La calle del diablo, de la
muerte, prohibida… cuántos nombres tenía aquella maldita calle, pero lo más
siniestro eran las historias que se contaban sobre ella. Era cierto, que la
mayoría eran demasiado fantásticas para ser ciertas, pero de lo que no había
duda, era que en aquella calle habían muerto demasiadas personas a lo largo de
la historia, y eso hizo que poco a poco aquella calle fuera adquiriendo aquel
halo nefasto que la rodeaba.
Estrecha y sombría por el día,
apenas ya nadie se aventuraba a
travesarla, pero al llegar la noche, nadie que estuviera en su sano juicio
osaba siquiera acercarse a la entrada o salida, según se mirara desde un lado u
otro de la misma. Era tal el miedo de los vecinos, que hasta los animales
domésticos rechazaban pasar por ella, y era normal verlos rodarla, e incluso los osados gorriones evitaban
sobrevolarla.
Entonces, qué hacía yo allí,
plantado en su entrada y mirando hacia su interior, como si algo me llamara la
atención, allá en lo más profundo de la oscuridad. Un escalofrío recorrió mi
columna vertebral, y abandoné el lugar lo más rápido que me lo permitieron las
piernas. Solo cuando había recorrido una veintena de metros volví a detenerme.
¿Por qué huía? ¿Por qué ese miedo? Me
pregunté. Sin pensármelo desanduve mis pasos hasta llegar de nuevo al inicio de
la calle. Encendí un cigarro, mientras observaba las señales que a lo largo del
tiempo, las gentes habían ido marcando en las esquinas que le daban acceso.
Varias cruces de distintos tamaños, en negro unas, en el color de la sangre
otras, manchaban con mayor o menor intensidad el blanco de las paredes.
Sentencias de muerte, advertencias, unas casi desdibujadas, otras tan recientes
como si las hubieran acabado de escribir. Alguien, con dotes de artista, había
esbozado una virgen con la serpiente a sus pies. Tanto era el miedo que aquel
rincón imprimía en los habitantes del pueblo, que en el suelo se podía ver una
gran cruz escarbada en la tierra.
Acabé el cigarrillo y me
puse a caminar, esta vez de forma pausada. Mi mente comenzó a buscar los
recuerdos. Si no me fallaba la memoria, la primera muerte que había registrada,
fue hacia mediados del siglo XVIII, creo recordar que el año fue 1749. El
pueblo amaneció con un vecino menos. Apoyado en la pared, no muy lejos de la
entrada donde yo había estado fumando, apareció muerto un labriego. Al parecer,
era ilógico que estuviera en aquella calle, pues su casa estaba en la parte
opuesta del pueblo. Era la primera que está recogida en un texto, pero debió
haber otras antes, pues ya en el escrito
la nombran como la calle “maldita”.
No pasaron demasiados años,
cuando en una casa que había a la parte alta, una niña de no más de doce años
tropezó en el escalón que había para salir a la calle, la mala suerte hizo que
se golpeara en la cabeza y falleciera al día siguiente. Después de aquello, los pobres padres de la niña, tapiaron la
puerta y las ventanas de la vivienda, y le dieron salida a otra calle.
En el siguiente suceso, el
más sangriento, los muertos se contaron por decenas, eran tiempos de guerra.
Franceses y españoles se midieron las fuerzas en ella. Los primeros, confiados,
se adentraron en formación. Los segundos, los nacionales, les habían preparado un
emboscada y a pedradas, golpes de porras, navajazos, y hasta con los dientes
acabaron con el grupo de invasores. La sangre de unos y otros terminó por teñir
de rojo el suelo. Si no hubiera sido por los uniformes, hubiera sido difícil
diferenciar a los muertos.
¿Cuánto tiempo había
pasado?, diez, veinte años, y otra muerte extraña, sangrienta, traía al
recuerdo de los habitantes del pueblo las anteriores, y de nuevo, el miedo, un
poco olvidado, a pasar por ella volvía a instalarse en los vecinos.
Mujeres, muchachas casi
niñas, muertas en desagradables circunstancias. Hombres, jóvenes o viejos, que
había osado acortar el camino y desafiar las maldiciones aparecían de cuando en
cuando muertos en aquel corto trayecto marcado por cuatro esquinas.
Seguía caminando, y el
recuerdo de algunas de aquellas muertes me iba introduciendo un frío intenso en
lo más profundo de mi cuerpo. Un niño, de pocos meses que apareció, en brazos
de su madre también sin vida. Aquel tullido, que según las marcas, había recorrido
media calle saltando sobre su única pierna, y que acabó boca abajo con la
cabeza abierta a menos de diez metros de la salida. Aquel hombre rudo,
malcarado, al que muchos temían y que apareció encogido, abrazado a sus propias
piernas, con claras señas de haber llorado y sueltas las tripas.
¿Qué ocurría en aquella
calle? Nadie, ni siquiera los
entusiastas de los fenómenos extraños, esos que de vez en cuando aparecían por
el pueblo, con grabadoras de imagen y sonido, habían conseguido descifrar el misterio,
el maleficio, la casualidad… la maldita casualidad que daba lugar a tanta
muerte.
Sigo caminando, el silencio
de la noche, solo roto por el sonido de mis pausados pasos, y el ladrido lejano
de algún perro. Sigo caminando y recordando muertes ilógicas, inexplicables… La
última, no hacía todavía tres años. Una pareja de jóvenes, dieciocho años
recién cumplidos ella, dos más él. Poco después de anochecer, alguien los había
visto paseando por calles céntricas del pueblo. Al día siguiente, fríos,
abrazados y muertos. Las malas lenguas, siempre tienen algo sobre lo que
hablar, pero según los que los encontraron, allí, entre aquellos dos cuerpos
solo había amor. Amor hasta la muerte.
Sigo caminando y de pronto…
el silencio de la noche, es tan espeso que ni mis pasos lo rompen, me detengo a
escuchar, el perro también ha dejado de ladrar. Algo extraño pasa a mi
alrededor, que no acierto a entender. Me detengo, y no reconozco el lugar. De
pronto, un escalofrío intenso recorre mi cuerpo. Me hallo en mitad de la maldita
calle ¿Cómo he llegado aquí? Intento pensar fríamente, pero sigo paralizado. Un
olor desagradable, que no acierto a reconocer flota en el aire. Avanzo dos
pasos, pero un ruido a mi espalda me hace girar. Intento hablar, pero la voz no sale de mi garganta.
Intento ahuyentar el miedo que me agarrota y vuelvo a caminar, ahora de
espaldas hacía la salida que había elegido. Tropiezo, la caída me produce un
ligero escozor en la rodilla, que intento ignorar. Palpo el suelo, una piedra,
de buen tamaño, me ha hecho perder el equilibrio, la cojo y me levanto. Tenerla
en la mano, me hace sentirme un poco más seguro. Vuelvo a iniciar mis pasos
hacia la salida, noto el dolor en la rodilla y la humedad de la sangre. Varios
pasos más y habré salido de la oscuridad, de la calle.
5
meses después
A veces dudo, si no habría
sido mejor morir en aquella maldita calle. Llevo casi cinco meses luchando con
el absurdo, jurando y volviendo a jurar que yo no lo maté. Pero, quién va a
creerme, si todo indica que aquel día, y en aquel momento solo estábamos él y
yo. Sí, el que apareció muerto en un rincón de la calle y yo que para mi suerte,
quizás mi mala suerte, conseguí salir con vida.
He dado mil vueltas a la
situación, he intentado explicarles a todos, creo que ni mi abogado me cree,
que el ruido que oí, debía ser aquel pobre desgraciado muriéndose. Que yo
solamente, no vi nada, pero me asusté, que en mi huida, caí y me herí en la
rodilla. Que las huellas de la piedra eran mías, sí, pero la cogí al caer para
protegerme, pues había escuchado un ruido a mi espalda. Quién va a creerme, si
la piedra, esa maldita piedra no lleva mi sangre, si no la suya.
Sí, al final, la calle
oscura, la “calle Maldita” se cobró una vida, o quizás en esta ocasión, se haya
cobrado dos.