HE VUELTO A CASA

 

Imagen de Pxfuel.com

Hoy he vuelto a la casa. Todo está como la última vez. Si acaso, el polvo que ha ido apagando la brillantor de los muebles y las rosas frescas que puse en el jarrón y ahora están secas, han sido testigos de nuestra ausencia. También las paredes habrán notado la ausencia de tus gritos y tus golpes, de mis perdones y mis llantos.

He recorrido la casa en silencio, a oscuras, temiendo despertar de un sueño, y por fin, he abierto el balcón de par en par. La luz, limpia de la mañana, ha llenado cada hueco del salón y de mi vida. Esa vida que te entregué y tu fuiste carcomiendo a base de reproches, insultos y golpes.

Tengo que tirar las rosas y limpiar, lo sé, pero no ahora. Ahora me apetece sentarme en el sofá y mirar hacia el exterior, a ese azul limpio que enmarca el balcón abierto. Una sonrisa se asoma a mi rostro. Ese balcón abierto que te precipitó al vacío y me ha dado la libertad.

¡Qué fácil fue engañar a todos! Hacerles creer que fue la mala suerte y el vino los que te hicieron caer. Ese maldito vino que te llenaba de alegría con los amigos, y en casa te hacia gritarme, insultarme y golpearme. Qué fácil hacerles pensar que mi sumisión y mi miedo me paralizaban en la cama como a un animalillo asustado. Si supieran que yo dejé abierto el balcón, no para que entrara el fresco de la noche, si no para que tú salieras a fumar tu último cigarro. Si supieran que, esta vez, yo no estaba asustada y encogida en la cama, asustada tal vez, pero agazapada esperando tu llegada, si supieran que tu no caíste, si no que tu PERRA, como me llamabas a veces, te ayudo a caer. Si supieran…

CAMINO AL TRABAJO

Imagen de teksomolika en Freepik

El sonido desagradable del despertador le hace estirar el brazo hasta conseguir apagarlo, y se gira hacia la ventana. Sí, ya es la hora. La luz que entra desde el exterior, le indica que, aunque no haya visto la esfera del reloj, ya son las ocho. Dentro de una hora y media debe estar en la oficina. Pero eso no quiere decir que no pueda gastar cinco minutos más en la cama.

De nuevo un ziuu, ziuu desagradable le indica que han pasado esos minutos. Esta vez baja los pies y se queda sentado en la cama antes de apagar el molesto ruido. Se calza las zapatillas y se dirige a la cocina, donde pone la cafetera en marcha, luego todavía soñoliento vuelve a la habitación y se introduce en el baño, donde comienza la rutina sistemática y diaria: taza, lavabo para un rápido afeitado y una refrescante ducha. Es verano, por lo que al salir del agua solo necesita un ligero secado y unos calzoncillos bóxer. Luego ya se vestirá.

Antes no era goloso, pero de un tiempo a esta parte, combina tragos de café con leche y cereales rellenos de chocolate. La radio dice que el calor, que ahora no es muy intenso, irá subiendo a lo largo de la mañana, llegando a superar los 30 grados. Mientras acaba el desayuno intenta recordar qué temas tiene pendientes en el trabajo, pero es en vano y con un manotazo resta importancia al asunto. Ya mirará la agenda al llegar a la oficina. Ahora es momento de ir a arreglarse.

Un tergal en tono marino y una camisa blanca de manga larga que irá remangando a lo largo de la mañana, y sobre esta, una chaqueta fina que apenas llegue colgará en el respaldo de la silla. Una mirada delante del espejo le indica que la elección ha sido acertada, a falta de completar con unos mocasines beige del mismo tono que la chaqueta. Ahora sí, ahora el espejo refleja una imagen juvenil de la que, a pesar de no esforzarse en cuidar con sesiones de gimnasio, está muy orgulloso.

Al salir a la calle, el ruido de la circulación, que ya es intensa, rompe el silencio que reinaba en apenas dos metros dentro de la casa. Es el precio que hay que pagar por vivir en el centro de la ciudad. Mira el reloj y ve que tiene tiempo suficiente para ir relajado y llegar cinco o diez minutos antes de la hora. Mientras va caminando, se fija como los comercios del recorrido han ido cambiando desde que él comenzó a trabajar en la oficina, algunos han cambiado de dueños, otros han cambiado de actividad y los más han cerrado sus puertas.

Cuando llega ante la puerta de su empresa, se queda observando el luminoso de grandes letras que hay sobre la fachada. Un temblor comienza a recorrer todo su cuerpo. Se acerca al bordillo y para al primer taxi que se aproxima por la calzada.

De nuevo se encuentra ante el espejo de su habitación, el temblor ha desaparecido, pero la rabia sigue ahí. El primer golpe quiebra el cristal, los sucesivos, al caer al suelo, van multiplicando la imagen de un anciano golpeando con un bastón.


Era el momento

Irham Setyaki (@setyaki) unsplash.com


Iba a salir de la habitación, pero se volvió de nuevo y se colocó delante del espejo. Le gustó lo que vio y lo confirmó con un movimiento positivo de la cabeza. Sí, todo era importante, también la imagen. Ahora salió de la habitación tanteándose los bolsillos, las llaves en el pantalón, la navaja en la cazadora. Giró sobre sí mismo, observando el orden y el silencio de la casa. Ese silencio que contrastaba con el infierno que habitaba en su interior y que esperaba calmar al final del día. Se sentó en el coche y tecleó la ruta en el navegador. Serían casi dos horas de viaje. Miró el reloj, no había prisa para ir. Pero procuraría que el regreso no fuera demasiado tarde. Dio media vuelta a la llave en el contacto y antes de meter la marcha, introdujo el USB en la ranura. La música también era importante. Las notas de «Light and sado» de Vangelis inundaron el habitáculo del coche. Al llegar al destino, buscó un lugar tranquilo donde aparcar, y antes de bajarse, volvió a pensar el porqué lo hacía sin encontrar respuesta.

Solo sabía que… llegado el momento, su forma de pensar y actuar sufrían una metamorfosis, un cambio que hacía renacer, activar su instinto asesino. Y como había comprobado, solo existía una forma de aplacarlo.

Salió del coche y se puso a caminar. Le gustaba patear y conocer un poco la ciudad, elegir la zona, bien era verdad que a veces, había tenido que modificar su elección, pero eso eran males menores. Había pasado mucho tiempo desde la última vez, era casi imposible que relacionaran un asesinato con otro, a pesar de las similitudes. Además, como en otras ocasiones, había tomado la precaución de cambiar de ciudad. En plena pandemia, estuvo a punto de cometer el error de hacerlo en su pueblo, pero al final, pudo controlarse. Su pueblo es demasiado pequeño.

Cuántas veces lo había hecho, cuántos crímenes había cometido. No podía recordarlo bien mientras caminaba. Paró frente a una tienda de ropa, no entendía cómo había gente que se ponía aquellas prendas. Dio un manotazo al aire, como queriendo espantar aquel pensamiento, y comenzó a recordar cada uno ellos. El primero… hacía ya tanto tiempo del primero. Todavía era un adolescente. Volvía hacia casa cuando escuchó gritos dentro de una de las casas del barrio. La curiosidad le llevó a asomarse por la ventana. Aquel asqueroso borracho estaba sobando y golpeando a su hija. Al día siguiente apareció con el cuello rajado en mitad de la calle. Ahí comenzó todo, la adrenalina, el olor, ese olor metálico de la sangre, ¡y el poder! El poder, ante todo. Pero tuvieron que pasar un par de años para que volviera a hacerlo.

Todavía era temprano. El Sol tardaría en ocultarse tras el horizonte. Decidió sentarse a tomar algo en una terraza, observar a la gente caminar ajetreada o relajada paseando y mirando escaparates. La vida en la ciudad era tan diferente a la rutina diaria de su pueblo. En la mesa de al lado, había un grupo de jóvenes. Pensó que cualquiera de ellos, chica o chico, sería una buena opción esta vez. Una de las jóvenes se le quedó mirando. De pronto, le recordó a su última víctima. Había elegido aquella pequeña ciudad porque estaban en fiestas. Una de esas fiestas con vaquillas, atadas a una maroma a la que guiaban varios mozos, y no tan mozos por las calles del casco antiguo, en lo alto de la ciudad. Al igual que ahora, una muchacha, que iba junto a sus amigos, se le quedó mirando. Él, no le dio mucha importancia y siguió observando, como los más atrevidos, algunos gracias al alcohol, se acercaban peligrosamente a la res enmaromada. Pero luego, cada cierto tiempo, la muchacha sola o con su grupo de amigos, aparecía de nuevo en su campo de vista. Fue lo que hizo que acabara en aquel estrecho pasaje de empinadas escaleras, perdiendo la vida a borbotones. La recuerda y piensa que a veces, no somos nosotros, sino el destino el que decide por nosotros.
Llevaba ya un par de horas en la ciudad, la claridad de la tarde había dado paso a la oscuridad, solo rota por la tenue luz de las farolas y algún que otro comercio que permanecía abierto. Decidió que ya se había alejado lo suficiente del coche. Esa era otra de sus precauciones, ni demasiado cerca, ni demasiado lejos del medio de huida. Como buen depredador, iba mirando aquí y allá, disimulando no tener prisa, parando cada cierto tiempo delante de algún escaparate, cuando lo vio, reflejado en el cristal, al otro lado de la calle, caminando lentamente, quizás también, sin un lugar determinado al que llegar.

Supo que sería él. Por qué lo había elegido, no había motivo alguno. O… tal vez, fuera que al igual que él, llevaba la cabeza cubierta con una capucha. A él no le importaba que fuera mujer u hombre, no lo hacía por odio a ningún sexo, no había ningún motivo especial. Solo era una necesidad, un antídoto contra el veneno que le iba carcomiendo las entrañas, hasta que ya no podía más, y entonces tenía que salir a la caza, y matar. Matar y seguir viviendo. Era su medicina.

Cruzó la calle y se situó a unos metros detrás. Acarició la navaja dentro del bolsillo de la sudadera. Su objetivo había disminuido el paso. Era justo lo que necesitaba. Se puso a su altura. El clic automático de su navaja se solapó con otro clic similar. Movimientos rápidos, simultáneos, brillos de aceros cruzando la negrura de la noche. Quejidos, seguidos de maldiciones apagadas, y el olor dulzón y férreo de la sangre flotando en el aire Un escozor agudo en la garganta, le ha llevado a soltar la navaja antes de extraerla del pecho de su víctima. Las piernas no le sostienen y cae al suelo. Delante de él, antes de que se cierren definitivamente sus ojos, bajo la capucha de su presa, ve su propia cara con una mueca de dolor e incomprensión.

Dos armas, dos heridas mortales, dos cuerpos con la misma cara. Ese era el panorama con el que se encontró la policía aquella noche, en mitad de la calle. Dos hermanos, gemelos, separados al nacer, que nunca habían llegado a conocerse.

Han pasado varias semanas del doble asesinato. El inspector Cabarcos, acaba de leer el informe completo, y tanto el grupo de investigación como el equipo forense lo confirman: similar modus operandi, armas casi idénticas, crímenes a la misma hora e6n ciudades distintas, al menos una docena de víctimas aleatorias que tuvieron la mala suerte de cruzarse con uno de ellos, en el momento fatídico en el que ellos andaban de caza. Hasta que… por suerte, el destino a veces es así, un hermano, sin saberlo, eligió como presa al otro y viceversa.