Se había
levantado temprano, y después de despejarse lavándose la cara con abundante
agua fría, se puso un pantalón corto y una blusa. Se calzó las zapatillas de
deporte y como todos los días, caminó hasta la última casa del pueblo a buen
paso. A partir de allí comenzaba su media hora corriendo de forma rítmica.
La mañana estaba
fresca y al principio del trayecto sintió un poco de frío, que poco a poco fue
abandonándole con el calor del ejercicio. El sol todavía bajo, llenaba el
camino de luces y sombras alargadas. Y el relente de la mañana evitaba que sus
pisadas levantaran el polvo del camino.
Le gustaba salir
temprano, pues era cuando menos sufría su cuerpo, y el ambiente estaba más
limpio. Solía correr prestando atención a todos los ruidos que se producían a
su paso. La huida de algún animalillo asustado, el ladrido lejano de los
perros, su propia respiración, y el sonido que producían sus zancadas al
golpear la tierra bajo sus pies, parecían ayudarle a concentrarse en aquella
tarea matutina, correr para luego sentirse con energía el resto del día.
Miró el reloj. Ya
hacía casi media hora que corría. Su ritmo y sus pulsaciones estaban dentro de
sus parámetros habituales. A penas le faltaba un kilómetro para llegar a la
ermita. Allí solía parar para relajarse y repasar la jornada que tenía por
delante. Se tomaba su tiempo, en aquel repaso que luego le serviría para tener
organizado todo el día. Lo que no entendía, era como luego a pesar de las horas
que iban pasando, podía recordar también aquella planificación que había creado
al principio de la mañana.
Con aquellos
pensamientos llegó hasta los muros de la ermita. Como era habitual, buscó el
rincón donde resguardaba, no le gustaba enfriarse demasiado rápido. Y comenzó a
construir su agenda mental.
Hacía unos
minutos que había terminado, sacó su botella de la mochila y bebió agua, era
otra costumbre, un trago pequeño al llegar y un buen trago para marcharse, pero
antes se agachó para atarse bien el cordón de la zapatilla, hacía un rato que
lo había notado un poco suelto. Cuando estaba atándolo aparecieron, en su
reducido campo de visión, unas piernas. No había oído ruido, y se sobresaltó.
En los varios años que llevaba corriendo hasta la ermita, nunca se había
encontrado a nadie a aquellas horas. Normalmente, era al regreso por el camino,
cuando se cruzaba con algún vecino.
Al levantarse y
ver el rostro que tenía delante, un escalofrío recorrió su cuerpo. A pesar de
su edad, era una mujer guapa, pero su tez blanca, contrastaba demasiado con sus
vestiduras negras.
- Siento haberte
asustado – fueron su primeras palabras.
Ella hizo un
gesto con la mano como para quitarle importancia, mientras pensaba que el color
de su piel se debería a alguna enfermedad.
- ¡Buenos días!
No suelo encontrarme con demasiada gente en este lugar, por eso me he asustado.
– dijo para quitar importancia a su sorpresa.
- Sí, a mí
también me ha resultado extraño encontrar a alguien. ¿Sueles venir a menudo?
- Todos los
días, salvo los fines de semana.
Se volvió hacia
el poyete donde había estado sentada, y recogió su pequeña mochila. Antes de
que pudiera despedirse, la mujer le peguntó si podía acompañarla de regreso al
pueblo. La petición le resultó incómoda, pero trató de disimularlo y respondió
afirmativamente. Caminaron los primeros metros en silencio, lentamente, hasta
que la desconocida lo rompió de forma inesperada.
- Te llamas
Luisa ¿Verdad?
Aquello la
desconcertó más aún. ¿Cómo sabía aquella mujer su nombre? Nunca la había visto,
ni siquiera de lejos. Es más no creía que fuera del pueblo.
- El pueblo es
bonito ¿Verdad? –aquello le confirmó que no era de allí.
- Sí, no es muy
grande y tiene su encanto. Yo vine hace
años y no me marché. Me gusta la tranquilidad, la gente sencilla. –fue su
contestación.
- ¿Caminas
siempre sola?
Y antes de
esperar la contestación le preguntó si estaba casada. Ella a pesar de la
indiscreción de la mujer, contestó con una doble afirmación.
- Pero caminas
sola –volvió a insistirle.
- Sí, mi marido
no es de andar. Se ha quedado en casa.
Mintió, mintió
como una colegiala, y sus mejillas se sonrojaron ante aquellas palabras que
salieron de su boca sin pensar. Sabía qsue él estaba lejos, lejos del pueblo y
de ella. Sabía que estaría lejos para siempre, aunque volviera. Un amargor de
bilis le ascendió hasta la garganta y
tuvo que detener el paso. Él se había marchado antes de salir el sol, y
ahora, mientras ella mentía a una desconocida, él estaría en brazos de su
amante. Estuvo a punto de decir la verdad, pero calló. Paró y bebió agua de
nuevo.
La mujer había
avanzado varios pasos y se detuvo también. Se giró y volvió a preguntarle:
- ¿Estás bien?
No deberías beber agua.
- Sí.
Volvió a mentir.
Un sabor amargo se le había instalado en el pecho y le oprimía cortándole la
respiración. La mujer se acercó al ribazo y cortó una amapola. Retrocedió y se
la ofreció.
- ¿Por qué me la
das? – preguntó.
La mujer la miró
fijamente. Sintió frío ante aquella mirada y apartó los ojos
- Si no te gusta
tírala –fueron sus palabras y comenzó a caminar.
Ella
avergonzada, la siguió hasta alcanzarla. Llegaron a lo alto del camino.
Desde allí, las paredes de algunas casas
blanqueaban por la luz del sol que comenzaba a tomar altura en el cielo. De
nuevo sintió presión en el pecho. Apenas si podía respirar y volvió a
detenerse.
- No llegarás al
pueblo –fueron sus siguientes palabras.
Ella, a pesar de
estar doblada por el intenso dolor, levantó la vista y la miró extrañada.
- Todavía no te
has dado cuenta de que te mueres.
Aquellas
palabras y el dolor insoportable hicieron que tuviera que sentarse en mitad del
camino. La mujer se colocó delante evitando que los rayos de sol le molestaran,
pues ya comenzaban a calentar, pero guardó silencio. Cuando recuperó las
fuerzas, le preguntó por qué había dicho aquello, pero tampoco obtuvo
respuesta. Solo pasados unos largos minutos, le extendió la mano y dijo:
- Vamos,
continuemos el camino, aún puedes acercarte un poco más al pueblo.
Aceptó su ayuda
e intentó no darle importancia a aquellas palabras desagradables. Poco a poco
la distancia hasta el pueblo se iba acortando. A penas un kilómetro les
separaba de las primeras casas, cuando el dolor volvió a dejarla sin
respiración, y tuvo que apoyarse en la extraña.
- ¿Aún no lo
entiendes?
- ¿Qué es lo que
no entiendo? –a duras penas consiguió preguntar.
- Ese dolor que
te oprime, que te asfixia. Estás envenenada.
-¿Qué?
–se oyó preguntar, mientras se nublaba su vista y sus sentidos.
Cuando
volvió a recuperarse, la mujer estaba sentada en una piedra y ella estaba
recostada en el ribazo.
-
¿Sabes? No solo está con ella. Esta noche, cuando dormías, él lo ha preparado
todo. No ha sido difícil, eres muy previsible. Sabía que como todos los días
saldrías a correr, y llevarías tu bidón de agua. Lo ha planeado junto a ella
durante semanas. No ha dejado rastro. Cuando te hagan la autopsia, ninguna
sustancia extraña aparecerá en los resultados. La muerte será por infarto. Ya
sabes, por el ejercicio.
Ella
sintió de un nuevo el dolor en el pecho, pero tal vez ya no fuera por el mismo
motivo. Siempre había tenido la esperanza de que aquello solo fuera una
aventura, que no tardaría en volver a su lado.
- Te ofrezco una oportunidad –le dijo
levantándose- Si coges mi mano te ayudaré a vengarte.
-
¿Vengarme?
-
Sí, puedes vivir unas hora más. Coge mi mano y podrás llegar al pueblo. No te
puedo salvar, pero puedes falsear las pruebas envenenando el agua y tu cuerpo
con el veneno para ratas que el compró hace unos días. Tú morirás, pero él no
saldrá impune. Coge mi mano –repitió, esta vez con más ímpetu.
Pero
ella, llevó su mano a su corazón. No para aplacar el dolor, si no queriendo sentir aquel amor que todavía
existía dentro, a pesar de no ser correspondido. Poco a poco sus ojos
comenzaron a cerrarse. Ante ella, vestida de negro y apoyada en su guadaña
estaba la Muerte.