastada, y dos tocones de pino como asiento,  ocupaban el centro de la estancia, otro tocón donde la mujer guisaba, el camastro donde él yacía, y un montón de hojarasca mal cubierta con un raído lienzo, cuyo color apenas se diferenciaba del de la tierra apisonada del suelo, que supuso, era el que la mujer usaba para dormir desde que él llegara.

— ¿Dónde la escondéis? —preguntó mirando a la anciana.

—Habéis vuelto a delirar —fue toda la respuesta que recibió.

—He olido su perfume, he notado sus suaves manos sobre mi herida, he visto sus ojos, de un azul limpio como el cielo a primeras horas de la mañana, y sus cabellos semejantes al trigo a punto de segar.

—Os aseguro… mi señor, que en esta cabaña no hay, ni ha habido otra mujer desde que yo vivo en ella. Y ya veis que no me parezco en nada a vuestra dama soñada. Quizás… alguna vez sí, pero hace ya tanto de ello, que ni yo recuerdo si lo fui.

— ¿Insinuáis que estoy loco?

—Nunca ha sido esa mi intención. Solo digo, que vuestra herida, la fiebre, os están haciendo delirar. Tal vez, soñar con alguna dama de vuestra vida.

Él guardó silencio, intentando buscar en sus recuerdos lo que la mujer acababa de decir.

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Lentamente, con el paso de los días, el hombre fue mejorando, y muchos de los momentos, los aprovecharon para conversar. Fue, sobre todo él, el que poco a poco se abrió y habló de su vida. Hubo episodios en los que notó que la mujer languidecía, y pensó que ella rememoraba parte de la suya. La mujer por su parte, fue muy escueta en cuanto a su vida anterior, y siempre terminaba hablando de aquella vida silvestre y solitaria que llevaba aislada en la profundidad del bosque. Él pensó que sería debido a algo tan triste que, a pesar de estar muy lejano en el tiempo, no había sido olvidado.

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Abrió los ojos, y el sol, que entraba a raudales por el ventanuco, le hizo volverlos a cerrar. Se preguntó: ¿cuántos días llevaba tumbado en aquel camastro? Calculó, que debía llevar al menos un ciclo de la luna completo. Había conseguido sentarse durante largos ratos y posar los pies en el suelo, e incluso dar algunos pasos apoyado en la destartalada mesa, y pensó que era hora de hacer algo más, pues a pesar de los cuidados y lavados recibidos, necesitaba un aseo más profundo. En el rincón más alejado de la estancia, vio amontonada su armadura y la espada. Poco a poco consiguió levantarse y apoyándose en la pared fue avanzando. El esfuerzo le produjo un sudor frío que empapó el sayón que le cubría. La mujer, debió oír los lamentos que intentaba acallar apretando los dientes, y apareció en el umbral de la puerta.

— ¿Pretendéis que se abra de nuevo vuestra herida?

Él, a duras penas, retuvo el quejido que pretendió salir de lo más profundo de su dolorido cuerpo.

—No desprecio vuestros cuidados, pero creo necesario, por vuestro bien y el mío, que deberíais ayudarme a llegar hasta ese pequeño arroyo que llena de sonidos la tranquilidad de la noche.

Ella salió de nuevo y al instante volvió a entrar con una fina y lisa vara de avellano, que puso en la mano derecha de su huésped, yendo a colocarse al lado contrario.

—En verdad necesitáis un buen baño —dijo acompañando sus palabras con una sonora carcajada.

El también comenzó a reír, pero terminó profiriendo un agudo quejido, que hizo lamentarse a la mujer de haber hecho el comentario.

Al llegar a la orilla, lo sentó en una piedra, y le ayudó a deshacerse de la camisola que le cubría.

—Quitaos el calzón y dádmelo, me iré un poco más abajo a limpiarlo.

Él, reticente, se metió lentamente en el agua y se quitó la prenda, dejándola sobre la roca.

El agua, fría al principio, fue agradecida por su cuerpo, que llevaba semanas sin una limpieza general. La mujer, lo observaba cada poco tiempo con temor a que le pasara algo. Cuando terminó de lavar la ropa, se desnudó tras un matorral y se introdujo en el agua. Él, a pesar de la distancia, vio que aquel cuerpo no era el de una anciana todavía. Quizás, la vida dura en el bosque hubiera envejecido el rostro y las manos de la mujer, más deprisa que el resto del cuerpo. La observo al salir, y tuvo la seguridad de que ella le doblaría la edad, pero nada más.

—Creo que ya deberíais salir y secaros al sol. Debéis tener la piel arrugada como una pasa.

Él, la obedeció y volvió a sentarse sobre la misma roca. Fue cuando le trajo la ropa para que se cubriera. Un grito desgarrador y sordo salió de su garganta. Asustado, él se giró y  la vio temblando, cubriéndose el rostro con las manos.

— ¿Quién eres? ¿Quién eres? —gritaba mientras sus piernas, incapaces de sujetarla, se doblaron hasta postrarla de rodillas. ¿Esa mancha que tienes…? —no terminó la pregunta.
Él, todavía sobrecogido, tardó en contestar.
—Mi aya me dijo que era una herencia, que mi madre tenía una igual en el mismo lugar.

La mujer se levantó del suelo, y sin pudor se alzó el sayón, mostrando su nalga izquierda.

—Tu aya no mentía. —dijo con voz entrecortada. Y añadió—: Quien te dijo que había muerto, sí. —esta vez, escupió las palabras.

Fue allí mismo, entre abrazos y sollozos, donde la mujer, su madre, le contó, como su alegría materna duró apenas tres años, años en los que su vida transcurrió feliz, cuidando de aquel pequeño que constantemente reclamaba el calor de sus brazos y el alimento de su pecho. Alegría que se transformó en sufrimiento, al ser repudiada por su marido, por una historia que no fue real, solo habladurías. El celoso de su marido, la amenazó con matar a su hijo si no se marchaba. Rota, herida en el corazón y en el alma, tuvo que tomar la decisión más amarga de su vida. Dejarlo en los brazos de otra mujer que lo cuidara.

—Madre, ahora lo comprendo. —dijo, separándose para mirarla a los ojos. Y añadió—: Tú eras la muchacha de mis delirios. No soñaba, en realidad eran recuerdos de mi niñez.

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Hace cuatro meses de aquel reencuentro junto al agua. Algo menos de uno, que el caballero, cuyos súbditos creían muerto en la batalla, regresó junto a una mujer que resultó ser su propia madre. Y una semana que los restos del que fuera su padre, y que cruelmente los separó, descansan en un rincón recóndito del bosque cercano al castillo, fuera el panteón familiar.

Herido mortal iba el caballero, pero esta vez el destino, ese que juega con la vida de los hombres, ha querido que engañara a la muerte y encontrara a la mujer que le dio la vida.


SIN REMORDIMIENTO



Todo estaba saliendo como lo había planeado. Allí en el vano del ventanuco, ella sentada y él a su lado, dormido, profundamente dormido, destilando el vino que llevaba dentro, el que había tomado en la taberna, y el que ella le había hecho tomar. No había sido difícil convencerlo, un poco de zalamería y la botella. Excusa, la de recordar aquellos tiempos, las noches buenas de primavera, cuando el trabajo en el campo todavía no era agotador, y subían de la mano a observar el cielo abrazados. A su mente vinieron algunos de aquellos momentos, que creía olvidados, pero inmediatamente los desechó con un manotazo delante de su cara, y el amargor y la rabia volvieron a endurecer su corazón.

No había tiempo que perder, sigilosamente, se levantó, la noche era perfecta. La luna llena iluminaba la cámara lo suficiente para moverse sin tropezar con los cachivaches acumulados. Cogió la soga enrollada y la extrajo del rincón, con  sumo cuidado la fue extendiendo en el suelo. Pasó la punta por la hendidura de la garrucha y la fue deslizando poco a poco. Suponía que un leve ruido no lo despertaría, pero no quería correr el riesgo. Habían sido demasiadas noches de llanto e insomnio, ¡demasiadas!

Amarró bien la cuerda a uno de los postes que sujetaba la techumbre, ya solo faltaba el último paso. Con sumo cuidado se arrodilló a su lado y puso la cabeza sobre sus piernas. El miedo o los nervios, volvieron a aflorar y sus manos comenzaron a temblar ligeramente. Para sus adentros pensó que no era el momento, no podía desfallecer. Abrió un poco más el lazo y lo fue pasando poco a poco hasta dejarlo bien colocado. Lo ajusto y se retiró suavemente. Vio la botella y vertió lo poco que quedaba en la boca entreabierta del hombre al que una vez había amado con todo su ser y al que ahora odiaba por igual. Un último esfuerzo y la cuerda se tensó, apenas un pequeño chasquido y un pequeño balanceo, por el inútil forcejeo. El cuerpo quedó colgado e inerte. Un pequeño rumor de líquido salpicando el suelo, había oído  que a veces, se orinaban encima, y silencio.

No, no lloraría por él ¡Maldito una y mil veces! El luto y el llanto se los debía a su hermano. La única familia que le quedó cuando, siendo todavía una niña, sus padres murieron. Su madre después de una corta enfermedad. Su padre de lástima por la muerte de esta. Y quedaron solos, ella mozuela, y él con apenas dos años. Para ella había sido más un hijo que un hermano, por eso no comprendió que se marchara, pero tampoco lo culpó.

Como podía haber sido tan inocente. Acaso no había visto, como su marido, ese hijo de mala madre, había ido cogiendo celos de su hermano. Pobre hermano, él que siempre lo tuvo en estima, que incluso la animó a que lo aceptara por novio. Que lo admiraba e idolatraba. Que nunca hizo nada para molestarlo, si no recibir el amor de una hermana, como el de una madre que se le había ido demasiado pronto. Cómo estuvo tan ciega. Sí, vio los celos, las malas miradas, los reproches sin sentido, pero no fue capaz de ver el monstruo que iba creciendo dentro de su esposo.

Llegó a la alcoba, pero dio media vuelta, salió al corral y se fue hasta el fondo, al rincón donde crecía el manzano. Su hermano, su pobre hermano, al que culpó de haberla dejado sola. Siempre había estado allí, a medio metro del suelo.

Unas semanas atrás, cuando lo descubrió, el tiempo se convirtió en días y noches de odio, de rencor, de disimulo y planes, planes para castigar al monstruo. El monstruo que pendía de la cuerda, que ella misma le había puesto alrededor del cuello. Lo descubrió una noche, que al igual que todas, volvía achispado de cartas y vino. Tal vez, hiciera algo más. Quizás sospechaba algo, y por eso lo siguió cuando lo vio salir al corral. Sabía dónde iba, a orinar como cada noche bajo el manzano. Pero aquella noche, sus palabras ininteligibles otras veces, se escucharon más claras. “¡Maldito, ni enterrado me dejas vivir tranquilo!”. Recordaba aquellas palabras estallando en su cabeza de nuevo.

- “¿Qué dices? –preguntó ella, temblando y con la voz entrecortada.

Él  tambaleándose, soltó una carcajada estentórea, y después de escupir al suelo dijo: “tu hermanito, tu amado hermano, ni muerto y bajo tierra deja de joderme la vida”.

Recordaba cómo le flaquearon las piernas y cayó de rodillas. El dolor era tan grande que era incapaz de hablar, el aire no llegaba a su pecho y quedó tumbada allí mismo. Cuando despertó, medio muerta de frío, estaba amaneciendo. A él lo encontró tumbado bocabajo en la cama, durmiendo la mona, como siempre. Su cabeza se debatía entre matarlo o denunciarlo, pero notó que se desvanecía de nuevo. Cuando volvió a despertar, la casa estaba llena de gente, y él, le cogía las manos con lágrimas en los ojos. Pensó que fingía, que era puro teatro, que solo pretendía disimular delante de las vecinas y del médico que la estaba atendiendo. Luego, aunque estuvo varios días temiendo su muerte, descubrió que él había olvidado el suceso bajo el manzano. No tardó en volver borracho del casino. Ella disimulaba dormir, pero la rabia, la sed de venganza, no le dejaban. Solo el cansancio, el agotamiento, terminaban por vencerla cada noche.

Ahora allí, justo donde aquel malnacido había enterrado a su hermano, volvió a sentir la paz. Levantó la cabeza, y maldijo aquel cielo inmenso lleno de pequeñas luminarias, y al Dios que habitaba en él, por haber permitido aquel crimen sin motivo. Pero ya podría descansar. Ella, su hermana, la que lo crió y cuido como a un hijo, ella lo había vengado.

Sabía que tenía que descansar, tarde o temprano algún vecino daría el aviso. Tendría que llorar, que llevar luto, que sentir dolor. No le costaría. Lo haría, pero no por él, ¡por él no! Por aquel hermano desaparecido, asesinado y enterrado bajo el manzano, por el que no lloró en su día.

Antes de volver hacia la casa, pasó la mano por aquel manzano que cubría la tumba de su hermano, y murmuró su nombre. Dudó por un instante si dejar que siguiera allí descansando pacíficamente, pero entonces nunca se sabría que el monstruo lo había matado, y quedaría como un pobre borracho que había perdido la cabeza. Y eso no era lo que ella deseaba. Tenía que quedar como lo que era un cerdo celoso, asqueroso y criminal. Buscó la libreta que él tenía para apuntar los jornales, los pocos que hacía ya. Con letra desigual, escribió la nota de suicidio y la causa, y lo dejó todo sobre la mesa. Pero antes fue a la cocina, vertió un poco de vino en un vaso, y brindó por la muerte del que había sido su marido. Luego dejó el vaso junto a la libreta, pero antes dejó caer las últimas gotas sobre la nota.

Se dejó caer sobre el lecho, y pensó que dentro de poco, los golpes desesperados en su puerta la despertarían sobresaltada. Sus últimos pensamientos no fueron de remordimiento, solo de paz. La imagen de sus padres, y su hermano permanecieron ante ella incluso después de cerrar los ojos.

FLATU



Hoy os quiero presentar a un chico simpático, formal y normal, bueno lo de chico lo dejaremos aparte, pues ya tiene bastantes años, y lo de normal… lo de normal se podría decir que es casi cierto pero no. Y es que  Flatu, tiene un ligerillo problema. A saber, Flatu, cuando se pone nervioso se infla, bueno él no, su intestino. Su intestino se infla y su esfínter se relaja. He de decir en su descargo que solo es una vez. Sí, se infla y se desinfla una vez, pero… ¡qué vez! Vosotros diréis que soy un exagerado, que a quién no le pasa eso… en alguna ocasión. Pero es que a Flatu, le pasa siempre. Se pone nervioso y plas… ventosidad, y os puedo asegurar que no es normal, la ventosidad me refiero. Con deciros que han sido tema de estudio por parte de algunos científicos interesados. Que digo yo… que vaya tema para interesarse.

El caso es que, el problema de Flatu, de bebé, pasó casi inadvertido. Supongo que porque era su madre la que los aguantaba, y claro, ya se sabe cómo es el amor de madre, y porque a esa edad tampoco se pone uno nervioso demasiadas veces.

El problemilla comenzó a dar que hablar, cuando el muchacho se incorporó a la escuela. Dicen las malas lenguas y buenos olfatos, que cada vez que le tocaba hacer la asamblea, su profe de infantil abría la ventana, se llevaba al resto de la clase al rincón más alejado del aula y decía: “venga Flatu que te toca pasar lista”. Bueno, como es lógico, la seño lo llamaba por su nombre.  

Los primeros cursos de primaria, tampoco fueron muy problemáticos, una vez que los profes sabían lo que le pasaba, procuraban no preguntarle y así no se ponía nervioso. Fue peor cuando él y sus compañeros fueron creciendo. Él porque tenía más volumen intestinal, y sus compañeros porque… ya sabemos lo puñeteros que se vuelven los chavales a esta edad. Que se aburrían en clase: “profe, profe que Flatu no ha hecho los deberes”. Que tocaba preguntar la lección: “profe, profe que salga Flatu a la pizarra”. Que había control, pues bastaba con que alguno dijera nada más darle la hoja: “¡Qué difícil es el examen! Daba igual que el pobre Flatu llevara la tarea hecha, que se supiera el tema, o que el examen estuviera “chupao”, se ponía nervioso, y allí no había quien aguantara, ¡todos al pasillo!

La época de la Universidad fue distinta. En el aspecto académico, casi no hubo problema, ya se sabe, los chavales han crecido, cada uno va a lo suyo, las clases consisten en tomar apuntes y poco más, y los exámenes… bueno los exámenes iban bien, siempre y cuando Flatu no se pusiera nervioso. En aquel momento, el problema surgía cuando salían en grupo, y alguna chica le hacía “tilín” al muchacho en cuestión ¿Cómo acercarse? ¿Cómo hablar con ella?  Sí sabía que aquello llevaría a un desastre irremediable.

No penséis que el pobre no intentaba poner remedio a su problema. Recuerdo una vez, que pidió cita en un especialista en trastornos intestinales. El mejor que encontró en internet. El día de la cita, se lo pasó tomando tila, por lo de evitar el nerviosismo. ¡Se pasó!,  se pasó tanto, que estando en la sala de espera tuvo que ir al servicio. Tan relajado iba, que se sentó en el váter, y se quedó dormido. Debieron de llamarlo varias veces, pero él debía de roncar como un cochino, nunca mejor dicho, pues me lo imagino durmiendo con los pantalones bajados. El caso es que durmió tanto y tan bien. que estuvo durmiendo más de cinco horas, con decir que tenía cita en horario de mañana, y cuando salió del aseo era por la tarde. Y por supuesto, se le había pasado el efecto de la tila. Él que sale del aseo, mira el reloj de pared que había en la sala de espera, ve la hora, se pone nervioso y… ¡puffff! Dice que antes de doblar la esquina, miró y vio al doctor, a la enfermera, a la recepcionista y a todos los pacientes, rojos como tomates y dándose aire con las manos en la puerta de la clínica.

He de decir que hubo una ocasión, en la que parecía haber superado el problema y haber encontrado a su media naranja. La chica, ahora no recuerdo su nombre, era bastante maja; alegre, guapa, alta… vamos que nos extrañó mucho que saliera con nuestro amigo, hasta que descubrimos que también tenía un defecto, bueno dos. El primer defecto lo tenía en el olfato, sufría de anosmia, o sea, no olía nada de nada. De ahí que no sufriera los episodios de nerviosismo del Flatu. El segundo, suponemos que era consecuencia del primero, era que no solía usar el jabón. ¡Vamos! Que ahora no teníamos un amigo con problemas pestiles, si no, dos. Poco a poco, disimulando, nos fuimos alejando de la pareja, y aquello debió de mosquear a nuestro amigo, pues un buen día se acercó a nosotros y con una gran felicidad en el rostro nos dijo: “he cortado con mi pareja”, y añadió “creo que ya os hago yo sufrir bastante”. Los nervios, por la alegría, le debieron jugar una mala pasada, pues salió corriendo a la calle, y nosotros detrás, pues dentro no había quien aguantara.

Os diré, que con el tiempo, la cosa ha ido mejorando, o tal vez nos hayamos acostumbrado. Por un lado, aquí en la residencia de ancianos, a todos se nos van aflojando las fuerzas y el olfato, lo que hace más comprensible su problema. Y por otro lado, creo que Flatu, también ha madurado con los años, y se le ve más sosegado, más tranquilo... eso siempre y cuando no sea Manu, el enfermero que esté de guardia, que no es malo, pero sí un poco brutote poniendo las inyecciones, lo que hace que Flatu se ponga de los nervios.