CUENTO NAVIDEÑO

En estas fechas tan señaladas, que mejor que un cuento navideño, aunque quizás estéis saturados con las pelis. Lo escribí hace varios años para el Concurso de Cuentos Navideños de Motilla, y tiene un significado especial, con el gané mi primer premio por un texto. Lo que como me animó a seguir escribiendo.



UNA NUEVA NAVIDAD

Aquella mañana Juan se había levantado temprano, como todos los 24 de diciembre, pero a diferencia de otros años, aquella noche no había descansado bien, algo muy raro en él. Juan llevaba varios años representado a ese hombre vestido  de rojo y con una campanilla en la mano, que se pone a la entrada de los grandes almacenes en Navidad, para atraer a los pequeños y recibir sus cartas cargadas de deseos. No era de extrañar que fuera elegido entre casi un centenar de personas, su aspecto bonachón, su sonrisa perpetua, su espesa cabellera blanca, y además, su enorme barriga le hacían insuperable.

Bien abrigado, salió a la calle miró al cielo y dijo.- Todo es perfecto, el frío, el cielo, el suave viento, o sea, el día es perfecto. Pero algo en su mente le decía que no era así.

Comenzó a caminar hacia el centro de la ciudad, iba contemplando los pequeños jardines decorados con luces y adornos, las ventanas de la mayoría de las casas con dibujos semejando paisajes, árboles, y sobre todo, figuras blancas de "Papá Noel".

La cafetería donde solía tomar un buen chocolate, antes de subir al autobús que le llevaría la Centro Comercial, no era menos, no le faltaba detalle, incluso la música que sonaba de fondo era la adecuada. Pero juan notaba algo extraño en su interior, de pronto sintió un escalofrío... ¿Y si estaba comenzando a incubar un resfriado? y no podía acabar su jornada con los niños. Eso no podía ser, llevaba todo el año deseando que llegara este día, no podía caer enfermo...

Para olvidar ese pensamiento comenzó a pensar en lo que le diría a las niñas y niños que se acercaran a él. Había observado cada anuncio de la tele para saber que juguetes serían los preferidos por los pequeños, había ojeado una y otra vez los folletos de los grandes almacenes y de las jugueterías, incluso había visitado las estanterías donde semanas antes de Navidad iban colocando los pedidos  conforme llegaban.  Lo tenía todo controlado.

Por fin llegó a la parada donde tenía que bajar, cruzó la gran avenida y pasó a los grandes almacenes. De lejos, observó que su trono estaba preparado, los operarios de la empresa se habían dado prisa, pensó. Era impresionante, miró su reloj, y faltaba poco más de una hora para el gran momento. Seguro que los pequeños ya estarían merodeando por la sección de juguetes, para su decisión de última hora.

Se dirigió al ascensor, pero antes volvió la cabeza, como si algo extrañó llamara su atención en el trono. ¡Bah!, tonterías se dijo  para sí, y continuó caminando.

Como todos loas años habían habilitado un oficina para que se pudiera vestir, y en ella tenía todo preparado, incluso la chica que le ayudaba a ponerse las botas, la barba y a abrocharse el cinturón, le estaba ya esperando.

-  Hola María, ¿Está ya todo preparado verdad?

- Si claro, Noel, todo está a punto, e incluso los niños, que ya andan como locos de un lugar a otro, esperando que sea el momento.

-  Muy bien, pues comencemos.

Por fin terminaron, se miró otra vez en el espejo, y ya no se reconoció, sabía que era él, pero había dejado de ser Juan, para convertirse en un verdadero Noel, aunque esta vez había algo extraño, incluso Maria lo había notado. Durante la sesión de maquillaje, un par de veces se quedó mirando extrañada y llegó a preguntar, si le pasaba algo. Noel le había contestado que no, pero era vedad, llevaba desde antes de levantarse notando algo extraño, y no sabía lo que era.

Ha llegado el momento.- dijo intentando superar esa extraña sensación. Salgamos a ver que desean este año esos diablillos. ¡vaya!, yo Noel, no debería decir eso- y acabó con la típica risa.- Ja Ja Ja...
María había llamado un cuarto de hora antes, para avisar de que ya estaban terminando, y ahora un par de ayudantes disfrazados de duendes vinieron a recogerlo.

Al llegar al primer piso comenzó a a escuchar la algarabía, los pequeños acompañados de sus familiares ya estaban preparados para comenzar a desfilar por el trono.

Cuando llegó al final del pasillo las voces se hicieron todavía mas claras.

- Mira mamá, ahí está, es Papá Noel.

- Abuelito, abuelito, ya viene.

- Papi, quiero verlo más cerca.

Incluso algunos de los más pequeños empezaban a poner cara de asustados. Era normal, la ilusión se comenzaba a transformar en miedo ante aquel hombre con el pelo y la barba blancos, tan corpulento y vestido totalmente de rojo.

Comenzó a saludar con la mano, y los pequeños se fueron tranquilizando, subió al trono, se sentó y se colocó para comenzar a recibir a los pequeños. Y entonces...  lo vio todo claro, eso era lo que le había estado rondando todo el tiempo, no se había dado cuenta antes, pero ahora, justamente ahora, podía ver frente a él, al fondo, sólo, a aquel niño, a Hugo. Sabía que no estaba allí, pero se acordaba perfectamente de cómo el año anterior, al principio no le había llamado la atención. Pero a lo largo de la mañana, verlo allí con aquel frío intenso, con la nieve en los píes, mirando como los otros niños y niñas iban pasando y haciendo sus peticiones. No iba muy abrigado para aquel crudo día, pero se notaba que aguantaba mejor el frío que los otros niños. De vez en cuando movía los píes o se calentaba las manos con el calor de la respiración.

Estuvo allí, sin acercarse hasta que ya no quedaba nadie esperando, y entonces vino hasta la valla. Cuando vio que le hacia señas para que se acercara, dudó, pero después pasó la valla y vino hasta el trono.

- ¿Qué deseas? ¿Quieres pedirme algún regalo?- le preguntó Noel.

Miró extrañado, y dijo: soy pobre, vivo al otro lado del río y allí sólo hay una pequeña tienda, y nunca hay un Papá Noel como tú, he venido para verte. Giró sobre si mismo y salió corriendo. Noel intentó llamarle, pero al igual que ahora al recordarlo, las lágrimas habían inundado sus ojos y su voz, y no pudo decir nada.

- Noel, Noel, ¿te encuentras bien?- María estaba a su lado preocupada.

- Que si me encuentro bien. No, lo siento, tendré que marcharme - dijo sin pensar. Era mentira, pero una mentira piadosa.

Por fin comprendió lo que había estado rondando su cabeza todo el día, el iba a estar allí, vestido de Papá Noel, en el Centro Comercial, donde los niños iban acompañados de sus familias, a pedir aquellos juguetes que al día siguiente encontrarían junto al Árbol. Y sin embargo al otro lado del río, justo al cruzar el puente, había un montón de pequeños a los que nadie les regalaría nada. Se levantó, saludó a los niños y pidió perdón, María intentó acompañarlo, pero él le dijo que se quedara para recibir las peticiones de los pequeños.

Cuando pasó junto a las sección de juguetes ya no los miró, iba pensando en llenar sus dos grandes sacos de golosinas, quería que hubiera par todos. También cogería un gorro y unos guantes para Hugo,  y se iría al cruzar el puente, a la puerta de la tienda, tocaría la campanilla y daría una bolsa de golosinas a cada niña o niño que se acercara.

Ja Ja Ja... - rió fuertemente. Este año sería el Papá del otro lado del río- pensó mientras salía por la puerta trasera del almacén para coger un taxi que le llevara cuanto antes.


Cienrayas

Y pronto, pues ya está en la imprenta, mi primer libro. Cienrayas, el pirata honrado, es un libro que nace a partir de una animación lectora que hice para la clase de Pablo, mi hijo pequeño.


Cienrayas, es un pirata malvado que se convierte en honrado. En el libro que va dirigido a niños a partir de 7 años, pero que puede leer cualquiera, podréis encontrar alguna de las aventuras que le ocurren a él y a sus marineros. 


XVI Premio de Narrativa Breve 
Géminis 2014
Aspe (Alicante)

2º PREMIO
Categoría mayores de 31 años



Aquí tenéis mi último relato que como ya sabréis fue premiado el pasado 8 de noviembre en Aspe, Espero que os guste.



                                
LA DAMA DE LA LAGUNA


 El reloj marcó las doce. Se levantó, se puso el chaleco y cogió la escopeta. Al salir a la puerta, la campana de la iglesia también comenzó a llenar el silencio de la noche con su toque monótono. Se quedó un instante parado, no quería cruzarse con nadie antes de salir del pueblo. Cuando estuvo seguro comenzó a caminar. Llevaba mucho tiempo planeando la salida, y había elegido aquella noche para tener el camino iluminado por la luz blanquecina de la luna llena. Conocía bien el camino, por lo que su paso era ligero. Solo al poco de salir a campo abierto, volvió la vista hacia el pueblo. Donde las farolas iluminaban de forma irregular, solo algunas partes de las fachadas.
Al coger el camino de la sierra, la pendiente hizo que bajara un poco el ritmo. Lo que hasta entonces había sido un camino bien delimitado, ahora se llenó de luces y sombras debido a los árboles que lo bordeaban. De vez en cuando, algún animalillo, asustado por su presencia, huía de detrás de los matojos.
Llevaba como una hora andando, cuando hizo un alto. Algunas gotas de sudor habían aparecido en su frente, pasó el dorso de la mano para secarlas. Apoyó la escopeta en un tronco, e hizo lo mismo con su cuerpo. Buscando en el bolsillo del chaleco, sacó un paquete de tabaco. La llama del encendedor iluminó su rostro por un instante, luego el ascua del cigarro apenas marcaba el contorno de su boca, cada vez que daba una calada.
Se dio el tiempo justo de acabarse el pitillo. Se aseguró de apagarlo pisándolo y enterrándolo con la punta de la bota y comenzó de nuevo a andar. Ahora, la naturaleza, a pesar de la oscuridad, se adivinaba más intensa, con más matices, más llena de vida que abajo en la llanura. No tardó en escuchar el suave discurrir del agua del arroyo, y el olor a juncos y barro llenó sus fosas nasales. La luna, imperturbable, también seguía su recorrido en el cielo despejado, y solo donde no llegaba su luminosidad, éste se llenaba de estrellas tintineantes.
Al llegar a la laguna, giró a la izquierda y fue bordeándola hasta llegar a un claro. No era la primera vez que iba, pero aquella noche le pareció que era distinta. Al frente, un suave murmullo señalaba el punto donde la pequeña cascada iba renovando el agua. Dejó la escopeta en el árbol más cercano, y se sentó sobre una piedra. La superficie del agua parecía un espejo. La luna dibujaba un reguero blanco que llegaba hasta la orilla sin romperse. Solo los cantos de alguna rana rompían el silencio de la noche. De nuevo buscó en el bolsillo el tabaco. La primera calada, profunda, calentó su garganta. Una leve tos le llevó a sujetar el cigarrillo con los dedos. Después fue disfrutando con cada calada. Aquel pitillo sería el último. La última calada fue tan profunda como la primera, y el ascua casi le quemó la punta de los dedos. Tiró la boquilla al suelo y comenzó a enterrarla. Entonces lo notó, solo el ruido que él hacía al restregar el suelo, rompía el silencio. Todo a su alrededor se había detenido. Miró hacia la orilla y comenzó a notar como unas suaves ondulaciones en la superficie, quebraban el reflejo de la luna. Entrecerró los ojos, algo, no sabía distinguirlo todavía, venía nadando desde el centro de la laguna, apenas a unos metros de la orilla, la silueta de una persona comenzó a emerger del agua. Era una mujer. El agua resbalando por el cuerpo desnudo, reflejaba en miles de puntos la luz de la luna. Ella se acercó y agachándose recogió su vestido. Él dudó, le pareció no haberlo visto antes. Ella se lo puso antes de acercarse. El vestido se pegó a su cuerpo como una segunda piel, marcando todas sus formas. Una larga y negra melena caía sobre sus hombros, contrastando con el blanco del vestido. Cuando estuvo frente a él, se peinó con las manos y algunas gotas le salpicaron en el rostro.
A su mente vinieron algunas de las leyendas, que hablaban de seres extraordinarios que habitaban la laguna. A él le pareció una mujer joven, sensual... bonita.
- ¿Qué haces aquí?
Fueron sus primeras palabras. Su voz suave, llenó el silencio reinante.
-  He venido a cazar.
- ¿De noche? No mientas.
Aquello lo dejó desorientado. Y sólo encogió los hombros sin llegar a contestar. Los sonidos de la noche volvían poco a poco a inundar el aire. Ella se movió hacia un lado y él tuvo que entrecerrar los ojos debido al reflejo en el agua.
- ¿Para qué has traído la escopeta?
Él se entretuvo antes de contestar.
- No mientas.
- Mi mujer murió hace un año.
Se escuchó decir, sin reconocer su voz. Un nudo ahogo sus siguientes palabras y sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas.
- ¿La querías?
Él afirmó con un movimiento de cabeza, y se pasó el dorso de la mano por debajo de la nariz, he intentó contener las lágrimas que asomaban a sus ojos.
- La quería, era todo en mi vida y ahora…
De nuevo sus palabras quedaron ahogadas antes de salir… Cuando se repuso añadió:
- Nos queríamos.
- ¿Estás seguro de que ella te amaba?
Él masticó aquella pregunta y se levantó girándose, cogió la escopeta y se volvió apuntando. La superficie del agua formaba ondulaciones que acababan en la orilla. La mujer había desaparecido. Se sorprendió al darse cuenta de lo que estaba haciendo. Por un instante había perdido la cabeza. Había estado a punto de disparar a otra persona. Abrió la escopeta y sacó los cartuchos guardándolos en el bolsillo.  
Durante un tiempo estuvo esperando que ella apareciera en la orilla, hasta que comprendió que aquello no iba a ocurrir, entonces decidió volver al pueblo. Hizo todo el camino de vuelta pensando en las últimas palabras de aquella mujer: “¿Estás seguro de que ella te amaba?”
Al llegar a su casa, sólo tuvo ganas de tumbarse en la cama. Pasó la mano por el lado vacío de la cama, y un amargo llanto salió de su interior. Derrotado, se quedó dormido en un sueño intranquilo, a veces se veía caminando hacia un destino inalcanzable, otras aquella mujer lo miraba y soltaba una carcajada larga y fuerte que le despertaba empapado en sudor. Agotado estuvo soportando aquellas pesadillas hasta mediada la tarde, Entonces se levantó y después de comer un poco para reponer fuerzas, volvió a salir para recorrer el mismo trayecto que la noche anterior.
La laguna estaba sumida en esa hora de luces y sombras, en la que nada parece real, pues van desapareciendo bajo el manto de la noche. Sólo cuando la luna apareció tras las altas paredes que la cierran por detrás, los contornos de la vegetación y los árboles volvieron a hacerse reales. Al igual que la pasada noche, la superficie del agua parecía un espejo. Al otro lado los árboles y las cañas eran una masa negra que separaba el agua de la roca.
Apoyado contra el tronco de un árbol fue quedándose dormido. Un sonido monótono, distinto al de la naturaleza que lo rodeaba, le despertó. Sobre la roca que él había ocupado la noche anterior, la mujer lanzaba pequeñas piedras al agua. Él simuló seguir dormido. El ruido cesó.
- Sé que ya no duermes ¿Por qué no te acercas?
Como si no la hubiera oído, él no se movió.
- ¿Me tienes miedo?
La última pregunta hizo que él se levantara para acercarse. Sólo el ruido de sus pasos rompían el silencio que se había instalado a su alrededor. Se colocó a unos pasos frente a ella y la miró a los ojos.
- ¿Quién eres?
- Acaso importa. La última vez yo te hice una pregunta y tú… no me respondiste.
Lo dijo como si aquello hubiera ocurrido en la lejanía del tiempo. El rostro de él comenzó a reflejar toda la ira de su interior.
- Sí, me amaba. Nos amábamos.
Escupió sus palabras alzando la voz, y retumbaron como si estuvieran en una gran habitación desnuda, sin muebles. Él notó como la vibración de sus palabras chocaban contra su cuerpo.
- Sé que tú la amabas. Pero,  no crees que deberías estar más seguro para poder afirmar que ella te amaba a ti…
Su cuerpo comenzó a temblar, y un largo escalofrío le hizo abrazarse a sí mismo.
- ¿Llevas flores a su tumba?
-¿Eso qué tiene que ver?
Entre los dos se hizo un silencio. Ella no dejaba de mirarlo. Pero él, con la respiración agitada, seguía dirigiendo su mirada a los pies de ella. Aquellos pies que la noche anterior no habían marcado ninguna huella en la orilla de la laguna. Poco a poco, él fue tranquilizándose, hasta que se sintió otra vez seguro de sí mismo.
- No, no puedo. No quiero ir a verla y encontrarme ante una lápida fría y oscura, con su nombre escrito en letras huecas. Porque ella no estará allí.
Ella se levantó de la roca y volvió a lanzar piedrecitas al agua.
- Hay flores. También veras flores, casi siempre frescas. Flores que tú no llevas.
Al acabar la frase se fue introduciendo en el agua hasta desaparecer por completo. Él se quedó contemplando el lugar por donde ella había desaparecido, absorto sin poder reaccionar. La luz de la luna fue dando paso lentamente a la del alba, y un rayo del sol despuntó sobre el farallón de roca. Entonces decidió volver a casa.
…………..
Llevaba dos días dándole vueltas a aquellas malditas palabras: “flores que tú no llevas”. La había conocido en la ciudad. Sin familia, pronto decidieron vivir juntos. Al principio ella dejó su trabajo y se vino a vivir al pueblo. Eran felices, muy felices. Luego, después de algunos años, ella volvió a la ciudad, necesitaba trabajar, cambiar de aires… dijo. Pero todo seguía igual entre ellos. Sólo de vez en cuando tenía que quedarse a hacer noche por trabajo. ¿Quién llevaba flores a su mujer? Aquella maldita pregunta le seguía carcomiendo. Cogió el coche e inició el camino hacia la ciudad. Por algún extraño motivo, ella tenía decidido que su funeral y su cuerpo descansaran en el cementerio de su barrio. Él, estaba tan destrozado, cuando ella se fue, que no reparó en ello. Después cuando decidió hacerle alguna visita, supo que no podría. No era la distancia, apenas veinte minutos, era que no soportaba saber que su amada estaba allí bajo tierra, y agradeció que no hubiera cambiado la decisión de ser enterrada en la ciudad.
Al volver de la ciudad, no llegó al pueblo. Al llegar a la desviación que llevaba a la laguna se salió de la carretera. Dejó el coche en el inicio del bosque y siguió caminando. Pensó que ella no estaría allí, todavía había mucha luz del día, por eso se sorprendió al verla saliendo del agua. ¿Cómo podía saber que él iba a ir?
- ¿Ya lo sabes, verdad? – le preguntó antes de salir del agua.
Él no contestó. La observaba salir del agua. A la luz del día pudo observar toda su belleza y  sensualidad. Antes de llegar, volvió a agacharse junto a la orilla y... allí estaba vistiéndose antes de llegar hasta él. Era curioso, nunca se acordaba de mirar entre los matorrales para saber si ella ya estaba dentro del agua.
Volvió a oír su voz, pero sumido en sus pensamientos, no había escuchado sus palabras.
- ¿Qué?
- El destino, es así a veces.
- ¿A qué te refieres?
- Es la primera vez que vuelves a su tumba, y… allí estaba él. No necesitaste preguntar. Sabías que era el amante de tu mujer nada más verlo. Te lo podrías haber encontrado en cualquier otro lugar, y no habría llamado tu atención.
- Déjame tranquilo, vuelve a la laguna. No tengo ganas de hablar.
Ella se sentó en una roca y distraída comenzó a jugar con un mechón de pelo.
- ¿Para qué has venido entonces?
Él no contestó, despacio se fue introduciendo en el agua y comenzó a nadar con todas sus fuerzas hacia el centro de la laguna. Al llegar allí, se notó cansado, pero sabía que no sería suficiente, comenzó a bajar, notó como el agua iba enfriándose con la profundidad, la claridad de la superficie iba desapareciendo. Siguió avanzando hacia la oscuridad del fondo. Sus pulmones comenzaron a dolerle. Su instinto le decía que volviera, pero se negó a hacerlo. Cuando ya no pudo más soltó el aire que tenía dentro y se quedó parado. Sintió como sus sienes comenzaban a doler, pero se negó a bracear. Cerró los ojos y se abandonó a la negrura y el frío que lo rodeaban. Su cuerpo comenzó a paralizarse.
…………..
Supo que estaba tendido en el suelo. Notaba la arena clavada en su cara. Estaba empapado, y  sentía dolor en cada rincón de su cuerpo. Intentó moverse, pero no pudo. Tenía la sensación de estar pegado al suelo. Su cabeza estaba embotada y cada parte de su cuerpo era una fuente de dolor. Notó su presencia, pero no la veía. Poco a poco fue cerrando los ojos y el cansancio volvió a dormirlo.
Cuando volvió a abrir los ojos de nuevo, vio que su ropa se había secado, pero aun así, sintió el frío de la noche. Todavía estaba dolorido, y haciendo un gran esfuerzo consiguió recostarse en una de las rocas cercanas. Por la altura de la luna debía ser cerca de media noche. Poco a poco comenzó a recordar todo lo sucedido. Había estado a punto de dejarse ahogar. Estaba allí, bajo las aguas, en el más profundo silencio, y su cuerpo y su mente parecían haberse disuelto en aquella masa fría que lo envolvía, pero entonces comenzó a notar algo a su alrededor se moviera y su cuerpo comenzara a deslizarse dentro del agua. Luego, sin saber cuánto tiempo había transcurrido, se encontró tumbado y roto en la orilla. Sabía que aquella extraña mujer había estado a su lado. Pero se encontraba agotado, y cayó en un profundo sueño. Al principio el sueño eran retazos de su vida anterior, pero luego, todo había cambiado. Se veía jugando junto a la laguna con dos niñas pequeñas, sentado bajo un árbol comiendo y riendo. Las niñas iban creciendo a cada nueva escena. Otras veces veía las mismas niñas, pero no era él quien las acompañaba, era una bonita mujer de pelo claro y rizado, la que se adentraba en el agua para bañarse y chapotear con ellas.
Se hallaba recordando aquellos sueños cuando ella apareció. Se agachó frente a él y le acarició la mejilla. Él la miró a los ojos.
- ¿Por qué?
Ella lo miró con dulzura, y acercó la mano tapándole los labios.
- Nadie  se ahoga en mi laguna sin mi permiso.
Ella comenzó a alejarse hacia la orilla. Él intento levantarse para detenerla, pero su cuerpo todavía no era capaz de reaccionar, estiró el brazo intentando que ella se volviera a ayudarle, pero ella ya había comenzado a introducirse en el agua.
- Pero yo no quiero vivir. Mi vida era una mentira.
Ella se volvió cuando el agua le llegaba a la cintura.
- Esos sueños son tu futuro. Debes vivir para cumplirlo.
…………..
A pesar de todas las veces que había regresado a la laguna, no había vuelto a verla. Hacía ya varios años, pero estaba seguro de que estaba allí, que podría aparecer en cualquier momento. Notaba su presencia invisible. Estaba sumido en aquellos pensamientos, cuando le pareció oír que su mujer lo llamaba.
- ¿Qué…? ¿Has dicho algo?
- Sí, que dejes de soñar y vigiles a las niñas. No ves que están solas en el agua.
Él comenzó a mirarlas, pero sabía que no era necesario. Su futuro, como él lo soñó, se iba cumpliendo día tras día. Y en el sueño sus hijas crecían felices, y ellos seguían yendo a la orilla de la laguna para nadar junto a ellas.
Sus hijas seguían lanzándose agua la una a la otra. Se levantó y caminó hacia la orilla. Su cuerpo entero, al entrar en contacto con el agua, se estremeció. Sin pensárselo se lanzó de cabeza y abrió la boca, sumergido lanzó un beso con la mano, hacia lo más profundo.
Al emerger delante de sus hijas, les salpicó con el agua que llevaba en la boca a modo de bendición. Luego pensó: algún día les contaré la historia de la Dama de la Laguna.

FANTASMAS

Este texto lo escribí hace varios años para presentarlo en el concurso de narrativa corta El Talayón. Aunque los personajes son ficticios, el personaje real José María da vida a un tío abuelo de mi madre, pues la historia está basada en hechos reales.


- ¡María, te llama tu padre! –la voz de su madre sonó rotunda.

A María se le  encogió el estómago. Como todas las noches, después de cenar, la muchacha aprovechaba los últimos rescoldos de la cocina para calentarse los pies mientras terminaba de dar algunos puntos de costura antes de acostarse.

- ¡María! –ahora la voz de su madre era un puro grito- que te llama tu padre.

La muchacha dio un respingo en la silla, su estómago se encogió todavía más. Sabía el motivo por el que su padre la llamaba. Por la tarde había olvidado comprarle el tabaco, y ahora su padre la mandaría de nuevo a comprarlo. No quería ir. Sin gana se levantó de la silla y recogió la tarea, la costura se había terminado por esa noche. Cuando le dijera a su padre que no quería ir, los demonios de su progenitor saldrían de lo más hondo de aquel hombre rudo, que había estado todo el día en el campo, y que lo único que quería era paz en casa, y tener su tabaco para la jornada siguiente.

María, resignada salió al pasillo, la oscuridad le hizo pararse, pero temió ser reclamada de nuevo. Cruzó el pequeño tramo oscuro en apenas dos pasos, y cerró tras de sí la puerta de la sala. Agachó la cabeza y sin mirar a su padre fue acercándose. El mechero sobre la mesa le confirmaron sus sospechas.

- ¿Qué quería padre? –preguntó la muchacha, aun sabiendo la respuesta.

Su voz temblorosa pareció sorprender al padre. La miró como si no la conociera, aquella muchacha avispada, alegre con mil pájaros en la cabeza, había vuelto a olvidar su tabaco. Era normal, la mitad de los días lo hacía, pero le faltaba tiempo para salir por la puerta, y volver a los cinco minutos, con de tabaco y sin resuello, como si no hubiera pasado nada. Su padre la miró, ¿Por qué temblaba? ¿Le tenía miedo? Sabía que ya no era la niña que hasta hace unos años, salía a la puerta del corral con el botijo cuando él regresaba del campo y abría el postigo. Su hija, ya era una mujer, y… Le tenía miedo.

Su voz ronca, retumbó en la sala. - ¿Y mi tabaco?

- Padre, se me ha olvidao. –acertó a decir la muchacha sin dejar de temblar.

- ¿Y… Qué piensas que no estás ya en las cuatro esquinas para ir a comprarlo?

La muchacha hizo ademán de moverse, pero sus piernas no le respondieron. Notó que su madre se acercaba, le puso la mano en el hombro y la apartó de la mesa.

- No se encuentra bien –dijo la madre, y añadió– Anda, vete a acostar y mañana que no se te olvide, que estás alelá.

Aquello pilló por sorpresa a José María. Su mujer acababa de mandar a su hija a acostar, sin dejarle a él regañarle.

- ¿Y ahora qué fumo yo? –acertó a decir, sacando el genio que pudo, después de la sorpresa.

María, la madre, pasó la mano por la nuca del hombre, como queriendo amansar aquella fiera que sabía que había dentro de su marido. No era un bruto como otros, pero tenía su genio, que en cualquier momento podía salir fuera.

- Anda deja a la chica, dame el dinero y yo iré a por el tabaco.

Aquello desconcertó totalmente al hombre. Su hija había olvidado traerle el tabaco, normal, que no quisiera ir y temblara…, no acertaba a comprenderlo. Sabía que su hija le tenía respeto, pero no entendía el miedo, en ocasiones le regañaba, pero nunca le había pegado. Pero que su mujer se pusiera zalamera, y se ofreciera a ir a por el tabaco, lo sacó de sus casillas. No entendía nada, cogió la boina y se dirigió hacia la puerta. Su mujer lo siguió con la mirada y le preguntó:

- ¿Ande vas?

- ¿Dónde voy a ir, ostias? A por el maldito tabaco. -contestó él con mal genio y sin volverse.

Antes de cerrar, oyó a su mujer decirle que no volviera tarde. Nunca lo hacía, pocas eran las veces que  solía salir después de cenar al bar, pero un café y una pequeña charla con el camarero solían ser sus únicas distracciones cuando lo hacía. No entendía como había gente que todas las noches se iba al bar a jugar a las cartas y a quitarle horas al sueño. Él prefería estar en casa descansando para luego salir con el alba y aprovechar más el día.

Levantó la cabeza, la noche estaba entrada y ya hacía fresco. Se subió el cuello de la chaqueta para taparse un poco más, y aceleró el paso. Al llegar al callejón le pareció oír un ruido al fondo, se imaginó que sería algún gato buscando comida. Al llegar al Riato, vio que todavía quedaban algunos charcos de la lluvia de los días anteriores, y pensó que había sido buena para el campo.

Al doblar la esquina de la casa grande, ya vio el resplandor de la luz del casino, que alumbraba más que las pequeñas  bombillas de las farolas. Conforme se acercaba, el murmullo de los últimos parroquianos echando la partida, se hizo más claro. Al abrir, la puerta emitió su sonido habitual, y las pocas mesas ocupadas a esas horas de la noche, hicieron un silencio rotundo, sus ocupantes miraron hacia la entrada, y acto seguido continuaron con su juego y sus charlas. José María se apoyó en la barra, junto al rincón y sin mediar palabra con el camarero, asintió con la cabeza. Éste, se dirigió a la vieja máquina del café y realizó su trabajo.

Cuando se acercó con el café, José María le dio las buenas noches y le pidió un cigarrillo suelto y un paquete. El camarero, mostró una leve sonrisa, sabía que su cliente se quedaría un poco a charlar,  y el soportaría mejor el cansancio del día y la modorra de las últimas horas de la noche. Al volver le dio fuego al mismo tiempo que el tabaco.

Llevaban ya un rato charlando de casi todo y de nada, cuando José María se dio cuenta de que había notado algo raro en el ambiente. Después de intentar escuchar alguna de las conversaciones de las mesas sin éxito, preguntó a su acompañante.

- ¿Qué pasa hoy, que está tan alborotao el gallinero?

Manolo, el camarero, se encogió de hombros haciendo un gesto de ignorancia.

- No sé, chico, pero… ahora que lo dices, algo debe de pasar, pos como tú dices, paece que anda suelta la zorra en el gallinero.

José María, miró de reojo a las mesas de juego y comentó:

- Estarán poniendo verde a algún pobre desgraciao.

Manolo pensativo por un momento, añadió con sorna:

- O a los dos, al pobre y al desgraciao, o sea a ti y  mí. –Y se echo a reír con una sonora carcajada, que silenció por un momento la algarabía del fondo.

Después de fumarse otro pitillo, y seguir un poco más con su charla, se despidieron. El camarero ofreció una copa a su amigo, pero este la dejó para otro día. Al salir, el frío era más intenso, y apretó el paso para llegar cuanto antes a casa. Al llegar a la boca del callejón, ahora iluminado por la luz de la luna, vio unas huellas marcadas en el barro, pero sin darles importancia siguió su camino. Abrió la puerta y tosió levemente, era su forma de decir que ya había llegado. Sin quitarse la zamarra, salió al corral y como todas las noches antes de ir a la cama orinó en el barranco. La luna, que lo había acompañado en su regreso a casa, ahora comenzaba a taparse con unas finas nubes que aún, dejaban pasar su luz.

Al echarse a la cama, María se revolvió. Él la abrazó suavemente, y ella sin volverse le preguntó, qué había de nuevo en el casino. Él sin levantar la voz, le dijo que lo de siempre, cuatro senochaores jugando al tute y el pobre Manolo, con más sueño que otra cosa. Al nombrar a Manolo no pudo contener una invisible sonrisa. Sí Manolo era el pobre, acababa de descubrir quién era el desgraciao. Se despidió de su mujer con un beso, y cerrando los ojos no tardó en caer vencido por el sueño, comenzando a roncar.

………………….       ………………….       ………………….      


Después de varios días, sabía que algo pasaba, no sólo en su casa, en todo el vecindario, y hasta se podía decir que en el pueblo entero, se respiraba algo extraño. La gente, al pasar se miraba recelosa. Las puertas, casi siempre abiertas, se cerraban al llegar el atardecer, y los perros ladraban más que de costumbre durante la noche. Había estado un buen rato pensando al calor de la chimenea, pero las ascuas ya no calentaban y a pesar de que al día siguiente no tenía que ir al campo, el sueño le estaba venciendo, por lo que decidió irse a la cama.

Cuando se echó, notó que su mujer se sobresaltaba. Otra cosa extraña. Su mujer nunca se había asustado, cuando él se tumbaba junto a ella a dormir. La abrazó y susurrando le preguntó:

- ¿Por qué te asustas?

Ella, sin decir nada, se aproximó más a él. Sabía que junto a su marido no debía tener miedo, pero eran demasiadas las personas y los chismes. Aquello no podía ser cosa de críos, o de algún borracho que se hubiera asustado de su propia sombra. Pensó en José María, cómo podía ser tan fuerte, tan valiente y tan ingenuo a la vez. Todo el mundo andaba asustado, tembloroso, vamos cagao de miedo, y él, ni se había dado cuenta. Se volvió en la cama, y tocándole la mejilla le preguntó, si no sabía lo que pasaba.

José María no lo dudó un momento. Ya no podía seguir con el recosquijo  comiéndole los sesos y el sueño. Encendió la vela que había sobre la mesita, y con el mismo fósforo un pitillo, y se sentó en la cama, apoyando la espalda en el cabecero. Esperando que su mujer se explicara. Por fin, el silencio que duró dos caladas, fue roto por María.

- Hay fantasmas, José María. En el pueblo hay fantasmas.

Él, sin decir nada, la miró y volvió a dar otra calada al pitillo. El humo salió por boca, dibujando pequeñas rosquillas que se iban agrandando y desapareciendo poco a poco. María, lo miró poniendo cara de enfado.

- La gente está asustada, José María.

De pronto comprendió todo lo que había notado y visto a su alrededor. Y no pudo contener una sonrisa maliciosa, que intentó disimular para que no lo viera su esposa. Ella se pegó un poco más a su marido y él, ahora sin disimular su humor y la atrajo un poco más con su brazo.

- ¡Cuidado María! Que yo soy de carne y hueso.

- Déjate de tonterías. Lo han visto. La gente ha visto un fantasma.

- ¿Qué gente María…? Algún borracho.

Ella lo miró con rabia. No entendía por qué no la tomaba en serio. Entonces, él apagó el cigarrillo, se volvió y le acarició la cara. La miró con todo ese amor que le tenía, pero que casi nunca le demostraba, y la besó.

- María, a quien debes temer es a los vivos. Y ahora duerme tranquila –y añadió –el fantasma que se atreva a entrar en esta casa será hombre muerto.

La conversación que había mantenido con su mujer, le había despejado y estuvo un rato pensando sin poder conciliar el sueño. Al menos María, después de sus palabras, parecía haberse dormido tranquila. Sabía que su mujer se sentía segura con él, y ello le llenó de orgullo.

Abrió los ojos sobresaltado. Se había quedado dormido, pero como el que está al acecho de la presa, su sueño debía ser ligero. El ladrido, no muy lejano, de un perro confirmó su inquietud. Agudizó el oído, y sonrió, aquellos pasos no eran los de una persona andando tranquilamente. Más bien parecían los de alguien que intenta ocultarse para no ser visto ni oído. Alguien que busca las sombras de la noche para pasar desapercibido. Se quedó en la cama inmóvil, para no despertar a María. Los pasos iban pegados a la pared de su casa y doblaron la esquina un poco más arriba de la calle. Susurró al oído de su mujer, diciéndole que iba a orinar. Así, ella seguiría tranquilamente durmiendo. Sin hacer ruido salió al corral, en el silencio de la noche, todavía distinguió los pasos que se alejaban sigilosamente. Cuando dejó de oírlos, encendió un pitillo y con el ascua miró la hora que marcaba el reloj. Ya sabía la hora a la que salía el dichoso fantasma. Ahora tendría que averiguar el resto.

………………….       ………………….       …………………. 

     
Después de varias noches al acecho de los ruidos de la calle, pensó que ya era hora de salir a la caza. Al terminar de cenar, dejó que su mujer y su hija se acostaran, y salió a la calle. Las luces detrás de las ventanas estaban apagadas, lo que indicaba que los vecinos descansaban acostados. Cerró la puerta y encendió un cigarro, sin hacer ruido comenzó a caminar calle abajo y se adentró en el callejón.

Llevaba un buen rato escondido, sin apenas moverse y aguzando sus sentidos. La oscuridad que reinaba a su alrededor, se había vuelto mucho menos densa después del rato, y podían escuchar perfectamente los sonidos de la noche. Por un momento creyó que estaba haciendo el canelo. Esta vez no haría nada más que perder el tiempo. Conforme iba pasando el tiempo, en su mente comenzaron a aparecer imágenes extrañas. Incluso llegó a tener un pequeño escalofrío que le recorrió el cuerpo. Pero de inmediato desechó aquel miedo que no era habitual en él. Por mucho que las mujeres del barrio aseguraran que había fantasmas, él sabía que alguien, y por algún motivo, que desconocía, estaba asustando a todos, desde pequeños a grandes.

Un ruido, no muy lejano, le sacó de repente de aquellos pensamientos. Dejó incluso de respirar. Unos pasos sigilosos, a hurtadillas, se acercaban por la calle principal. Sacó la pequeña piedra, que se había guardado, del bolsillo y se preparó para lanzarla al tejado. Suponía que la persona que se acercaba, al oír el ruido, buscaría refugio en la oscuridad del callejón. Y allí estaba él, justo en el hueco de las portás, donde la escasa luz de la luna no llegaba.

Efectivamente, la piedra chocó contra las tejas, y al momento, pudo ver como una sombra larga aparecía en la boca del callejón y se dirigía directamente donde él estaba escondido. José María pensó que los fantasmas no huyen, y tuvo que reprimir una carcajada, que hubiera delatado su presencia.

Sin dejar tiempo a que el otro se diera cuenta, lo cogió del cuello con una mano, y con la otra le puso la navaja delante de los ojos. Al sujetarlo, notó que no era un hombre fuerte, pero podía ser peligroso, tenía que persuadirlo. El otro intentó zafarse, y él sin aflojarle el gaznate, le espetó.

- Si te mueves te harás daño.  Y dime quién eres o te rajo como a un melón.

Aquel individuo parecía querer decir algo, pero no se movió. Sus ojos en principio brillantes, iban perdiendo la liquidez. Entonces José María, comprendió que no podía hablar, que le estaba ahogando. Aflojó un poco la mano, y el otro comenzó a reaccionar. Tosió, y dio un par de bocanadas grandes. De forma entrecortada, consiguió decir:

- No me mates José María.

Aquellas palabras le hicieron soltar la presa, pero siguió a la defensiva, y volvió a preguntar:

- ¿Quién eres?

Sin apenas poder aún, el otro le dijo su nombre. Y bajando todo lo que pudo la voz, le dijo que iba casa de una viuda. Que se tapaba la cara para evitar que le reconocieran. Pues temía por la reputación de la mujer.

José María dudó, por un instante, si dejarlo marchar o darle una paliza. Retiró la navaja de delante de aquel fantasma de carne y hueso, que solo iba de jarana a consolarse y consolar a su amada.

- Y por eso tienes atemorizado a todo el pueblo… No crees que ya sois los dos mayorcitos para poder hacer lo que os salga la real gana…, y dejar que la gente diga y piense lo que quiera.

El otro no contestó. Agachó la cabeza y avergonzado se encogió de hombros. José María quiso suavizar la situación y tendiéndole la mano le dijo:

- Anda, dame un cigarro antes de irte, que me has tenío más de una hora al raso y sin fumar.

Mientras se llevaba la mano al bolsillo y sacaba una petaca de metal, el individuo, sonrió levemente. Un poco más repuesto, y con algo más de color en la cara comentó:

- Ahora podrás ir por ahí diciendo que has dado un susto a un fantasma.

Los dos rieron con gana. Después se dieron cuenta de que estaban alborotando demasiado y decidieron marcharse. Cuando se despidieron, cada uno salió hacia un lado del callejón. José María se volvió, y sin levantar la voz le dijo al otro, que iba en dirección contraria. Él otro se paró y volviéndose dijo:

- Bueno estoy yo después del susto, como para ir de jarana –Se cubrió con la capa y se fue por donde había venido.

Sonriendo José María dio cuatro pasos más y llegó a su casa, iba a tirar el cigarro antes de entrar, pero no lo hizo. Con todo el cuidado que pudo, para no hacer ruido, cerró la aldaba y echó la cadena, aunque sabía que aquella noche ya no habría fantasmas rondando el vecindario. Entró en la habitación de su hija, y encendió la lámpara de la mesita. Su hija se asustó al verle.

- ¿Qué pasa padre?

- Nada, solo vengo a decirte que este cigarrillo que me estoy fumando me lo ha dado el fantasma que os tiene a todos atemorizados.

La muchacha abrió un poco más los ojos y sonrió.

- ¿Por qué te ríes?

- Porque los fantasmas no fuman, padre.

- Claro que no hija mía. Y ahora duerme.

Dio las buenas noches a su hija, y salió al patio a terminar de fumar. Al salir, no pudo reprimir una sonora carcajada, y mirando el pitillo que tenía entre los dedos comentó para sí:

 - No son tontos los fantasmas, no.

A partir de aquella noche los comentarios y chismes sobre fantasmas, fueron poco a poco perdiendo interés. Y solo unos pocos meses después, en algún corrillo, se comentó que fulano de tal se había liado con mengana de cual, y que como ella era viuda se habían marchado los dos fuera del pueblo. José María sabía que a la única persona que se lo había dicho, era a su mujer, y ella no era de chismes a la puerta de la calle. Entonces recordó ese famoso refrán que dice “sí no quieres que se sepa una cosa, no la hagas”.

CHAPUCILLAS

Hace tiempo que los últimos libros que compraba los tenía uno encima del otro, así que este verano decidí hacer una estantería a medida. Aquí tenéis el resultado.

 
Ahora como podréis apreciar  necesitaré comprar más libros para llenarla. Vamos el cuento de nunca acabar.

Y para no tirar los retales de madera, pues... este cogedor imitación a los que usaban nuestras abuelas.





EL ATRAPADOR DE PAISAJES

Era una persona especial. De esas que dedican su tiempo, su vida… a una tarea que nadie más lo hace. Todos hemos capturado alguna vez un paisaje en un momento determinado, con una luz diferente que hace esa imagen especial. Pues bien, esa era la meta del ATRAPADOR DE PAISAJES. Nadie era capaz de hacerlo igual.

No creáis que tenía para ello una máquina sofisticada, tuvo varias, pero ninguna destacó por ser el último modelo, ni la mejor en su marca. Era él, el que tenía esa magia innata para capturar la imagen, en el momento adecuado y con la luz y el ambiente preciso.
Cuando alguien iba de visita a su casa, podía descubrir en sus paredes los más bellos lugares del planeta. Cuando hablaban de un viaje que habían realizado, él sacaba su álbum de paisajes y buscaba los que había hecho en ese lugar. Los visitantes quedaban asombrados, aquellas imágenes eran tan especiales, que les hacían volver a recordar con toda nitidez su estancia en ellos.

Pero, si alguna de las personas hablaba de un sitio donde él no había estado todavía,  inmediatamente buscaba su agenda y lo anotaba como un destino próximo. Si ese lugar desconocido había suscitado la curiosidad en sus amigos, además lo marcaba con un número que indicaba la prioridad con la que haría su viaje.

Todo comenzó al poco de venir de su luna de miel. Habían estado en…, nunca consigo recordarlo, bueno no tiene importancia. Aquel día su mujer, una muchacha encantadora y bella, se había ido a trabajar. Y él, se puso a colocar las fotos que habían ido tomando a lo largo del viaje. Comenzó por ordenarlas cronológicamente según la ruta que habían seguido, y después inició la tarea de colocarlas en el álbum. Todo iba bien, las primeras hojas iban completándose de manera casi automática. Pero de pronto, su vista se quedó fija en las dos instantáneas siguientes... algo lo desconcertó. Ambas eran iguales, pero diferentes. Mientras que en la primera, su esposa con su naturalidad y su belleza, anulaba el paisaje del fondo. La segunda, donde su esposa no aparecía, era de una belleza impresionante. Para cualquier amante de la naturaleza, aquel paisaje era inigualable. Sintió que había conseguido captar toda la esencia, el momento, la luz, todo lo que una imagen debe poseer. Pero no era la foto, era el lugar. Supo en ese mismo instante que hay lugares que merecen ser recogidos en una instantánea. Fijados para siempre por un objetivo. Y él podía hacerlo, quería hacerlo. Decidió que a partir de ese momento dedicaría su vida a viajar y recoger con su cámara esos paisajes de ensueño.

Cruzó desiertos de arena infinita y calor extremo, y con su cámara atrapó, oasis y horizontes de dunas haciéndolos eternos. Subió las montañas más elevadas sin ser montañero, para atrapar los inmaculados blancos de hielos y nieves. Miles de verdes, suaves e intensos, quedaron en sus imágenes impresos. De cada país, en su colección, encontrarás un lago, un río, tal vez un mercado o un monumento. Del norte y del sur, los hielos eternos, inmensos y luminosos. Y para captar el fondo del océano completo, con sus peces de colores, reflejos, naufragios y abismos siniestros, pasó horas bajo el agua, inmerso. Así era, el atrapador de paisajes.

Ahora, ya no viaja. Hace ya tiempo me contó, que un día de verano entre un viaje y el siguiente, al despertar, descubrió a su mujer desnuda sobre las sábanas, y se quedó contemplando aquel paisaje desnudo y bello, de piel sensual y morena. Y descubrió, montes y valles, lugares maravillosos con ojos nuevos. Intentó inseguro, acariciar el horizonte que dibujaba aquel cuerpo. Su mujer despertó. Él le dijo, tu cuerpo es el paisaje más bonito que he visto nunca. Ella lo miro triste, en sus ojos apuntando unas lágrimas. Sí, debe ser cierto, pues a pesar de haberte querido siempre, tú estabas lejos y yo era joven. Mi cuerpo necesitaba de miradas, caricias, sexo... y te puedo asegurar que la mayoría de los hombres y mujeres que pasaron por este lecho, antes o después de hacer el amor conmigo, también lo dijeron. Ella se fue a la ducha y él se quedó llorando amargamente. Al regresar, ella sujetó su cara, y le dijo: no llores mi amor, te quise y te seguiré queriendo. Luego, antes de marcharse, secó las lágrimas y le dio un beso.


La última vez que lo vi, hace tiempo que no sé nada de ellos, me contó que ahora, cada vez que ve a su mujer tendida en el lecho, su cuerpo desnudo a penas cubierto por las sábanas, él llora amargamente.

PRÓLOGO

Una sala en penumbra. En la pared más grande de la habitación, una chimenea, que en esta época del año está sin uso y limpia. La luz que entra por el hueco ilumina tenuamente una mesa y dos sillas. En la mesa aún se pueden ver los restos de la comida. Luego la poca luz se va apagando y va dejando paso a la oscuridad, de manera que los pocos enseres que completan la estancia, apenas se pueden distinguir: Un par más de sillas, un pequeño aparador y una banca. En un retrato colgado sobre la banca, una pareja de la que no se distinguen los rostros.

El resto de la casa lo componen: el pasillo, que sirve de zaguán, dos dormitorios que dan a la sala, una pequeña cocina, que da paso al corral, donde una pequeña cuadra y un gallinero completan la parte baja, la parte alta de la misma es la cámara que sirve de pequeño almacén.

Sobre la banca duerme un hombre, las abarcas en el suelo y  la camisa medio desabrochada. De la cocina surjen ruidos de tareas domésticas. Una mujer, muchacha todavía por la edad, limpia los platos y vasos de la comida. Lleva el cabello recogido bajo un pañuelo, de trapo viejo, pero limpio. Su piel blanca contrasta con el negro de sus ojos y las pocas mechas de pelo que escapan de su atadura.


I…I…I…I…I…I…I


Agazapado tras la mata, como un depredador, espera a su presa. Ha estado varias noches trazando su plan, para que nada falle, todo está dispuesto para el momento. Ni siquiera una pequeña duda asalta su mente, lo ha decidido y lo hará. Sabe que no puede volverse atrás.

Poco a poco comienza a desprenderse de la ropa, debe evitar ensuciarse. La noche es fresca y nota como se le enfría el sudor en la piel. Desearía fumar un pitillo, pero la ocasión no se lo permite. En lo alto las estrellas parecen tintinear y la luna convierte todo el campo en un mar blanquecino.

De pronto la duda de si esa noche pasará por allí su presa. Así es como prefiere pensar en él, como si se tratara de un animal. Pero pronto desecha los miedos, sabe que nunca falta a su cita, y menos una noche serena como la de hoy. Por eso sigue tranquilo, esperando que de un momento a otro aparezca al fondo del camino.

De vez en cuando, el ruido de algún animal rompe el silencio de la noche. Él ni se mueve, a pesar de la claridad de su piel, sabe que no ha sido descubierto, y aprovecha para desentumecer sus músculos. Sabe que llegado el momento tendrá que saltar sobre su presa, pillarla desprevenida.

A lo lejos el reloj de la torre está dando las horas, su cerebro automáticamente tensa los músculos, falta poco. Busca entre su ropa la navaja, poco a poco, la va abriendo para evitar que suenen los muelles. La hoja, limpia como la patena, brilla bajo la blancura lunar. La deposita en el suelo y vuelve a desentumecer sus piernas, su corazón poco a poco va acelerando su pulso y a pesar de su desnudez ya no siente el frío de la noche.

A lo lejos aparece una figura, por un momento, sus ojos parecen no fijar el objetivo, los cierra y los abre con energía. Teme que no sea quien espera. Pero sus dudas se disipan a cada paso que da el otro. Es él, ha llegado el momento, sin apartar la mirada tantea el suelo hasta encontrar la zaca, la coloca a su espalda para evitar los reflejos. El sudor que aparece en su frente, llega hasta sus ojos y le produce un ligero escozor, pero ahora debe evitar moverse. Mentalmente cuenta los pasos que le faltan al otro, y cuando sabe llegado el momento, como un ágil depredador sale de su escondite. Su presa no tiene tiempo para reaccionar.

Sabe que el otro también va armado, por lo que rápidamente y de forma férrea, le sujeta la muñeca. Mirándolo fijamente a los ojos ve que la sorpresa se convierte en pánico. Como un frágil conejo, al sentir los colmillos del lobo, acaba de comprender lo que le está sucediendo. Es el momento, la mano que lleva la navaja da un rápido y enérgico corte. Una maldición apagada surge de la boca de su víctima, la sangre a borbotones salpica y chorrea por su pecho. Sin apartar la mirada, Él, el verdugo, sigue mirando a los ojos de su víctima, que poco a poco van perdiendo brillo. Como un títere se desploma. Han sido segundos, que para el otro serán la eternidad.

Sin perder tiempo, baja hasta el riachuelo, se frota como si quisiera limpiarse no solo la piel, sino también el pecado. Al acabar vuelve a la protección de los matorrales, comprueba que ninguna mancha queda y va en busca de su ropa. No puede dejar nada al azar, después de vestirse, vuelve sobre sus pasos y al llegar donde se encuentra el muerto, mete la mano en el bolsillo de la chaqueta, encuentra lo que busca. El olor de la sangre le vuelve a invadir los sentidos, y aprieta la boca para que el vómito no salga y se retira. Camina unos metros en la misma dirección que traía la víctima. Sin parar, extrae el dinero y tira la cartera, sabe que no será díficil encontrarla. El dinero tampoco lo quiere, pero por el momento le servirá para crear falsas sospechas. Sigue caminado y se interna en el monte, donde la tierra es más dura y anulará sus huellas, después de un trecho vuelve sus pasos hacia el pueblo.

Sabe que no puede entretenerse, dentro de no mucho comenzará a clarear por el Levante. Por eso, decidido,  comienza su retorno hacia el pueblo, ahora sus temores se acrecientan, cree que no le han visto, pero para no levantar sospechas debe llegar al piazo sin toparse con nadie. Conoce bien los caminos y los atajos, va pisando sobre la parte dura del camino y aprovecha lo ribazos donde la hierba no marcará sus huellas.

Sin resuello, llega al último trecho, la senda del piazo. Desconfiado escudriña los alrededores por si hay alguien en las cercanías, sus temores se desvanecen cuando se ve solo. Poco a poco va recuperando la respiración y la tranquilidad. Al llegar al rincón de la tierra, donde el día anterior ocultó la azada, se agacha y con movimiento rápido la recoge, sacude la tierra que la cubre y se dirige hacia donde dejó el tajo. Una pequeña sonrisa, denota la satisfacción de haber conseguido el objetivo.

Con la mente en otro sitio, lentamente sigue su jornada, con brío, pero sin apenas poner atención en ello, va cavando la tierra y arrancando la mala hierba. El sol, ya ha levantado del horizonte e ilumina todo el campo. No muy lejos algunas paredes del pueblo reflejan su luz y contrastan con aquellas que siguen sin recibirla.

La  suave brisa de la madrugada va apagándose, y el frescor de la tierra se va convirtiendo en polvo con cada golpe de la azada. Deja de golpear, y apoyado sobre la herramienta, escucha con atención, efectivamente las campanas de la iglesia tocan a difunto. Un escalofrío recorre todo su cuerpo, sabe que han encontrado el cadáver. Él que no es muy de rezos, mira al cielo, en silencio pide no ser descubierto. No le importa por él, sabe lo que ha hecho y no se arrepiente, pero piensa en su hija, que perdió a su madre y ahora se quedaría sola, además tendría que cargar con la vergüenza por su culpa.

Con esos pensamientos vuelve al trabajo, en silencio, maldice al hombre al que hace unas horas dejo muerto en el suelo. Sólo de esa fiera es la culpa, pero ahora él tendrá que cargar con su muerte toda su vida, pues sabe que nunca desaparecerá de su mente y sus sueños. La rabia le hace golpear cada vez con más fuerza la tierra, su corazón parece que va a salirse por la boca y sus músculos duros como piedras le agarrotan las piernas y  los brazos. Extasiado, deja el azada clavada en el surco, con el brazo seca el sudor de su frente. Al volver a coger el astil, una mancha roja cubre su antebrazo, se sobresalta y grita… El grito le ha despertado. Maldita sea, era un sueño.  Trata de escuchar, pero no oye ruidos, cree estar solo. Vuelve a apoyar la cabeza y cierra los ojos, que comienzan a llenarse de lágrimas.

- ¡Ha sido usted!

El grito le ha vuelto a sentar de golpe. Su hija con los ojos desorbitados se encuentra justo delante de él.

- ¡Padre, ha matado a un hombre! - grita de nuevo su hija, y añade:

- !Usted mató al señorito¡

El padre, cariñosamente coje su cabeza con las dos manos y mirándola a los ojos dice:

- Yo no he matado a un hombre, yo maté a una alimaña. Y deja de gritar, o dentro de un rato tendremos a los civiles en la puerta.

La muchacha se pone a llorar amargamente, retira las manos de su padre, de su rostro y pregunta:

- ¿Lo sabía padre?- y bajando la cabeza añade, -No llegó a forzarme. Me defendí.

- Si te llega a forzar, habría acabado con él en mitad del pueblo. Yo estaría en la cárcel y tú no lo soportarías. Por eso no pude dejarlo pasar. Aquel día, Dios quiso que volviera pronto del tajo, supongo que él esperaba que no volviera. Al volver la esquina, le vi marcharse de mal humor y no le di importancia, pensaba que habría venido a buscarme. Luego al entrar en casa, tú estabas encerrada en tu habitación, y a través de la puerta te oí sollozar. La sangre me comenzó a hervir dentro de las venas. Me imaginé lo peor, pero recapacité y fui en su búsqueda disimulando tranquilidad. Estaba en el bar, desahogando tu rechazo con una copa. Su cara enrojecida por tus uñas. Yo me pedí otra copa, y no le di importancia, hablamos no recuerdo de qué y al rato le pregunté que le había pasado en la cara. Él con una sonrisa me dijo que una gata le había arañado y se había escapado, que la próxima vez no tendría escapatoria. Apuré la copa de un trago. La navaja dentro del bolsillo, me quemaba la mano. Pero templé mis nervios, pedí otra ronda y brindé por la gata. Brindé por ti, y juré para mis adentros, que no dejaría que esa mala bestia tuviera una segunda oportunidad.

El resto ya lo recuerdo yo cada vez que cierro los ojos. Supongo que solo el tiempo, y volver a verte feliz, hará que vaya olvidando… o no. Pero al menos podremos seguir viviendo, tú con tu honra y yo…yo con mis sueños.

La muchacha vuelve a sollozar. El padre la rodea con sus brazos, con la voz quebrada  y los ojos llorosos, añade:

- Te lo vuelvo a repetir, el señorito era una alimaña, y a las alimañas hay que matarlas.


 FIN