POCO FUSTE

El personaje de este texto podría ser un vecino de mi pueblo, o de cualquier pueblo de España, pero os puedo asegurar que nada más lejos de la realidad, pues solo es fruto de unos cuantos ratos sin dormir y otros escribiendo.


“POCO FUSTE”

Paco Fuste era a todas luces un hombre normal, ni alto ni bajo, ni delgado ni grueso. Con el pelo ondulado, o sea, entre liso y rizado, y por supuesto castaño. Pero Paco Fuste tenía una cualidad que le había servido para identificarlo del resto de sus paisanos, su forma de ser y actuar. Solo una letra había sido necesaria para que su nombre de pila se transformara en su apodo. Y es que Paco, era conocido en su pueblo, y en varios de la alredorá, como “Poco fuste”

Habría sido un niño normal, con roña las rodillas en verano y  mocos en la nariz en invierno, si no llega a ser porque ya, de vez en cuando, solía actuar de forma bastante  extraña. Como cuando lo veías venir del colegio, con su cartera bajo el brazo, un día de fiesta o de vacaciones, o cuando le preguntábamos: ¿Te vienes a jugar al fútbol? Y él contestaba: No, es que no tengo balón, llevándolo alguno de nosotros en la mano, y qué decir de cuando decidíamos jugar al "pillao" y él buscaba un lugar donde esconderse. Sí, recuerdo que fue una de esas ocasiones, cuando comenzó el cambio que daría lugar a su mote. Aquel día, llevábamos un buen rato jugando a pillarnos y nos dimos cuenta de que él no estaba, comenzamos a buscarlo y lo encontramos detrás de una esquina al final de la calle, ahora no recuerdo quién, pero nunca olvidaré sus palabras: “pero qué haces ahí escondido poco fuste”. Fue en ese mismo momento cuando todos decidimos, sin ni siquiera habérnoslo planteado cambiar la “a” de Paco por la “o” de Poco.

Paco Fuster creció como todos nosotros, y un buen día desapareció. Unos decían, ya se sabe cómo somos en los pueblos, que se había muerto, otros que se había ido a un país lejano, y lo más avispados, que sus padres lo habían enviado a un colegio interno para que dejara de hacer y decir aquellas cosas tan raras, vamos sin fuste. Pero volvió, volvió adolescente perdido, con pelusilla en el bigote y voz de pito a veces, y ronca otras. O sea, que volvió más crecido y con menos fuste, claro está.  Y empezamos a olvidarnos a ratos del balón o la bici, y a pasear con las chicas, y por supuesto, a emparejarnos . Y aquí he de decir que la mayoría, si no todos, envidiábamos a Paco, no por el apellido claro está, si no por su porte, sus facciones casi perfectas. Vamos, que él traía de calle a todas las chicas, y nosotros casi a ninguna. Pero ahí estaba su apodo “Poco fuste”  un día estaba saliendo con una chica y al día siguiente nos decía que ya la había dejado. Nosotros le decíamos que era tonto, pero en el fondo nos alegrábamos, otra más para poder conquistar.

Pasaron los años, y el que más y el que menos, fue consolidando alguna de aquellas parejas que formamos. Todos menos “Poco fuste” que sigue soltero y que yo sepa, sin compromiso. Sigue soltero, pero sigue con sus cosas, sus rarezas, vamos que si hace sol, él saca el paraguas, y cuando llueve suele utilizar un bastón. Que hace frío, mangas de camisa, que hace calor, pues chaquetón. Si en verano, lo ves en la terraza de una heladería, veras que tiene el helado al sol. Que hay campeonato de fútbol, pues hoy va con un equipo y mañana ya cambió. No me digan que no tiene bien puesto el apodo, y con razón.

Sin ir más lejos, la semana pasada, vísperas de San José, Fallas en Valencia, nos juntamos todo el grupo y decidimos ir a pasar el día allí. Pues no sale con que allí habría mucha gente, y él se iba a ir a Madrid, vamos como si en Madrid no hubiera gente. Está claro, el muchacho, el fuste solo lo tiene en el apellido.

LA CALLE OSCURA


La calle del diablo, de la muerte, prohibida… cuántos nombres tenía aquella maldita calle, pero lo más siniestro eran las historias que se contaban sobre ella. Era cierto, que la mayoría eran demasiado fantásticas para ser ciertas, pero de lo que no había duda, era que en aquella calle habían muerto demasiadas personas a lo largo de la historia, y eso hizo que poco a poco aquella calle fuera adquiriendo aquel halo nefasto que la rodeaba.

Estrecha y sombría por el día,  apenas ya nadie se aventuraba a travesarla, pero al llegar la noche, nadie que estuviera en su sano juicio osaba siquiera acercarse a la entrada o salida, según se mirara desde un lado u otro de la misma. Era tal el miedo de los vecinos, que hasta los animales domésticos rechazaban pasar por ella, y era normal verlos rodarla, e  incluso los osados gorriones evitaban sobrevolarla.

Entonces, qué hacía yo allí, plantado en su entrada y mirando hacia su interior, como si algo me llamara la atención, allá en lo más profundo de la oscuridad. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, y abandoné el lugar lo más rápido que me lo permitieron las piernas. Solo cuando había recorrido una veintena de metros volví a detenerme. ¿Por qué huía?  ¿Por qué ese miedo? Me pregunté. Sin pensármelo desanduve mis pasos hasta llegar de nuevo al inicio de la calle. Encendí un cigarro, mientras observaba las señales que a lo largo del tiempo, las gentes habían ido marcando en las esquinas que le daban acceso. Varias cruces de distintos tamaños, en negro unas, en el color de la sangre otras, manchaban con mayor o menor intensidad el blanco de las paredes. Sentencias de muerte, advertencias, unas casi desdibujadas, otras tan recientes como si las hubieran acabado de escribir. Alguien, con dotes de artista, había esbozado una virgen con la serpiente a sus pies. Tanto era el miedo que aquel rincón imprimía en los habitantes del pueblo, que en el suelo se podía ver una gran cruz escarbada en la tierra.

Acabé el cigarrillo y me puse a caminar, esta vez de forma pausada. Mi mente comenzó a buscar los recuerdos. Si no me fallaba la memoria, la primera muerte que había registrada, fue hacia mediados del siglo XVIII, creo recordar que el año fue 1749. El pueblo amaneció con un vecino menos. Apoyado en la pared, no muy lejos de la entrada donde yo había estado fumando, apareció muerto un labriego. Al parecer, era ilógico que estuviera en aquella calle, pues su casa estaba en la parte opuesta del pueblo. Era la primera que está recogida en un texto, pero debió haber  otras antes, pues ya en el escrito la nombran como la calle “maldita”.

No pasaron demasiados años, cuando en una casa que había a la parte alta, una niña de no más de doce años tropezó en el escalón que había para salir a la calle, la mala suerte hizo que se golpeara en la cabeza y falleciera al día siguiente. Después de aquello,  los pobres padres de la niña, tapiaron la puerta y las ventanas de la vivienda, y le dieron salida a otra calle.

En el siguiente suceso, el más sangriento, los muertos se contaron por decenas, eran tiempos de guerra. Franceses y españoles se midieron las fuerzas en ella. Los primeros, confiados, se adentraron en formación. Los segundos, los nacionales, les habían preparado un emboscada y a pedradas, golpes de porras, navajazos, y hasta con los dientes acabaron con el grupo de invasores. La sangre de unos y otros terminó por teñir de rojo el suelo. Si no hubiera sido por los uniformes, hubiera sido difícil diferenciar a los muertos.

¿Cuánto tiempo había pasado?, diez, veinte años, y otra muerte extraña, sangrienta, traía al recuerdo de los habitantes del pueblo las anteriores, y de nuevo, el miedo, un poco olvidado, a pasar por ella volvía a instalarse en los vecinos.

Mujeres, muchachas casi niñas, muertas en desagradables circunstancias. Hombres, jóvenes o viejos, que había osado acortar el camino y desafiar las maldiciones aparecían de cuando en cuando muertos en aquel corto trayecto marcado por cuatro esquinas.

Seguía caminando, y el recuerdo de algunas de aquellas muertes me iba introduciendo un frío intenso en lo más profundo de mi cuerpo. Un niño, de pocos meses que apareció, en brazos de su madre también sin vida. Aquel tullido, que según las marcas, había recorrido media calle saltando sobre su única pierna, y que acabó boca abajo con la cabeza abierta a menos de diez metros de la salida. Aquel hombre rudo, malcarado, al que muchos temían y que apareció encogido, abrazado a sus propias piernas, con claras señas de haber llorado y sueltas las tripas.

¿Qué ocurría en aquella calle? Nadie,  ni siquiera los entusiastas de los fenómenos extraños, esos que de vez en cuando aparecían por el pueblo, con grabadoras de imagen y sonido, habían conseguido descifrar el misterio, el maleficio, la casualidad… la maldita casualidad que daba lugar a tanta muerte.

Sigo caminando, el silencio de la noche, solo roto por el sonido de mis pausados pasos, y el ladrido lejano de algún perro. Sigo caminando y recordando muertes ilógicas, inexplicables… La última, no hacía todavía tres años. Una pareja de jóvenes, dieciocho años recién cumplidos ella, dos más él. Poco después de anochecer, alguien los había visto paseando por calles céntricas del pueblo. Al día siguiente, fríos, abrazados y muertos. Las malas lenguas, siempre tienen algo sobre lo que hablar, pero según los que los encontraron, allí, entre aquellos dos cuerpos solo había amor. Amor hasta la muerte.

Sigo caminando y de pronto… el silencio de la noche, es tan espeso que ni mis pasos lo rompen, me detengo a escuchar, el perro también ha dejado de ladrar. Algo extraño pasa a mi alrededor, que no acierto a entender. Me detengo, y no reconozco el lugar. De pronto, un escalofrío intenso recorre mi cuerpo. Me hallo en mitad de la maldita calle ¿Cómo he llegado aquí? Intento pensar fríamente, pero sigo paralizado. Un olor desagradable, que no acierto a reconocer flota en el aire. Avanzo dos pasos, pero un ruido a mi espalda me hace girar.  Intento hablar, pero la voz no sale de mi garganta. Intento ahuyentar el miedo que me agarrota y vuelvo a caminar, ahora de espaldas hacía la salida que había elegido. Tropiezo, la caída me produce un ligero escozor en la rodilla, que intento ignorar. Palpo el suelo, una piedra, de buen tamaño, me ha hecho perder el equilibrio, la cojo y me levanto. Tenerla en la mano, me hace sentirme un poco más seguro. Vuelvo a iniciar mis pasos hacia la salida, noto el dolor en la rodilla y la humedad de la sangre. Varios pasos más y habré salido de la oscuridad, de la calle.

5 meses después

A veces dudo, si no habría sido mejor morir en aquella maldita calle. Llevo casi cinco meses luchando con el absurdo, jurando y volviendo a jurar que yo no lo maté. Pero, quién va a creerme, si todo indica que aquel día, y en aquel momento solo estábamos él y yo. Sí, el que apareció muerto en un rincón de la calle y yo que para mi suerte, quizás mi mala suerte, conseguí salir con vida.

He dado mil vueltas a la situación, he intentado explicarles a todos, creo que ni mi abogado me cree, que el ruido que oí, debía ser aquel pobre desgraciado muriéndose. Que yo solamente, no vi nada, pero me asusté, que en mi huida, caí y me herí en la rodilla. Que las huellas de la piedra eran mías, sí, pero la cogí al caer para protegerme, pues había escuchado un ruido a mi espalda. Quién va a creerme, si la piedra, esa maldita piedra no lleva mi sangre, si no la suya.

Sí, al final, la calle oscura, la “calle Maldita” se cobró una vida, o quizás en esta ocasión, se haya cobrado dos.

EL JARDÍN DE LAS ROSAS


de la página del Real Jardín Botánico de Madrid




Acabó de cenar y salió al patio, habían pasado diez años,  pero recordaba aquella noche como si fuera la misma, la había recordado tantas veces, que nunca olvidaría ni los más pequeños detalles.

La vio allí tendida, como si aún estuviera sobre el lecho. Había conseguido echar a las vecinas, sabía que le criticarían por ello, pero aquella noche le daba todo igual, lo único que deseaba era estar con ella en silencio. Le había puesto el vestido de novia. Su madre le dijo que el vestido le haría falta a la niña en unos años, y él, encendido de rabia, le contestó que la niña vestiría otro. No quiso vestirla de negro, bastante la había visto enlutada por la muerte de sus suegros. Le soltó el pelo y lo extendió sobre sus hombros. Luego salió al patio y, una a una, fue cortando todas las rosas del jardín para deshojarlas junto a su cuerpo. 

Apagó los cirios, el olor a cera quemada le hacía sentir náuseas. Poco a poco, el olor de los pétalos fue anulando el de las velas. Su mente comenzó a viajar hacia atrás, recordaba el día que había vuelto, de ver cómo iba el campo para la siembra. La encontró con la azuela cavando en el patio.

- ¿Qué haces con esa herramienta? No ves que te vas a hacer daño –le dijo a modo de sorna.

Ella le dio un empentón, y siguió a lo suyo. Él le acarició la espalda y le sujetó los brazos, suavemente le cogió la azuela y se puso a cavar. Cuando cogió el primer rosal para plantarlo, no pudo evitar una maldición, se había clavado una espina en la mano. 

- Por eso no quería que lo hicieras tú, sabía que terminarías diciendo tacos.

Él, a modo de escusa, dijo que se había pinchado, y ella le enseñó sus manos, varias diminutas heridas enrojecían sus palmas.

-Yo todavía no he dicho ninguno.

Entonces él la cogió y la acercó hasta el cubo del agua, suavemente le lavó las manos y se las besó. Nunca más volvió a decir un taco cuando le ayudaba a podar los rosales, ella siempre bromeaba antes de comenzar la poda: 

- ¡Cuidado! Ya sabes que no te puedes pinchar.

- Pincharme sí, lo que no puedo es quejarme.

- Bueno, te dejaré que digas un pequeño ¡ay! –añadía riéndose.

Luego el llanto había nublado sus recuerdos, y se quedó sumido en un denso dolor un buen rato. No sabía cuánto tiempo había pasado, cuando notó que alguien abría la puerta de la calle. Su madre y su hija se recortaron a contraluz ante la entrada de la habitación.

- La niña quiere estar contigo –fueron las secas palabras de la abuela.

Él estiró el brazo a modo de afirmación, y su hija se acercó junto al lecho, en la sombra que proyectaba su madre sobre el suelo, notó una sacudida de la cabeza, la pobre mujer no entendía aquella situación. Poco a poco los pasos cansinos de la anciana se fueron alejando. 

- Dejaré la puerta de mi casa abierta, para cuando la niña quiera volver, mañana será un día largo para todos –aseveró desde el pasillo.

Después de un largo silencio, la niña se atrevió a hablar:

- ¿Está dormida? –preguntó.

Él, sólo atinó a contestar moviendo la cabeza, y apretando un poco más a su hija. Luego la niña le había dicho que se quería ir, la acompañó hasta la puerta, la abuela vivía al otro lado de la calle, apenas dos puertas más arriba.

Volvió a mirar la oscuridad de la noche, habían pasado diez años, pero… las estrellas, las  mismas estrellas iluminaban todo el patio. Ella no se encontraba en ninguna. Dio una onda calada al cigarrillo, el humo le escoció en los ojos y el pecho. Algún día dejaré de matarme con esta mierda, pensó una vez más antes de lanzarlo al suelo y pisarlo con fuerza. Entonces notó que la puerta del patio se abría tras él. Aquella niña de apenas diez años, se había convertido en toda una mujer. Solo ella, había impedido que él siguiera a su mujer. Se sintió cobarde al pensarlo, pero también dichoso al no haber abandonado a su hija.

- ¿Cuándo me lo vas a decir? –fueron las únicas palabras de la muchacha al acercarse.

- ¿Cuándo te voy a decir, el qué? –preguntó él, sin saber a qué se refería su hija.

- ¿En qué rincón está mamá? –añadió la muchacha agarrándose al brazo de su padre.

Un pequeño temblor comenzó a moverle el labio inferior, agarró a su hija rodeándola con el brazo. Temía que ella le llenara de reproches. Al final, con todo el cuerpo temblando sólo pudo decir:

- En el centro del jardín.

En ese momento los temblores cesaron, un gran alivio le llenó de paz.

- ¿Desde cuándo lo sabes? -preguntó.

La muchacha le contó, como muchas veces había oído a su abuela cuchichear en el patio, también la había visto santiguarse más de una vez, entonces se dio cuenta, su abuela no cuchicheaba, rezaba. Además su padre salía al patio cada noche, independientemente del tiempo que hiciera, y también hablaba solo en mitad de la oscuridad. Luego recordó a su madre en el lecho rodeada de rosas, fue atando cabos, y dedujo que siempre había estado allí mismo. 

El padre la apretó un poco más.

- ¿La abuela lo sabía? –preguntó un poco incrédulo.

- Sí, tú no eres el único que sabe guardar secretos. Supongo que no lo veía bien.

- Nunca podría haberla dejado allí, lejos, en el silencio del camposanto, bajo una losa dura y fría. Aquí al menos, está en su casa, en el jardín que ella creó.

Padre e hija guardaron silencio durante unos minutos, ambos rezaban ante aquel jardín de rosas, y bajo un cielo, que al igual que aquella noche, estaba preñado de estrellas.