Imagen de Pxfuel.com |
Imagen de Pxfuel.com |
Imagen de teksomolika en Freepik |
El sonido desagradable del
despertador le hace estirar el brazo hasta conseguir apagarlo, y se gira hacia
la ventana. Sí, ya es la hora. La luz que entra desde el exterior, le indica
que, aunque no haya visto la esfera del reloj, ya son las ocho. Dentro de una
hora y media debe estar en la oficina. Pero eso no quiere decir que no pueda
gastar cinco minutos más en la cama.
De nuevo un ziuu, ziuu
desagradable le indica que han pasado esos minutos. Esta vez baja los pies y se
queda sentado en la cama antes de apagar el molesto ruido. Se calza las
zapatillas y se dirige a la cocina, donde pone la cafetera en marcha, luego todavía
soñoliento vuelve a la habitación y se introduce en el baño, donde comienza la
rutina sistemática y diaria: taza, lavabo para un rápido afeitado y una
refrescante ducha. Es verano, por lo que al salir del agua solo necesita un
ligero secado y unos calzoncillos bóxer. Luego ya se vestirá.
Antes no era goloso, pero de
un tiempo a esta parte, combina tragos de café con leche y cereales rellenos de
chocolate. La radio dice que el calor, que ahora no es muy intenso, irá
subiendo a lo largo de la mañana, llegando a superar los 30 grados. Mientras acaba
el desayuno intenta recordar qué temas tiene pendientes en el trabajo, pero es
en vano y con un manotazo resta importancia al asunto. Ya mirará la agenda al llegar a la oficina. Ahora es momento de ir a arreglarse.
Un tergal en tono marino y una
camisa blanca de manga larga que irá remangando a lo largo de la mañana, y
sobre esta, una chaqueta fina que apenas llegue colgará en el respaldo de la
silla. Una mirada delante del espejo le indica que la elección ha sido acertada,
a falta de completar con unos mocasines beige del mismo tono que la chaqueta.
Ahora sí, ahora el espejo refleja una imagen juvenil de la que, a pesar de no
esforzarse en cuidar con sesiones de gimnasio, está muy orgulloso.
Al salir a la calle, el ruido
de la circulación, que ya es intensa, rompe el silencio que reinaba en apenas
dos metros dentro de la casa. Es el precio que hay que pagar por vivir en el
centro de la ciudad. Mira el reloj y ve que tiene tiempo suficiente para ir
relajado y llegar cinco o diez minutos antes de la hora. Mientras va caminando,
se fija como los comercios del recorrido han ido cambiando desde que él comenzó
a trabajar en la oficina, algunos han cambiado de dueños, otros han cambiado de
actividad y los más han cerrado sus puertas.
Cuando llega ante la puerta de
su empresa, se queda observando el luminoso de grandes letras que hay sobre la
fachada. Un temblor comienza a recorrer todo su cuerpo. Se acerca al bordillo y
para al primer taxi que se aproxima por la calzada.
De nuevo se encuentra ante el
espejo de su habitación, el temblor ha desaparecido, pero la rabia sigue ahí.
El primer golpe quiebra el cristal, los sucesivos, al caer al suelo, van
multiplicando la imagen de un anciano golpeando con un bastón.
Foto de Rahul Kumar en Unsplash |
Hospital de provincia,
público, dos enfermos por habitación, horario de visita de un sábado por la
tarde. Habíamos ido a ver a un familiar ingresado varios días atrás. Dos
enfermos por habitación, y varios familiares por enfermo. Hice los saludos pertinentes,
pregunté a mi familiar cómo llevaba su estancia obligada y excusé mi salida con
que éramos muchos en la habitación.
Cuando llegué a la sala
de visitas, como casi siempre que había estado en un hospital, la tele estaba
encendida. Lo raro era que el volumen, esta vez, estaba a un nivel
prácticamente inaudible. Al principio, pensé que en la sala no había nadie,
pues yo dirigí mi mirada a la pantalla encendida, pero entonces oí murmurar. Estaba
junto a la ventana del fondo. No tendría más de cuarenta años e iba
elegantemente vestida. Supuse que, como yo, estaría visitando a algún familiar.
Aun así, vi que su vestido era demasiado elegante para una tarde de visita en
un hospital.
De nuevo la oí hablar,
pero no entendí lo que decía. Por cortesía, más que por curiosidad, le pregunté
si se había dirigido a mí. Ella sin dejar de mirar hacia el exterior dijo:
—Mi marido ya se ha ido.
Yo, instintivamente, me
acerqué a la ventana más próxima. No vi a nadie y supuse que el hombre habría
entrado en el aparcamiento.
—¿Usted también tiene a
alguien enfermo? —preguntó ladeando ligeramente la cabeza hacia donde yo
estaba.
—Un familiar, pero no
es nada grave y pronto le darán el alta.
Los dos guardamos
silencio y continuamos mirando al exterior. Las sombras iban poco a poco
ganando espacio en el ambiente. Estuvimos así, cada uno sumido en sus
pensamientos hasta que una enfermera abrió la puerta, y dirigiéndose a ella, le
dijo que por favor la acompañara.
—Sí, voy inmediatamente
—dijo sin dejar de mirar por la ventana. Cuando la enfermera se marchó, añadió —Este
era su vestido preferido. Me lo he puesto para despedirle, pero… ni siquiera he
entrado a la habitación. No he sido capaz de hacerlo. Ahora se ha marchado y no
me verá.
Entonces, comprendí el
significado de las palabras que había pronunciado momentos antes. Lo que sigo
sin comprender, es cómo ella sabía que su marido había muerto antes de que se
lo comunicaran.
de la página Casadellibro.com |
Hora
del desayuno, en la radio, un colaborador del programa «De Pe a Pa», no sé de
qué habla, pero nombra la palabra libro, y yo, que soy un lector empedernido,
presto más atención. El título «Cómo cagar en el monte», la autora Khatleen Meyer. Mi primer pensamiento, ¡bajándose los
pantalones por supuesto! Y hasta ahí. Luego sigo desayunando.
Pero
llega la hora de meterse en la cama, y me acuerdo del título del librito. Mi cabeza
comienza a dar vueltas, y pienso que tampoco hay mucho problema a la hora de
bajarse los pantalones en mitad de un monte. Siempre encontrarás un árbol, una
buena mata rubia, carrasca, encina para los que no son de mi zona. Vamos que
cualquier sitio es bueno si te encuentras con prisas en mitad de un lugar donde
no suele haber gente. «No suele haber gente», me digo a mi mismo, y recapacito. ¡Antes no había gente! Y si la
había... eran cazadores y oías los disparos de las escopetas, y más o menos,
sabías si estaban cerca o no los tiros. También podía darse el caso de que
alguien estuviera haciendo leña, entonces sabías que el individuo en cuestión
estaba sujetando la motosierra, y mientras oyeras el ruido no había peligro de
que te pillaran con el culo al aire. La peor época era la temporada de setas,
porque claro, ahí todos íbamos calladitos para no delatar el rodal. Pero vamos
que más o menos por la posición, sabías si el agachado cogía o dejaba.
Pero
llegó la moda de caminar, correr, hacer rutas en bicicleta por el monte… Sí,
todas esas actividades que terminan en «ing» en
inglés y que yo no voy a utilizar en este texto. Y claro, lo de hacer tus
necesidades en plena naturaleza, ya no es tan fácil. Imagínate, que tienes la necesidad,
y como es lógico, buscas un rodalillo entre mata y mata, limpio de pequeñas
hierbecillas para evitar las cosquillas en tus partes íntimas, que en ese
preciso momento has de descubrir imperiosamente. Y lo que tú creías el lugar idóneo,
resulta ser la senda por donde en la mitad de tiempo que tu tardas en desocupar
el cuerpo, van a pasar, qué se yo, tres o cuatro personas, da igual el sexo que
tengan, ¡corriendo! ¿Qué haces?, cuando ha pasado el primero, ¿silvas?, para ver
si el resto ya no pasa por allí. ¿Te cambias a otro sitio?, con los pantalones
a medio subir, porque si te los subes, todas las prisas por desocupar no habrán
servido de nada, y la mierda te la llevarás puesta a casa. Y que me dices, si
en lugar de corriendo van en bicicleta. A la velocidad que van, ¡de esos no te salva
nadie! Clin, clan, cataplán. El primero te ha visto y haciendo un quiebro te ha
esquivado, pero del resto no te ha librado ni haberte dejado caer encima de lo
que acababas de dejar plantado.
Vamos que yo,
si me pilla un apretón en el monte, más que cómo hacerlo, me preocuparía de buscar
un lugar seguro donde hacerlo. Y quiero dejar bien claro que, no digo que no
sea interesante el libro. Todos los libros enseñan, y estoy casi seguro que, con
este, además, se pasa un buen rato.
De la página de vecteezy.com |
Si me vieran mis
amigas pensarían que estoy loca. Bueno mis amigas y todo el mundo. Y quizás lo
esté. ¿Por qué? Pues por que llevo un buen rato dentro de la bañera. Vestida.
Sí, vestida. ¿Estoy loca verdad? Sí, yo también lo pienso. ¿Qué cómo he llegado
a esto? Pues no sé. Tampoco es tan difícil. Llegué a casa. Dejé el abrigo y el
bolso en el perchero. Subí a mi habitación, puse música y entré al baño. Abrí el
grifo de la bañera y eché las sales que tanto me agradan. Y mientras esperaba a
que se llenara. Bueno eso no hace falta explicarlo. No hay que ser muy listo
para hacerse a la idea. La bañera está llena y yo, junto a ella con los pantalones
subidos. Y no, no tengo ganas de volver a bajármelos. De quitarme la ropa. Solo
de meterme al agua. Y pienso… bueno tampoco lo he pensado mucho, me he metido y
punto.
Lo que siento, es
no haber tenido la idea de prepararme un Martini antes de abrir el grifo. Ahora
estaría deleitándome con la copa en la mano. Pero bueno, ya que está mojada, estoy
aprovechando para darle una manita a la ropa. El problema es que no sé cómo va
a quedar con el gel. Ves otro fallo, me tendría que haber preparado el
detergente, y además la blusita es de marca, de esas que llevan una etiqueta
más larga que el rosario, y se tiene que lavar en agua fría, y yo tonta estaré,
pero en agua fría no me baño ni en pleno agosto. Si es que, cómo iba a yo pensar
que además de darme un baño acabaría haciendo la colada...
Hace un buen rato,
estaba casi dormida y llamaron al timbre. Me he llevado un buen susto. Ni me he
preocupado de ir a abrir. Total, sería un repartidor de paquetería, de esos que
siempre van con prisa los pobres. O sea, que cuando yo quisiera llegar a la
puerta con mil cuidados para no escurrirme, él o ella, ya habría terminado de
repartir en el barrio. Además, os imagináis la cara cuando le hubiera abierto
la puerta totalmente empapada. ¡No hijo, no! Bien está que me vea yo frente al
espejo cuando salga, pero que me vea por ahí cualquiera, ¡de eso nada!
Aquí estoy. Llevo…
no sé, una, dos horas, quizás más, y ahora me ha dado por divagar. Pienso que
la culpa puede ser por haberme pasado con las sales de baño. Claro, no va a ser
por el Martini. O igual es que los vaqueros están encogiendo al mojarse, y no me
circula bien la sangre. El caso es que, llevo un rato dándole vueltas al tema
de por qué la gente que se suicida en la bañera lo hace desnuda. Sí, ya se que lo
normal es entrar a la bañera sin ropa. Pero que digo yo, han pensado en
suicidarse. Yo no lo haría. Pero, eso es algo muy íntimo y cada uno tiene sus
motivos. Aunque hay a quien no le preguntan. ¡Vale! ¡Vale! Tenéis razón, en ese
caso es asesinato. Pero a lo que vamos. Has decidido suicidarte. Y como libre
que eres, has pensado hacerlo en la bañera, que para eso es tuya. Bueno en las
pelis, a veces, lo hacen en el baño de la habitación de un hotel. Que ya ves,
que gracia le tiene que hacer a la persona que limpia, tener que lidiar ese
desaguisado, porque al señor que ha escrito el guion se le ha ocurrido que, la
escenita del suicidio quedaba mejor en un hotel que en una casa particular. ¡Madreee!
Ya estoy otra vez divagando. Has decidido suicidarte en tu bañera, y digo yo, ¿tienes
que hacerlo desnuda? Total, qué más da que se te moje el vestido. Mira, yo
llevo a aquí media tarde con la ropa empapada y sigo tan feliz. Y luego, te
encuentre quién te encuentre, no sabes que después viene la policía, que suele
ser masculino y en plural; y el forense, aquí igual tienes suerte y como en las
películas te toca una mujer, y el de las fotos, y los de la camilla, y… yo que sé
cuánta gente más. Tú que habías decidido suicidarte en la intimidad de tu
cuarto de baño, y ahora te va a ver como tu madre te parió todo el equipo del
CSI.
¡Uf!, que mal rollo
he cogido con lo del suicidio. Menos mal que he cambiado hace un ratito de
tema, y he hecho mentalmente la lista de la compra para mañana. Y lo que es
mejor, la ropa que me voy a poner mañana y qué tengo que preparar antes de
abrir el grifo: otro cd que el de hoy lo he escuchado tres veces, un nuevo bote
de sales, que este está en las últimas, el bote de detergente de ropa delicada,
y por supuesto; una copa, la cubitera y la botella de Martini. Es que visto lo
visto con un vermut no voy a tener bastante
¡Calla! Una, dos,
tres… ocho. ¡Las ocho! ¡Madreee las ocho! Llevo casi cuatro horitas de baño y como
diría mi madre, la casa sin barrer. ¡Hala!, voy a salir del agua y a tender la
ropa que ya está bien.
www.nuevatribuna.es |
—Algún día lo mataré.
—¿Qué?
—Se que lo has oído perfectamente. Pero te lo
voy a repetir. Algún día lo mataré.
—Tú no eres capaz de matar ni una mosca.
—¿Y tú sí?
—Claro que sí. Yo maté al gato.
—El gato. No me hagas reír. El gato estaba
medio muerto.
—Pero tú ni siquiera te atreviste a coger la
piedra.
—Era un pobre animal.
—¡Ves! siempre has sido un flojo. Era un
animal enfermo y ni te atreviste a evitar que sufriera.
—Ahora es distinto y lo haré.
—Nunca hacías nada. Siempre esperabas a que
lo hicieran primero los otros. Si nos lanzábamos al agua, tú esperabas que
todos estuvieran dentro.
—Nunca me ha gustado el agua.
—Si había que saltar una valla, tú eras el
último.
—Me quedaba vigilando.
—Sí, hasta que los demás volvían de regreso. Si
saltaste alguna vez, fue porque yo te animaba.
—Pero ahora es distinto. Estoy harto, y lo
haré. Lo tengo todo planeado.
—Sí, eso no lo dudo. Pero no te atreverás. Como
siempre, en el último momento te volverás atrás.
—¿Y tú qué sabes?
—Porque te conozco. Son muchos años juntos.
Te volverás atrás, y tendré que hacerlo yo.
—¡Y qué
más da! Acaso no somos el mismo...
—Sí,
somos el mismo, pero tú nunca te arriesgas. Cuando hay peligro, sangre como en
este caso, tú no harás nada y me tocará hacerlo a mí.
—¡Bien!
¡Vale! Pero el resultado será que él estará muerto.
Fotos de Stock por Vecteezy |
Oye el timbre, por
la forma de llamar sabe que es su nieto, no lo esperaba, y se teme lo peor. Por
eso no abre, y baja las escaleras. Cuando abre, el niño entra rápidamente con
un simple, ¡hola abuelo! Él se acerca al coche de su hija y pregunta:
—¿Qué ha pasado?
El “nada padre.
Dale de cenar al chico” de su hija… no le ha convencido, su tono de voz y la
mirada al frente decían lo contrario. La ve marcharse, y no deja de mirar hasta
que las luces traseras del coche han desaparecido en la lejanía. Piensa que mientras
su hija va a trabajar de noche, el otro, como le llama desde hace ya bastante
tiempo, está gastándose el dinero en el bar. Maldice por lo bajo y vuelve a
casa. Sabe que su nieto lo necesita y cuando llega arriba su semblante ha
cambiado. Pero en su interior la rabia crece como ese jodido tumor que se llevó
a María, su mujer, hace ya cuatro años.
El niño está en la
cocina, sentado en la mesa frente a la tele, pero su mirada es distante. El
abuelo prefiere no preguntar, sabe que tarde o temprano se desahogará. Su hija
cree que el niño no cuenta nada, pero hace tiempo que el niño explotó en llanto
delante de su abuelo y le contó todo.
No han pasado ni
dos minutos, cuando el niño comienza a hablar.
—Ha vuelto a pasar.
Le ha vuelto a pegar y yo no he podido defenderla.
El abuelo parece no
haber oído nada, pero su mano agita el tenedor con tanta energía, que el huevo
que está batiendo salpica diminutas gotas fuera del plato. Traga saliva y nota
el sabor amargo de la misma.
—Tú eres un crío.
No puedes hacer nada. Tu madre es la que se debería defender.
—Cuando sea mayor
lo mataré —son las palabras que dice el niño antes de comenzar a llorar
impotente.
Él deja lo que está
haciendo, sabe que, el niño no podrá ni dar un bocado en el estado en que se
encuentra. Va junto a su nieto. Lo abraza un momento, tratando de darle el amor
que no tiene en casa. Después de un rato, cuando nota que el niño se ha
relajado un poco, le pregunta que si quiere cenar. El niño solo mueve la cabeza
de forma negativa. Y opta por llevarlo al dormitorio. Le ayuda a desnudarse y
lo acuesta. Él, se tumba a su lado y lo acaricia.
—Duérmete, mañana
todo habrá pasado.
—No abuelo, él
volverá a hacerlo, y yo no podré defenderla.
El abuelo aprieta
los puños con rabia, sin poder evitar que el sabor amargo de algunas lágrimas se
deslice hasta la comisura de sus labios.
Hace rato que su
nieto respira de forma tranquila, evitando despertarlo se levanta, va a la
cocina y guarda el plato con el huevo a medio batir en la nevera. Y sale de la
casa. No es tarde, pero el frio que anuncia el invierno, mantiene la calle
desierta. Mientras camina ligero, su mente no para de dar vueltas a todo. A
cada detalle. Lo ha pensado muchas veces, pero esta noche es distinta. Esta
noche ha hecho un juramento silencioso mientras pronunciaba las palabras
“duérmete, mañana todo habrá pasado”. Y va a cumplirlo.
Cuando llega a casa
de su hija. Todo está en silencio. Como suponía él, después de los gritos y los
golpes, ha vuelto al bar. La fría luz de la luna llena, que él ha ido
esquivando cuando venía, ilumina el salón a través del ventanal y también el
pasillo, por lo que no tiene ni que encender las luces para ir hasta el
dormitorio de su nieto. Su edad no le impide sentarse en el suelo a esperar.
Allí, la persiana medio bajada también deja entrar la luz de la noche, que
forma un pequeño recuadro sobre la cama de su nieto. Piensa que debería volver
a casa por si se ha despertado, pero instintivamente niega con la cabeza.
A pesar de que en
la oscuridad no puede ver la hora, su experiencia le dice que lleva más de una
hora larga esperando, cuando comienza a oír ruido de pasos subiendo la
escalera. No hay duda, son pasos falsos, descuidados, pequeños golpes de
movimientos incontrolados. Sonríe amargamente al recordar las veces que oyó a
su mujer decir: “hija ese muchacho no te conviene”. Maldice a su hija por no
haber escuchado a la madre. El forcejeo en la cerradura lo tensa un poco más, y
nota las piernas entumecidas por el tiempo inactivo. Ahora se da cuenta de que
debería haberse levantado de vez en cuando. Más pasos inseguros, más golpes
contra las paredes del pasillo. Vas bien cargado, piensa en silencio y sonríe,
pero ahora la sonrisa es distinta, no hay amargura si no odio. Un odio
acumulado, de cada vez que le ha oído gritar a su hija, un odio de cada vez que
su nieto le ha dicho: “papá le ha pegado a mamá”. Ahora, cuando el niño lo
dice, ni siquiera lo nombra. Ahora escucha el ruido en el aseo. El ruido
intermitente en la taza, le indica que mea más fuera que dentro, y piensa con
asco las veces que su hija habrá tenido que recoger los orines y los vómitos de
sus borracheras. Piensa en salir ya, pero se reprime. Sabe que el buen cazador
debe tener paciencia, acechar a la presa, y solo atacar cuando el resultado es
más propicio para el éxito.
Lleva un buen rato
oyendo sus ronquidos. Decide levantarse. Miles de agujas se clavan en sus
músculos inactivos durante tanto tiempo. Se los masajea hasta que dejan de
molestarle. Ha llegado el momento. Camina sigilosamente hasta la habitación. La
puerta está abierta y el olor a alcohol llena el ambiente. La persiana subida,
deja entrar la luz de la calle a través de las cortinas semitransparentes.
Tumbado sobre la cama ronca. A pesar de haberle roto el alma a su mujer y a su
hijo, ronca sin remordimientos.
Abre la botella de
whisky que lleva en el bolsillo y se la acerca a la boca. Él, como buen
borracho, abre la boca. Ni siquiera se da cuenta de que no es él mismo quien
empina la botella. Bebe con ansia, como si no llevara ya suficiente en el
cuerpo. Después de darle casi media botella, le ayuda a levantarse. Le cuesta,
lleva demasiado alcohol en el cuerpo, pero lo consigue. Cuando lo tiene en el
punto justo, solo ha necesitado un buen empujón y su peso ha hecho el resto. Un
golpe seco contra el borde de la cama. Una mancha oscura comienza a extenderse
por el suelo. Lo observa dar varias convulsiones antes de quedar inmóvil. No se
ha atrevido a tocarlo, pero ve que la mancha sigue ganando terreno sobre los
ladrillos. Es hora de completar la escena. Deja la botella tumbada en el suelo
y restriega la zapatilla del muerto en el liquido que sale de ella.
Hace varios minutos
que dejó de oír el vertido de la botella y no ha oído ningún ruido más.
Silenciosamente, como llegó, se marcha.
Cuando vuelve a
casa, va a la habitación de su nieto, sigue durmiendo. Saca el plato con el
huevo que dejó en la nevera. Mientras termina de batirlo, para sus adentros
piensa: “sin remordimientos”.
Imagen de An Le en Pixabay |
La noche está tranquila, son casi
las dos de la madrugada, y solo a lo lejos puede escucharse el jolgorio de
gente que anda de fiesta a esas horas. Él hace dos minutos que apagó la tele, y
ahora, ante la ventana, con la simple luz de la luna que se recorta en la
oscuridad, da caladas al último cigarrillo del día.
A lo lejos un sonido acompasado
de tacones, le indica que una mujer se acerca por el lado contrario de la
calle. Amaga el ascua del pitillo entre la mano y observa. Es una chica joven, por
su figura y su ropa, supone que no supere la veintena. Lleva el móvil en la
mano, pegado a la oreja, sin duda habla con alguien. Ahora que ya ha pasado por
delante de su ventana, camina con más ritmo. El cigarrillo, le comienza a
quemar dentro de la palma, sin pensárselo, lo apaga en el cenicero, que casi no
soporta una colilla más. Llega a la puerta del piso, pero se vuelve antes de
abrirla. ¿Por qué no? Se pregunta. Coge los guantes y el bastón que usa para caminar, y sale
al descansillo, baja la escalera rápidamente y al llegar al portal, amaga el
bastón, cruza la calle, y para un momento a escuchar, el taconeo se ha
convertido en un sonido apagado, lejano. Pero él no camina deprisa, al
contrario, sus pasos son regulares. Sabe que no puede precipitarse.
Su oído, de cazador nocturno, le dice que la chica se ha adentrado en el callejón. Su fuero interno le habla a la chica, algo que ella no puede oír. “Nunca entres en un callejón cuando te
persigan. No tienen salida. Mejor grita, quizás alguien te escuche, y si tiene
cojones, vendrá en tu ayuda”.
Ha pasado casi media hora desde
que salió de casa, ahora que vuelve a estar dentro de su portal, parece que su
corazón está más relajado. Ya no amaga el bastón, sabe que difícilmente alguien
lo va a ver subir al primer piso a esas horas. Entra al recibidor y después de
cerrar la puerta, deja los guantes y el bastón donde estaban antes de salir. Al
llegar al comedor, nota el olor desagradable de las colillas requemadas en el
cenicero, lo que le hace desistir de fumarse otro cigarrillo. Se sienta en el
sofá sin encender la luz, y tantea en el bolsillo. Saca la navaja, es automática
y solo necesita apretar un pequeño botón para que se abra. La abre y la cierra
varias veces, la hoja brilla gracias a la luz de la luna que entra por la ventana.
En su mente, sabe que no podrá evitar todas las violaciones que hay en el
mundo, pero eufórico y lleno de orgullo sabe que ha evitado una. Sonríe y
recuerda…
Al llegar al callejón, la vio
acurrucada bajo una sombra oscura. No se había equivocado, el individuo que seguía a la chica, unos metros por detrás, es la sombra oscura.
—Deja a la chica —fueron sus
palabras.
El otro sorprendido en un
principio, rápidamente reaccionó.
—Nos estamos divirtiendo.
Lárgate. Déjanos tranquilos.
—Deja a la chica —vuelve a
repetir.
El otro comienza a levantarse. El
primer golpe fue derecho al brazo donde brillaba el filo de la navaja. El
segundo, más fuerte, más dañino, a la rodilla, llena el callejón de un sonido
sordo de hueso roto seguido de un alarido de dolor. La adrenalina le sale por
cada poro de su piel, pero no ha terminado. Deja el bastón fuera del alcance
de aquel asqueroso, recoge la navaja. Y comienza a tantearle los bolsillos. El
otro, entre quejidos e insultos solo se preocupa de sujetarse la rodilla.
Cuando encuentra la cartera, saca su móvil y hace varias fotografías. Luego la
devuelve al bolsillo donde la ha encontrado.
—Ahora ya sabes que sé quién eres
y dónde vives. Espero que las noticias no hablen de un violador que cojea,
porque me dará igual que hayas sido tú o tu asqueroso padre.
Esas fueron sus últimas palabras,
antes de ayudar a la chica, que seguía encogida y temblando, a levantarse. Luego
la ha acompañado hasta una parada de taxi y ha esperado hasta que se ha subido a uno.