EL OBSERVADOR

 

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Llevo unas horas dudando si contar o no lo que me pasó hace unos días. Y al fin he decidido hacerlo. Iba paseando por una ciudad, no diré la ciudad, ni tampoco qué hacía en ella, pues la situación hubiera sido la misma, sin depender de la ciudad, ni del motivo de mi visita. Al menos eso pienso yo.

Como iba diciendo, caminaba por la ciudad, cuando llegué a una pequeña placeta. He de decir que, a pesar de su poca amplitud, convergían en ella varias calles, y tenía una especial belleza por los edificios que la conformaban. Miraba yo aquí y allá, cuando vi un individuo que, con la vista levantada, observaba un punto elevado en el edificio que tenía delante. Yo que también soy curioso por naturaleza, sin ánimo de molestarlo, me fui acercando lentamente, y cuando estaba a unos pasos, me puse a mirar también hacia el mismo lugar.

He de reconocer que, quizás debido a mi vista, yo no lograba ver nada que llamara mi atención, así que pasado, más o menos un minuto, decidí volver a caminar. Mi sorpresa fue que, al darme la vuelta, yo no era el único que acompañaba a aquel señor. A nuestro alrededor, varias personas más, miraban hacia aquel punto concreto en la parte alta del edificio. Lo que me llevó, momentáneamente, a volver otra vez la vista a lo alto. Digo momentáneamente, porque mi decisión de no seguir perdiendo el tiempo ya estaba tomada. Así que, continué caminando. Se me ha pasado decir, que la parte de la ciudad en la que me encontraba, era la más antigua, por lo que mis pasos discurrían por callejuelas y recovecos llenos de un cierto encanto. Mi sorpresa fue cuando al cabo de unos minutos, no puedo asegurar si fueron diez, quince, o tal vez veinte, me encontré de nuevo con la misma plazuela, y mi sorpresa fue todavía mayor al contemplar que el número de personas que miraban, tranquilamente, hacia lo alto del edificio había aumentado considerablemen-te. Si bien todos no lo hacían de forma silenciosa, pues alguna que otra charlaba con la de al lado, una madre que regañaba a su inquieto pequeño, porque no le dejaba observar tranquila y algunos, como no, recogían el momento con las cámaras de sus móviles.

Como dije antes, yo que soy curioso, no pude evitar acercarme a una de las que estaban próximas a mí, y le pregunté qué miraba. Pero tampoco debía ver nada, pues haciendo un gesto raro, volvió a mirar hacia arriba. Ahora que lo pienso, igual era extranjero y no me entendía. El caso es que yo seguía con mi runrún, de que si tanta gente estaba mirando, debía haber algo interesante, por lo que ni corto ni perezoso, poco a poco fui sorteando a unos y otros, y me coloqué junto a aquel individuo que estaba solo cuando yo llegué por primera vez a la placeta. Y apretándole suavemente en el antebrazo, le susurré al oído que qué miraba. Mi sorpresa fue mayúscula cuando noté que estaba rígido y frío. Ahí es cuando comencé a sospechar que, a pesar de su apariencia real, era muy raro que no le hubiera notado, al menos, un ligero movimiento, un pequeño cambio de posición…

¡Joder, si es una escultura! Fueron las palabras que se formaron en mi mente, pero no llegaron a salir por mi boca, al mirar hacia abajo y ver que sus zapatos formaban parte de una base rígida sujeta al suelo con unos hermosos tornillos.

Poco a poco, procurando no molestar al grupo variopinto que había a nuestro alrededor, al menos cincuenta personas, fui abandonando el lugar. Acababa de salir de la placeta y de aquella situación tan particular, cuando en mi mente surgió una duda: «¿Cuánto más avanza la humanidad, menos avanza el ser humano?»


SIN RECUERDOS

 

Imagen de Tumisu en Pixabay

¿Qué hago aquí? Detenido.  Mis pies inmóviles, los brazos caídos. Miro a ambos lados y la gente camina ensimismada, concentrada en sus propios pensamientos, en sus conversaciones telefónicas. No sé cuánto tiempo llevo parado. Intento, de forma infructuosa, saber de dónde vengo, a dónde voy. Mi instinto me dice que debo continuar, que es peligroso seguir aquí estancado, y giro la cabeza buscando un punto determinado hacia dónde dirigirme. En las proximidades, veo un paso de peatones. Me dirijo hasta él. La gente comienza a cruzar, y yo sigo sus pasos. Levanto la cabeza y observando sus espaldas, intuyo que tienen una meta clara, sus trabajos, sus casas, el lugar de encuentro con sus amantes. La duda me invade de nuevo y me detengo, giro, he de volver. Algunas personas me miran extrañadas sin detenerse.

Vuelvo al punto donde estaba detenido. En mi cabeza ha surgido una idea, tal vez recorriendo el camino en sentido contrario pueda recordar de dónde vengo. Camino observando cada detalle: comercios, portales, cada calle que surge en el camino. Nada me ayuda, nada me trae recuerdos pasados. Vuelvo a detenerme. Otra duda, ¿y si he cogido la dirección contraria? ¿Y si fui consciente de mi parada justo después de girar? La duda me ha hecho volver sobre mis pasos.

Estoy otra vez en el punto de partida. Los mismos escaparates, portales, entradas a garajes que nada me dicen. Busco en los rostros, casi siempre esquivos, una sonrisa, un saludo que no encuentro, y una angustia que no tenía, comienza a apoderarse de mí. Una parada de autobús llama mi atención. Me acerco. Con ánimo renovado, comienzo a leer las paradas de cada línea. Poco a poco la frustración vuelve sobre mí, impotente caigo rendido en el banco que hay bajo la marquesina. Cierro los ojos y apoyo los antebrazos en las piernas.

Un fuerte ruido me sobresalta y me hace abrir los ojos. Ante mí aparece la publicidad que cubre el lateral del autobús, es una imagen que he visto cientos de veces. Miro hacia la parte delantera del vehículo, el número 7 me indica que es el que yo he de coger. Me apresuro a tomarlo. El conductor me saluda mientras yo busco el abono en el bolsillo de la camisa. Sentado junto a la ventanilla, el corazón poco a poco va relajando su latido enloquecido, y yo, maldigo haberme quedado de nuevo, dormido en la parada del autobús.


NUNCA TE OLVIDARÉ

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Iba a arrugar aquella nota y tirarla a la basura. Iba a tirarla, pero se detuvo. «Nunca te olvidaré». Sus manos comenzaron a temblar ¿Qué hacía aquella nota en un bolsillo de la chaqueta de su marido? Volvió a fijar la mirada en aquellas tres palabras. La letra era elegante, redondeada, la tinta negra había perdido intensidad, y el papel había comenzado a amarillear. Bajo las tres palabras, un pequeño corazón dibujado. Con rabia, lanzó la nota sobre la cama, y comenzó a mirar en el resto de las prendas que había en el armario, mientras que sus labios y su mente repetían la misma frase: «no puede ser». No encontró ninguna más, pero su intuición le decía que siguiera buscando.

La segunda la encontró entre las páginas del libro que había encima de la mesita. Era un libro que su marido, a menudo, volvía a releer. El mismo tipo de papel, la misma letra, otra frase diferente: «Tu presencia me llena de vida». Con los puños apretados, gritó con todas sus fuerzas.

Con los ojos anegados de lágrimas y agotada, se sentó en la cama. Junto a ella había cinco notas desdobladas. Se sentía engañada, humillada, rota. Su matrimonio al igual que el de varias de sus amigas, había terminado siendo una farsa.

Abstraída en sus pensamientos, ni siquiera oyó que su marido acababa de llegar. Cuando él abrió la puerta, ella seguía sentada en la cama. El desorden de la habitación lo dejó paralizado unos segundos antes de entrar. Poco a poco se fue acercando a ella. Se agachó, y sacando un pañuelo, le secó las lágrimas. Ella, lo miró de forma extraña ¿Quién eres? No te conozco. —fueron sus únicas palabras. Él, le ayudó a levantarse, y abrazándola la besó delicadamente en la frente.

—Bajemos al comedor —dijo él guiándola del brazo.

Él, antes de cerrar la puerta de la habitación, miró de nuevo aquellas notas sobre la cama. Pensó, como otras veces, que debería deshacerse de ellas, pero inmediatamente desechó la idea. Quizás, algún día, ella, en esos momentos de lucidez, también reconocería su letra.