Como siempre que termino un
libro, me presenté en la biblioteca. Normalmente saludo a la persona que está
detrás del mostrador, y me dirijo a la estantería de novedades. No suelo buscar
nada en concreto, por lo que suelo ojear varias portadas y leer sus sinapsis.
Cuando ya lo tengo elegido, suelo fisgonear en otras estanterías, y solo a
veces cambio respecto a mi primera elección. Pero, aquella mañana, al ver en
grandes letras el nombre del autor, ni siquiera me detuve en más detalles. Me
acerqué de nuevo al mostrador, y lo entregué para que me realizaran el
préstamo. Como también tengo por costumbre, cogí un marcapáginas, de los que
tienen sobre el mostrador, para utilizarlo como punto de lectura. Fue al abrir
el libro para ponerlo dentro, cuando comenzó todo.
«CUANDO
LEAS ESTE LIBRO, YO HABRÉ MUERTO»
Sí, yo también me alteré al leer
aquella nota. De manera que me volví para ver si alguien me observaba desde las
mesas de lectura. Incluso la bibliotecaria me lo debió notar, pues me preguntó
si me pasaba algo. Yo, negué con la cabeza y me apresuré a salir. No había
andado diez pasos, cuando volví a abrir el libro. La nota manuscrita seguía
allí, pero ahora yo no veía la frase anterior, si no el reverso.
«Todo indicará que ha sido una
muerte natural, pero yo, y ahora tú, sabremos que me han asesinado»
Saqué la nota del libro, y la leí varias
veces. Sin estar seguro de lo que hacía, desanduve el camino hasta el mostrador
de la biblioteca.
—¡Hola otra vez! Me podrías decir
quién se ha llevado este libro antes que yo...
Fue la pregunta tonta que le hice
a la bibliotecaria, que con cara de haber visto a un extraterrestre y, muy
educadamente, me soltó la perorata de que no podía, que lo sentía mucho, que
eso sería ilegal, pues era algo así como secreto profesional. Luego me preguntó
que si le pasaba algo al libro. A lo que contesté con un no. Yo, por supuesto,
le di las gracias y no insistí. Aunque tampoco entendí que fuera tan grave
decirme qué persona había leído aquel libro anteriormente. Me dirigí a la
salida, pero antes de llegar me detuve y fui hacia la estantería de prensa,
cogí uno de los periódicos del día y busqué una mesa libre donde sentarme. Me
sentía observado por la bibliotecaria, pero en ningún momento la miré. Fui
leyendo los titulares, deteniéndome levemente en alguna que otra noticia, hasta
llegar a los sucesos. En mi mente comenzó a surgir una idea, y miré cuándo era
la fecha de entrega del libro anterior a la mía. Aquella nota la debía haber
escrito la persona que cogió el libro antes que yo. Aunque también estaba la
posibilidad de que solo la hubiera puesto allí, sin llegar a llevarse prestado
el libro.
Cinco días, solo cinco días
separaban la fecha tope de entrega anterior a la fecha actual. Busqué en mi
memoria alguna muerte reciente, pero que yo supiera, no había habido ninguna
que no fuera de una persona anciana, y dudaba que alguien de más de ochenta
años fuera el autor de la nota. Y si la persona en cuestión, difunto ya, si se
había cumplido la predicción, no era de aquí, si no de algún pueblo próximo,
pues al ser centro comarcal, muchos vecinos de los pueblos de alrededor hacían
uso de nuestra biblioteca. Devolví el periódico que había cogido a la
estantería y busqué todos los que había anteriores a la fecha en cuestión.
Cuando volvía a la mesa, vi que la bibliotecaria me miraba con cara de: «si
voy te estrangulo», pero yo no me di por aludido.
Hora y media repasando noticias,
esquelas y ninguna se ceñía a la situación que a mí me traía de cabeza. Claro
que aquella muerte igual no era tan importante, y más cuando según el propio
interesado, iba a dar el pego de muerte natural, como para salir en los
diarios. Dejé de nuevo los periódicos en su estantería, procurando hacerlo,
bien ordenados, pues ya tenía bastante mosqueada a la bibliotecaria, que seguía
mirándome de vez en cuando con cara de no haberse olvidado de mí. Y decidí
probar con el maravilloso mundo, ese que todo lo sabe, Internet. Nada, otra
media hora perdida en páginas y páginas de noticiarios online de la provincia y
que si quieres encontrar algún difunto que me mereciera la pena. Solo me
quedaba una posibilidad, busqué la dirección de las funerarias de la zona, y
fui apuntando, he de decir que con renovadas esperanzas, los teléfonos. Ahora
debía buscar una buena excusa para conseguir la información, no quería que me
negaran la información con el famoso secreto profesional, como había hecho mi «amiga»
del mostrador.
Ya tenía el motivo: estábamos haciendo
una encuesta sobre los decesos de los últimos quince días para el Ministerio de
Salud. Ya tenía las preguntas, sencillas, escuetas, que no dieran lugar a
dudas. Pero ahora, como era lógico, no podía llamar desde la biblioteca.
Tampoco quería hacerlo desde la calle, así que decidí volver a casa. He de
decir que el camino fue un continuo mirar hacía atrás, por si alguien me seguía.
Ahora pienso que fue una tontería, si el hombre misterioso de la nota estaba
muerto y la nota seguía en el libro, quién iba a pensar que yo la había leído,
pero claro, el miedo es así.
Fue llegar a casa y sentarme con el bloc
de notas a la mesa y teléfono en la mano. No quería que llegara la hora de que
las funerarias cerraran para comer, y no haber llamado a todas. Conforme iba
completando la encuesta con cada una de ellas, mi ánimo iba decayendo, pues
ninguna había prestado sus servicios para un difunto como el que yo estaba
buscando. Solo una se acercó un poco, ya que todas las respuestas estaban
dentro de los parámetros, hasta que la persona que me atendía, me dijo para
terminar la conversación, que el pobre difunto había permanecido mes y medio en
coma antes de palmarla. O sea, que tampoco podía ser.
Decepcionado, cansado y con la cabeza
cargada, pensé que sería buena terapia leer un poco antes de comer. Saqué el
libro que todavía tenía guardado en la mochila y me senté en el sofá, no sin
antes descalzarme y ponerme cómodo. Y entonces, lo vi. Lo vi y no lo podía
creer. Aquella nota, aquel texto manuscrito, eran el título y el subtítulo del
libro. Maldije varias veces, al que tuvo la idea de copiarlos en un trozo de
papel. Maldije la jodida costumbre, de
poner el nombre del autor en letras gigantes, enormes, dejando el título como
algo secundario, que digo secundario, terciario. Pero en definitiva, sabía que
la culpa era mía, así que me maldije mil veces, por no haber leído el título
antes de abrir el libro.