UNA EXTRAÑA EN EL CAMINO



Se había levantado temprano, y después de despejarse lavándose la cara con abundante agua fría, se puso un pantalón corto y una blusa. Se calzó las zapatillas de deporte y como todos los días, caminó hasta la última casa del pueblo a buen paso. A partir de allí comenzaba su media hora corriendo de forma rítmica.
La mañana estaba fresca y al principio del trayecto sintió un poco de frío, que poco a poco fue abandonándole con el calor del ejercicio. El sol todavía bajo, llenaba el camino de luces y sombras alargadas. Y el relente de la mañana evitaba que sus pisadas levantaran el polvo del camino.
Le gustaba salir temprano, pues era cuando menos sufría su cuerpo, y el ambiente estaba más limpio. Solía correr prestando atención a todos los ruidos que se producían a su paso. La huida de algún animalillo asustado, el ladrido lejano de los perros, su propia respiración, y el sonido que producían sus zancadas al golpear la tierra bajo sus pies, parecían ayudarle a concentrarse en aquella tarea matutina, correr para luego sentirse con energía el resto del día.
Miró el reloj. Ya hacía casi media hora que corría. Su ritmo y sus pulsaciones estaban dentro de sus parámetros habituales. A penas le faltaba un kilómetro para llegar a la ermita. Allí solía parar para relajarse y repasar la jornada que tenía por delante. Se tomaba su tiempo, en aquel repaso que luego le serviría para tener organizado todo el día. Lo que no entendía, era como luego a pesar de las horas que iban pasando, podía recordar también aquella planificación que había creado al principio de la mañana.
Con aquellos pensamientos llegó hasta los muros de la ermita. Como era habitual, buscó el rincón donde resguardaba, no le gustaba enfriarse demasiado rápido. Y comenzó a construir su agenda mental.
Hacía unos minutos que había terminado, sacó su botella de la mochila y bebió agua, era otra costumbre, un trago pequeño al llegar y un buen trago para marcharse, pero antes se agachó para atarse bien el cordón de la zapatilla, hacía un rato que lo había notado un poco suelto. Cuando estaba atándolo aparecieron, en su reducido campo de visión, unas piernas. No había oído ruido, y se sobresaltó. En los varios años que llevaba corriendo hasta la ermita, nunca se había encontrado a nadie a aquellas horas. Normalmente, era al regreso por el camino, cuando se cruzaba con algún vecino.
Al levantarse y ver el rostro que tenía delante, un escalofrío recorrió su cuerpo. A pesar de su edad, era una mujer guapa, pero su tez blanca, contrastaba demasiado con sus vestiduras negras.
- Siento haberte asustado – fueron su primeras palabras.
Ella hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia, mientras pensaba que el color de su piel se debería a alguna enfermedad.
- ¡Buenos días! No suelo encontrarme con demasiada gente en este lugar, por eso me he asustado. – dijo para quitar importancia a su sorpresa.
- Sí, a mí también me ha resultado extraño encontrar a alguien. ¿Sueles venir a menudo?
- Todos los días, salvo los fines de semana.
Se volvió hacia el poyete donde había estado sentada, y recogió su pequeña mochila. Antes de que pudiera despedirse, la mujer le peguntó si podía acompañarla de regreso al pueblo. La petición le resultó incómoda, pero trató de disimularlo y respondió afirmativamente. Caminaron los primeros metros en silencio, lentamente, hasta que la desconocida lo rompió de forma inesperada.
- Te llamas Luisa ¿Verdad?
Aquello la desconcertó más aún. ¿Cómo sabía aquella mujer su nombre? Nunca la había visto, ni siquiera de lejos. Es más no creía que fuera del pueblo.
- El pueblo es bonito ¿Verdad? –aquello le confirmó que no era de allí.
- Sí, no es muy grande y  tiene su encanto. Yo vine hace años y no me marché. Me gusta la tranquilidad, la gente sencilla. –fue su contestación.
- ¿Caminas siempre sola?
Y antes de esperar la contestación le preguntó si estaba casada. Ella a pesar de la indiscreción de la mujer, contestó con una doble afirmación.
- Pero caminas sola –volvió a insistirle.
- Sí, mi marido no es de andar. Se ha quedado en casa.
Mintió, mintió como una colegiala, y sus mejillas se sonrojaron ante aquellas palabras que salieron de su boca sin pensar. Sabía qsue él estaba lejos, lejos del pueblo y de ella. Sabía que estaría lejos para siempre, aunque volviera. Un amargor de bilis le ascendió hasta la garganta y  tuvo que detener el paso. Él se había marchado antes de salir el sol, y ahora, mientras ella mentía a una desconocida, él estaría en brazos de su amante. Estuvo a punto de decir la verdad, pero calló. Paró y bebió agua de nuevo.
La mujer había avanzado varios pasos y se detuvo también. Se giró y volvió a preguntarle:
- ¿Estás bien? No deberías beber agua.
- Sí.
Volvió a mentir. Un sabor amargo se le había instalado en el pecho y le oprimía cortándole la respiración. La mujer se acercó al ribazo y cortó una amapola. Retrocedió y se la ofreció.
- ¿Por qué me la das? – preguntó.
La mujer la miró fijamente. Sintió frío ante aquella mirada y apartó los ojos
- Si no te gusta tírala –fueron sus palabras y comenzó a caminar.
Ella avergonzada, la siguió hasta alcanzarla. Llegaron a lo alto del camino. Desde  allí, las paredes de algunas casas blanqueaban por la luz del sol que comenzaba a tomar altura en el cielo. De nuevo sintió presión en el pecho. Apenas si podía respirar y volvió a detenerse.
- No llegarás al pueblo –fueron sus siguientes palabras.
Ella, a pesar de estar doblada por el intenso dolor, levantó la vista y la miró extrañada.
- Todavía no te has dado cuenta de que te mueres.
Aquellas palabras y el dolor insoportable hicieron que tuviera que sentarse en mitad del camino. La mujer se colocó delante evitando que los rayos de sol le molestaran, pues ya comenzaban a calentar, pero guardó silencio. Cuando recuperó las fuerzas, le preguntó por qué había dicho aquello, pero tampoco obtuvo respuesta. Solo pasados unos largos minutos, le extendió la mano y dijo:
- Vamos, continuemos el camino, aún puedes acercarte un poco más al pueblo.
Aceptó su ayuda e intentó no darle importancia a aquellas palabras desagradables. Poco a poco la distancia hasta el pueblo se iba acortando. A penas un kilómetro les separaba de las primeras casas, cuando el dolor volvió a dejarla sin respiración, y tuvo que apoyarse en la extraña.
- ¿Aún no lo entiendes?
- ¿Qué es lo que no entiendo? –a duras penas consiguió preguntar.
- Ese dolor que te oprime, que te asfixia. Estás envenenada.
-¿Qué? –se oyó preguntar, mientras se nublaba su vista y sus sentidos.
Cuando volvió a recuperarse, la mujer estaba sentada en una piedra y ella estaba recostada en el ribazo.
- ¿Sabes? No solo está con ella. Esta noche, cuando dormías, él lo ha preparado todo. No ha sido difícil, eres muy previsible. Sabía que como todos los días saldrías a correr, y llevarías tu bidón de agua. Lo ha planeado junto a ella durante semanas. No ha dejado rastro. Cuando te hagan la autopsia, ninguna sustancia extraña aparecerá en los resultados. La muerte será por infarto. Ya sabes, por el ejercicio.
Ella sintió de un nuevo el dolor en el pecho, pero tal vez ya no fuera por el mismo motivo. Siempre había tenido la esperanza de que aquello solo fuera una aventura, que no tardaría en volver a su lado.
 - Te ofrezco una oportunidad –le dijo levantándose- Si coges mi mano te ayudaré a vengarte.
- ¿Vengarme?
- Sí, puedes vivir unas hora más. Coge mi mano y podrás llegar al pueblo. No te puedo salvar, pero puedes falsear las pruebas envenenando el agua y tu cuerpo con el veneno para ratas que el compró hace unos días. Tú morirás, pero él no saldrá impune. Coge mi mano –repitió, esta vez con más ímpetu.
Pero ella, llevó su mano a su corazón. No para aplacar el dolor,  si no queriendo sentir aquel amor que todavía existía dentro, a pesar de no ser correspondido. Poco a poco sus ojos comenzaron a cerrarse. Ante ella, vestida de negro y apoyada en su guadaña estaba la Muerte.

LA MUJER DEL PARQUE



Como siempre, el temor de no encontrarla al dar la vuelta al seto, le invadió de inseguridad, pero esta desapareció inmediatamente al verla sentada en el banco. Su estado de ánimo cambio, e incluso sus pasos se aceleraron poco a poco, pero su satisfacción solo fue total cuando, desde la distancia, la reconoció. Siempre albergaba la pequeña duda de que no fuera ella.

Ahora, disminuyó sus pasos y se fue acercando despacio, relajando su respiración, disfrutando de la tranquilidad que se reflejaba en el rostro de la mujer. Al llegar, se descubrió la cabeza y tomó asiento, después de dejar el sombrero a un lado, puso la mano sobre la de la mujer y comenzó a hablarle.

Cuánto tiempo llevaba haciendo aquel ritual, meses, años... no lo tenía claro, su edad se lo impedía, pero recordaba la primera vez que la vio, como si hubiera sido aquella misma mañana. Estaba allí sentada, con la mirada perdida, y él se quedó un buen rato observándola, hasta que decidió sentarse a su lado. Los primeros días, el tema de la conversación solía ser el tiempo: “parece que va a llover”, “¡Qué día tan bueno hace!”… había días que no se atrevía a sentarse a su lado. Esos días, utilizaba el otro camino, y elegía un banco más alejado. Desde allí, ensimismado la observaba, sin atreverse a acercarse. Luego poco a poco, sus encuentros fueron a más, hasta que se convirtieron en habituales y diarios. También los temas dejaron de ser superficiales para hacerse más interesantes, más intensos. Él comenzó a hablarle de sus gustos, de sus aficiones, de lo que había hecho a lo largo de su vida y de lo que le gustaría hacer en un tiempo próximo. 

Aquella amistad, que había comenzado un simple día en un banco de piedra del parque, había ido creciendo, y ahora… él no sería capaz de pasar un día sin su compañía, sin aquellas charlas que en un principio solían ser de pocos minutos, pero que ahora duraban varias horas. Cuando estaban juntos, el tiempo parecía ir mucho más deprisa, parecía que acababa de llegar y ya era hora de volver a casa.

Nunca se hubiera imaginado sentir tanto por otra persona, que no fueran sus padres, su esposa o sus hijos, pero allí estaba día tras día, al lado de una mujer que en realidad era una extraña. Su vida dejaría de tener sentido, si no fuera por aquellos momentos en el parque, momentos que podían ser felices o tristes, dependiendo del tema de la charla, de su estado de ánimo, de sus recuerdos… Desde que su mujer se fue, no había encontrado nadie con quien compartir aquellos momentos de su vida, lo intentó con sus hijos, pero ellos tenían sus propias vidas, sus problemas… además estaba la distancia, sus hijos vivían en otras ciudades. Lo intentó con sus amigos, e incluso buscó amistades nuevas, pero a esa edad, los amigos prefieren contar sus historias, sus sueños, sus deseos, antes que escuchar los de los demás. Pero ella le dejaba hablar, ella le sabía escuchar. Ni siquiera se enfadaba cuando le hablaba de su mujer o sus hijos, algo que a otras mujeres les hubiera irritado.

Como cada día, al levantarse, mientras que se preparaba el desayuno, había ido buscando el tema de conversación. Lo hacía desde algún tiempo, así no tenía que improvisar y le ayudaba a no repetir demasiado. Buscaba algo que fuera interesante, animado, divertido las mayoría de las veces. Sí, hoy le hablaría de cuando era pequeño, de sus gustos de niño y sus juegos, le contaría alguna anécdota de entonces. Últimamente, le resultaba más fácil hablar de recuerdos lejanos en el tiempo, lo próximo, lo cercano, a veces le resultaba imposible de recordar, había momentos, que el día anterior, parecía como si no hubiera existido. Pero ella no le daba importancia, lo escuchaba  sin dejar de prestar atención.

Sí, hoy le hablaría, de cómo era su infancia en aquel pequeño pueblo, donde la vida transcurría de forma sencilla, poco a poco, sin grandes variaciones, que no fueran el nacimiento de un nuevo vecino o la muerte de algún otro. Donde los cambios de estación eran importantes y por eso se celebraban con actos especiales. Le hablaría de los juegos que le gustaban, y como pasaba horas y más horas jugando en la calle, la calle donde nació y en la que no le importaría morir, si no fuera porque eso supondría no estar cerca de ella.

- Señor, señor, tenemos que llevárnosla.

Al principio no entendió que le decían, pensó que no le hablaban a él. Solo cuando vio a aquellos dos hombres vestidos igual, venir en su dirección, comprendió que se dirigían a él.

- ¿Me dicen a mí? –preguntó mirando un poco a cada lado, como para salir de dudas.

- Si señor, tiene que levantarse.

Él seguía sin comprender porque le hablaban. Normalmente, la gente les miraba al pasar por el sendero, unas veces con disimulo, otras con más descaro, pero solían seguir su camino, solo algún niño curioso, o que buscaba su pelota, se había atrevido a acercarse junto al banco, y al poco tiempo perdían su interés y volvían a sus juegos. Al principio le daba cierta importancia a lo que pudieran decir, como si aquella relación no fuera lícita, pero con el paso del tiempo dejaron de importarle las miradas, e incluso los cuchicheos. Pero aquellos dos operarios seguían allí a pocos pasos, y le habían dicho que tenía que levantarse.

- Me gusta estar aquí sentado –dijo como para persuadirlos.

-Lo sentimos señor, pero nos la tememos que llevar.

- ¿Cómo? Preguntó él extrañado.

Los hombres se miraron entre si sorprendidos.

- Nos han dado la orden de que la traslademos a otro lugar.

Él se levantó perplejo, por supuesto que más de una vez había pensado que podía llegar al banco y que ella no estuviera, pero con el tiempo aquella idea fue desapareciendo. Y ahora aquellos dos hombres pretendían llevársela, aquello no podía ser.

-Pero, ¿Por qué? 

Sus labios habían comenzado a temblar, incluso antes de pronunciar aquellas palabras. Uno de los hombres se acercó hasta él y le puso la mano en el hombro antes de decir:

- Nosotros no lo sabemos, solo nos han dicho que ya no puede estar aquí, que hemos de llevárnosla.

Poco a poco él se fue retirando, no sabía si volverse a mirarla o comenzar a alejarse sin más. De pronto, notó que alguien le cogía el brazo.

- Señor, se deja el sombrero –le dijo el otro hombre.

Su mano comenzó a temblar cuando fue a cogerlo.

- ¿Dónde la llevan? –fue capaz de preguntar con la voz quebrada.

- Nos han dicho que la llevemos al Parque del Oeste, su nueva ubicación.

- Al Parque del Oeste –repitió él –eso es al otro lado de la ciudad, yo no podré ir hasta allí para verla.

- Señor, ¿acaso la esculpió usted? –oyó que le preguntaba uno de los hombres.

- No, yo solo le hacia compañía –dijo sin volverse.

Las lágrimas, que momentos antes inundaban sus ojos, ahora se deslizaban por sus mejillas, Con rabia, se quitó las gafas y las secó. Aturdido llegó al camino, dudó por un instante y giró la cabeza. Los hombres la estaban cubriendo con una lona, por la otra parte del camino se acercaba un pequeño camión con una grúa. Siguió caminando, ya no fue capaz de volverse a mirar otra vez.

ENCUENTRO EN EL BOSQUE


Imagen obtenida de https://www.freejpg.com.ar/


Estoy seguro de que muchos de vosotros no me creeréis. A mí, me pasaría lo mismo, no os lo voy a reprochar. Yo todavía lo dudo a veces, pero entonces vuelvo al lugar para estar seguro de que por más que sea inverosímil, fue cierto. Quizás, a alguno también os haya pasado algo parecido, y entonces, a pesar de no haberlo entendido, tendréis la certeza de que ocurrió.

Aquel día, yo estaba harto de estar en casa encerrado. Tele, sofá, nevera, sofá tele… sin pensarlo, dejé el teléfono y las llaves del coche sobre la mesa, y sin más salí por la puerta decidido a pasar tarde en el campo. Había hecho el mismo recorrido muchas veces cuando todavía era un chaval, pero ahora aquellos caminos me parecían más estrechos, los ribazos menos pronunciados, y por supuesto el trayecto más agotador. Al llegar a la sierra, dejé el camino y me adentré en el cauce del río seco. Era el trayecto más corto para llegar hasta la ladera donde se encontraba la cueva.

Nunca sabré porque decidí ir aquel lugar, tal vez fuera el propio destino el que me llevara hasta allí. Al llegar noté que las matas de carrasca eran mucho más abundantes y frondosas que antaño. Comencé a ascender y noté en las piernas el cansancio y la inseguridad que dan los años. De niño, nunca temí poner el pie en un lugar u otro, solo pensaba en alcanzar la  entrada de la cueva. Antes de entrar, decidí esperar a recuperar el resuello y descansar. Dentro el frescor me enfriaría demasiado deprisa el sudor de la subida, y me daba miedo resfriarme.

La oquedad apenas había cambiado, si noté que las dimensiones me resultaban más pequeñas. Había algunos restos de visitantes descuidados, y lamenté la poca consideración que algunas personas tienen hacia estos lugares. Después de dirigir la mirada a cada rincón del habitáculo lo abandoné y proseguí el ascenso hacia la cima del cerro.

Tuve que volver a descansar al llegar a lo más alto, y busqué una buena mojonera para hacerlo. Desde mi posición elevada, fui observando toda la extensión de terreno ante mí. A pesar de parecer que estaba justo delante, sabía que salvo a mi espalda, si quería caminar por aquellos parajes cubiertos de matorrales y algún que otro pino, primero tendría que salvar el desnivel encajonado del río. He dicho río, pero todos sabemos que casi nunca lleva agua. Y que cuando la lleva es porque, una tormenta pasajera está descargando las nubes sobre él.

Allí sentando, me sentí incómodo por primera vez. Quizás, hubiera notado algo durante la subida, pero pensé que era el cansancio. Abandoné el lugar con aquella sensación desagradable, y comencé a desplazarme a lo largo de la ladera  para buscar la única salida natural del cerro. Contrariamente a lo que hubiera sido lógico, continué hacia el norte, el camino de regreso sería cada vez más largo.

La extraña sensación no desaparecía, más bien iba en aumento, pero yo seguía impasible adentrándome en el bosque. Fue después de un buen trecho, cuando escuche el sonido  común de un ave, elevé la vista para localizarla, sin disminuir el paso. Noté un tirón en el pie, y un grito salió de mi garganta. El mundo a mi alrededor comenzó a dar la vuelta, y mi cabeza golpeó contra el suelo. Poco a poco me fui apoyando en el tronco de un árbol. Mi pie se había trabado en una raíz, pero no me dolía; sin embargo, la mejilla derecha me quemaba, con cuidado acerqué mi mano, e inmediatamente, noté la humedad de la sangre. Saqué el pañuelo del bolsillo y presioné la herida para evitar que continuara sangrando. Decidí tomarme mi tiempo y me quedé recostado sobre el tronco de un árbol. El dolor sobre mi rostro, me hizo recapacitar sobre lo que hubiera pasado si me hubiera golpeado más fuerte o de otra forma.

Al cabo de unos minutos, cuando me encontré más relajado, me levanté y reanudé mi camino. Ahora, procuraba no levantar demasiado la vista del suelo. De nuevo una sensación extraña volvió a incomodarme. Paré y giré sobre mí mismo, el ambiente había enrarecido, los sonidos, el aroma… antes familiares, ahora me resultaban lejanos, desconocidos. Con aquella sensación de desconcierto continué caminando. Fue entonces, cuando ante mis ojos apareció algo inexplicable, que me hizo parar bruscamente. Luego noté un ligero escozor en el pecho. Aquello era un sin sentido, ante mí había una persona vestida de pieles de pies a cabeza, que me amenazaba empuñando su lanza contra mi pecho. Me quedé paralizado, pero al dirigir mi mirada hacia aquel individuo, también descubrí miedo en su rostro. Como si sus ojos no comprendieran tampoco lo que veía. Poco a poco su arma fue disminuyendo la presión. La mano que tenía libre se dirigió a mi mejilla y tocó mi herida, luego la dirigió a la suya. Él, también tenía un fuerte golpe que todavía sangraba levemente. Pero aquello no fue lo que más llamó mi atención. Si no hubiera sido por la suciedad que aquel hombre llevaba en su barba, yo hubiera pensado que su rostro era el que mi espejo reflejaba unos días antes, cuando yo todavía conservaba la mía. Después de unos segundos, el individuo meneó la cabeza y giró sobre sí mismo alejándose. Yo seguí sin moverme hasta que desapareció entre la vegetación.

Sí, ya sé que parece ilógico, y pensé que aquello era producto del golpe, hasta que llegué a casa y comencé a limpiarme la herida de la cara, entonces lo tuve claro. No sé cómo ni por qué, pero aquel día tuve delante y a punto de matarme, a mí mismo, solo que en otra dimensión, en otro tiempo. Pensaréis que estoy loco, que soy un farsante, me da igual, no necesito que nadie de por cierta mi historia. Yo, cuando me asaltan las dudas, vuelvo a aquel lugar, y para asegurarme, paso mi dedo por la pequeña cicatriz que su arma dejó en la piel de mi pecho.

LA CHICA DE AYER


Suenan en la radio los acordes, la música llena la habitación. Me levanto y voy hacia la ventana, la calle está desierta. Las farolas apenas  marcan unos círculos luminosos sobre el asfalto.

Me asomo a la ventana eres la chica de ayer

Las palabras de la canción vuelven a llenar la habitación, quizá sea eso lo que me ha hecho asomarme. Sobre la oscuridad del cristal, su cara comienza a aparecer como si fuera un espectro, un bonito espectro. Su imagen va desdibujando mi propio reflejo, ahora solo está ella ante mí. Detrás del cristal solo hay oscuridad.

Me asomo a la ventana eres la chica de ayer

La canción habla de la chica de ayer. Yo tengo que calcular cuánto tiempo ha pasado. No logro saberlo. Sus ojos me miran a través de su negrura y me veo ajado, pero ella no ha envejecido, su piel morena, su melena cayendo sobres sus hombros, como una cascada de infinitos bucles. Una sonrisa, apenas dibujada en sus carnosos labios. Tan real que de pronto me encuentro refrenando mis absurdos deseos de besar el frío cristal. Sé, que solo es una creación de mi imaginación, pero parece tan real.

La canción sigue sonando en el dial, pero yo ya no comprendo su lenguaje. Todo dentro y fuera parece haberse disuelto alrededor de nosotros. Ella irreal, dibujada cual holograma en el cristal, yo, como un fantasma sin reflejo, observándola.

¿Qué nos pasó? Ella parecía tan feliz. Yo lo era. Un sueño, una ilusión, mil proyectos llenaban nuestro mundo. Nuestro y solo nuestro. El resto no importaba. Castillos que creíamos sólidos, se convirtieron en arena. Nuestro cielo, desde el que mirábamos a los demás pasar, se hundió bajo nuestros pies. Y caímos. Caímos miserablemente heridos, rotos, separados.

Eso fue lo peor, que no supimos luchar y aferrarnos el uno al otro. Que no supimos ir apartando el escombro que nos separaba. No fuimos los primeros, pero otros lucharon contra las inclemencias. No logramos salvar el barco. Naufragamos, pero ni siquiera nos mantuvimos a flote sobre el mismo madero. Cada uno buscó sobrevivir en su propia isla. Aislado del otro, sin intentar siquiera pedir socorro.

No sé si a ella le pasará lo mismo. El tiempo lo fue borrando todo: la rabia, el odio, la incomprensión. El poso del amor, de ese gran amor que hubo. Todo fue desapareciendo, hasta la  culpa, esa que ninguno de los dos asumió como propia. Pero que ahora, desde la distancia, fue tan mía como suya. Al menos eso pienso yo.

A veces, hace ya tiempo, intenté imaginarme que habría pasado, si los dos, o al menos, uno de nosotros, hubiera intentado acercarse al otro. Estirar el brazo ofreciendo ayuda o demandándola. Pero eso no ocurrió.

Al principio, fueron un amigo o dos sentados entre nosotros, luego todo el grupo. El último en llegar, buscaba el hueco más alejado del otro. Terminamos en grupos separados.

Un día al  volver a casa, sus cosas, aquellas que poco a poco había ido dejando o trayendo, no estaban. Si he de ser sincero, fue un alivio, un crudo y duro alivio. Su visión, su aroma, llegaron  a ser incómodas. Lo doloroso fue no encontrar ni siquiera una pequeña nota de despedida. Un adiós, un… lo siento, me hubiera gustado una explicación, encontrarle sentido a lo que no lo tenía. Luego pensé en mí. Yo, habría hecho lo mismo. Puede que por mi cobardía, ni siquiera hubiera sido capaz de llevarme lo mío.

¿Dónde está? Sé, que la imagen que veo ante mí, es un simple espejismo, y me gustaría saber qué ha sido de ella. Cómo fue su vida a partir de entonces. Me ha olvidado totalmente, o quizá, al igual que a mí, de vez en cuando, una canción le hace recordarme.

¿Ha sido feliz? He de decir que… al principio mi egoísmo, me hacía desear lo contrario. Ahora, me gustaría que ella, al menos ella, haya sido feliz. No es justo desearle el mal. Como he dicho antes, ni siquiera ahora comprendo qué nos pasó.

“demasiado tarde para comprender”

Quizá, como dice la canción, sea demasiado tarde para comprender, para saber, para buscarla… pero si supiera dónde está, ahora no dudaría, iría allí donde estuviera, y todo lo que me guardé, aquello que no dije porque pensaba que ella no lo quería escuchar, no me lo guardaría. Pienso que aquel silencio fue corrompiendo nuestro tiempo, dejando solo momentos vacíos, inútiles. Más de una vez nos miramos, esperando que uno de los dos rompiera aquel maldito silencio, hasta que se nos hacía imposible seguir mirándonos. Entonces, uno de los dos, miraba hacia otro lado.

¿Y su imagen? Habrá cambiado. Seguro, nadie después de tanto tiempo, puede tener el mismo aspecto. Pero me gustaría saber si sus ojos siguen teniendo esa alegría que yo veo en los del cristal, o seguirán apagados, como la última vez que nos miramos para no decirnos nada.

¿Y su pelo? Seguirá siendo de color azabache, o tal vez, al igual que el mío, haya ido adquiriendo tonos grises. Habrá llenado el tiempo su tez de las marcas de la edad, o tal vez, a pesar de los años, sigue siendo tersa y limpia como entonces.

Miento si dijera, que no hubo más mujeres en mi vida. Mujeres, que pasaron por mi vida sin dejar huella. Amor… no fui capaz de darle a ninguna. No recuerdo sus nombres, no recuerdo sus ojos, ni sus manos. Sus manos… las de la chica de ayer, al igual que entonces, esas siguen acariciándome en mis sueños más íntimos. Quizá, por eso sigo solo, como un perro viejo. Abandonado y solo, mirando al cristal de mi ventana, donde mi imaginación sigue viéndola a ella, a pesar, de no saber cuánto tiempo significa ayer.

Hoy ha sido la canción de Nacha Pop, mañana… no sé qué me traerá su recuerdo. Hace unos días, caminando por el centro, creí verla unos metros delante de mí. No había duda, era ella. Era ella hasta que dije su nombre y se volvió con cara extrañada, sin comprender qué le decía. Días antes, en una exposición, busqué desesperadamente al artista. Quería que me dijera la dirección de la modelo de uno de sus cuadros. Mi ilusión se vino abajo cuando, me explicó que era una amiga, la había conocido en Italia, me dijo su nombre, pero no me acuerdo. Volví al cuadro, y entonces noté las diferencias. Había vuelto a equivocarme. Otras veces ha sido tras la cristalera de un café, sentada en una mesa con amigas o… sola leyendo un periódico.

Entonces, cuando nos separamos, cuando todavía podíamos haber salvado lo nuestro, no mostré interés, no luché por ella. Ahora, que es demasiado tarde, daría todo por volver a tenerla.