HE VUELTO A CASA

 

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Hoy he vuelto a la casa. Todo está como la última vez. Si acaso, el polvo que ha ido apagando la brillantor de los muebles y las rosas frescas que puse en el jarrón y ahora están secas, han sido testigos de nuestra ausencia. También las paredes habrán notado la ausencia de tus gritos y tus golpes, de mis perdones y mis llantos.

He recorrido la casa en silencio, a oscuras, temiendo despertar de un sueño, y por fin, he abierto el balcón de par en par. La luz, limpia de la mañana, ha llenado cada hueco del salón y de mi vida. Esa vida que te entregué y tu fuiste carcomiendo a base de reproches, insultos y golpes.

Tengo que tirar las rosas y limpiar, lo sé, pero no ahora. Ahora me apetece sentarme en el sofá y mirar hacia el exterior, a ese azul limpio que enmarca el balcón abierto. Una sonrisa se asoma a mi rostro. Ese balcón abierto que te precipitó al vacío y me ha dado la libertad.

¡Qué fácil fue engañar a todos! Hacerles creer que fue la mala suerte y el vino los que te hicieron caer. Ese maldito vino que te llenaba de alegría con los amigos, y en casa te hacia gritarme, insultarme y golpearme. Qué fácil hacerles pensar que mi sumisión y mi miedo me paralizaban en la cama como a un animalillo asustado. Si supieran que yo dejé abierto el balcón, no para que entrara el fresco de la noche, si no para que tú salieras a fumar tu último cigarro. Si supieran que, esta vez, yo no estaba asustada y encogida en la cama, asustada tal vez, pero agazapada esperando tu llegada, si supieran que tu no caíste, si no que tu PERRA, como me llamabas a veces, te ayudo a caer. Si supieran…

CAMINO AL TRABAJO

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El sonido desagradable del despertador le hace estirar el brazo hasta conseguir apagarlo, y se gira hacia la ventana. Sí, ya es la hora. La luz que entra desde el exterior, le indica que, aunque no haya visto la esfera del reloj, ya son las ocho. Dentro de una hora y media debe estar en la oficina. Pero eso no quiere decir que no pueda gastar cinco minutos más en la cama.

De nuevo un ziuu, ziuu desagradable le indica que han pasado esos minutos. Esta vez baja los pies y se queda sentado en la cama antes de apagar el molesto ruido. Se calza las zapatillas y se dirige a la cocina, donde pone la cafetera en marcha, luego todavía soñoliento vuelve a la habitación y se introduce en el baño, donde comienza la rutina sistemática y diaria: taza, lavabo para un rápido afeitado y una refrescante ducha. Es verano, por lo que al salir del agua solo necesita un ligero secado y unos calzoncillos bóxer. Luego ya se vestirá.

Antes no era goloso, pero de un tiempo a esta parte, combina tragos de café con leche y cereales rellenos de chocolate. La radio dice que el calor, que ahora no es muy intenso, irá subiendo a lo largo de la mañana, llegando a superar los 30 grados. Mientras acaba el desayuno intenta recordar qué temas tiene pendientes en el trabajo, pero es en vano y con un manotazo resta importancia al asunto. Ya mirará la agenda al llegar a la oficina. Ahora es momento de ir a arreglarse.

Un tergal en tono marino y una camisa blanca de manga larga que irá remangando a lo largo de la mañana, y sobre esta, una chaqueta fina que apenas llegue colgará en el respaldo de la silla. Una mirada delante del espejo le indica que la elección ha sido acertada, a falta de completar con unos mocasines beige del mismo tono que la chaqueta. Ahora sí, ahora el espejo refleja una imagen juvenil de la que, a pesar de no esforzarse en cuidar con sesiones de gimnasio, está muy orgulloso.

Al salir a la calle, el ruido de la circulación, que ya es intensa, rompe el silencio que reinaba en apenas dos metros dentro de la casa. Es el precio que hay que pagar por vivir en el centro de la ciudad. Mira el reloj y ve que tiene tiempo suficiente para ir relajado y llegar cinco o diez minutos antes de la hora. Mientras va caminando, se fija como los comercios del recorrido han ido cambiando desde que él comenzó a trabajar en la oficina, algunos han cambiado de dueños, otros han cambiado de actividad y los más han cerrado sus puertas.

Cuando llega ante la puerta de su empresa, se queda observando el luminoso de grandes letras que hay sobre la fachada. Un temblor comienza a recorrer todo su cuerpo. Se acerca al bordillo y para al primer taxi que se aproxima por la calzada.

De nuevo se encuentra ante el espejo de su habitación, el temblor ha desaparecido, pero la rabia sigue ahí. El primer golpe quiebra el cristal, los sucesivos, al caer al suelo, van multiplicando la imagen de un anciano golpeando con un bastón.


Era el momento

Irham Setyaki (@setyaki) unsplash.com


Iba a salir de la habitación, pero se volvió de nuevo y se colocó delante del espejo. Le gustó lo que vio y lo confirmó con un movimiento positivo de la cabeza. Sí, todo era importante, también la imagen. Ahora salió de la habitación tanteándose los bolsillos, las llaves en el pantalón, la navaja en la cazadora. Giró sobre sí mismo, observando el orden y el silencio de la casa. Ese silencio que contrastaba con el infierno que habitaba en su interior y que esperaba calmar al final del día. Se sentó en el coche y tecleó la ruta en el navegador. Serían casi dos horas de viaje. Miró el reloj, no había prisa para ir. Pero procuraría que el regreso no fuera demasiado tarde. Dio media vuelta a la llave en el contacto y antes de meter la marcha, introdujo el USB en la ranura. La música también era importante. Las notas de «Light and sado» de Vangelis inundaron el habitáculo del coche. Al llegar al destino, buscó un lugar tranquilo donde aparcar, y antes de bajarse, volvió a pensar el porqué lo hacía sin encontrar respuesta.

Solo sabía que… llegado el momento, su forma de pensar y actuar sufrían una metamorfosis, un cambio que hacía renacer, activar su instinto asesino. Y como había comprobado, solo existía una forma de aplacarlo.

Salió del coche y se puso a caminar. Le gustaba patear y conocer un poco la ciudad, elegir la zona, bien era verdad que a veces, había tenido que modificar su elección, pero eso eran males menores. Había pasado mucho tiempo desde la última vez, era casi imposible que relacionaran un asesinato con otro, a pesar de las similitudes. Además, como en otras ocasiones, había tomado la precaución de cambiar de ciudad. En plena pandemia, estuvo a punto de cometer el error de hacerlo en su pueblo, pero al final, pudo controlarse. Su pueblo es demasiado pequeño.

Cuántas veces lo había hecho, cuántos crímenes había cometido. No podía recordarlo bien mientras caminaba. Paró frente a una tienda de ropa, no entendía cómo había gente que se ponía aquellas prendas. Dio un manotazo al aire, como queriendo espantar aquel pensamiento, y comenzó a recordar cada uno ellos. El primero… hacía ya tanto tiempo del primero. Todavía era un adolescente. Volvía hacia casa cuando escuchó gritos dentro de una de las casas del barrio. La curiosidad le llevó a asomarse por la ventana. Aquel asqueroso borracho estaba sobando y golpeando a su hija. Al día siguiente apareció con el cuello rajado en mitad de la calle. Ahí comenzó todo, la adrenalina, el olor, ese olor metálico de la sangre, ¡y el poder! El poder, ante todo. Pero tuvieron que pasar un par de años para que volviera a hacerlo.

Todavía era temprano. El Sol tardaría en ocultarse tras el horizonte. Decidió sentarse a tomar algo en una terraza, observar a la gente caminar ajetreada o relajada paseando y mirando escaparates. La vida en la ciudad era tan diferente a la rutina diaria de su pueblo. En la mesa de al lado, había un grupo de jóvenes. Pensó que cualquiera de ellos, chica o chico, sería una buena opción esta vez. Una de las jóvenes se le quedó mirando. De pronto, le recordó a su última víctima. Había elegido aquella pequeña ciudad porque estaban en fiestas. Una de esas fiestas con vaquillas, atadas a una maroma a la que guiaban varios mozos, y no tan mozos por las calles del casco antiguo, en lo alto de la ciudad. Al igual que ahora, una muchacha, que iba junto a sus amigos, se le quedó mirando. Él, no le dio mucha importancia y siguió observando, como los más atrevidos, algunos gracias al alcohol, se acercaban peligrosamente a la res enmaromada. Pero luego, cada cierto tiempo, la muchacha sola o con su grupo de amigos, aparecía de nuevo en su campo de vista. Fue lo que hizo que acabara en aquel estrecho pasaje de empinadas escaleras, perdiendo la vida a borbotones. La recuerda y piensa que a veces, no somos nosotros, sino el destino el que decide por nosotros.
Llevaba ya un par de horas en la ciudad, la claridad de la tarde había dado paso a la oscuridad, solo rota por la tenue luz de las farolas y algún que otro comercio que permanecía abierto. Decidió que ya se había alejado lo suficiente del coche. Esa era otra de sus precauciones, ni demasiado cerca, ni demasiado lejos del medio de huida. Como buen depredador, iba mirando aquí y allá, disimulando no tener prisa, parando cada cierto tiempo delante de algún escaparate, cuando lo vio, reflejado en el cristal, al otro lado de la calle, caminando lentamente, quizás también, sin un lugar determinado al que llegar.

Supo que sería él. Por qué lo había elegido, no había motivo alguno. O… tal vez, fuera que al igual que él, llevaba la cabeza cubierta con una capucha. A él no le importaba que fuera mujer u hombre, no lo hacía por odio a ningún sexo, no había ningún motivo especial. Solo era una necesidad, un antídoto contra el veneno que le iba carcomiendo las entrañas, hasta que ya no podía más, y entonces tenía que salir a la caza, y matar. Matar y seguir viviendo. Era su medicina.

Cruzó la calle y se situó a unos metros detrás. Acarició la navaja dentro del bolsillo de la sudadera. Su objetivo había disminuido el paso. Era justo lo que necesitaba. Se puso a su altura. El clic automático de su navaja se solapó con otro clic similar. Movimientos rápidos, simultáneos, brillos de aceros cruzando la negrura de la noche. Quejidos, seguidos de maldiciones apagadas, y el olor dulzón y férreo de la sangre flotando en el aire Un escozor agudo en la garganta, le ha llevado a soltar la navaja antes de extraerla del pecho de su víctima. Las piernas no le sostienen y cae al suelo. Delante de él, antes de que se cierren definitivamente sus ojos, bajo la capucha de su presa, ve su propia cara con una mueca de dolor e incomprensión.

Dos armas, dos heridas mortales, dos cuerpos con la misma cara. Ese era el panorama con el que se encontró la policía aquella noche, en mitad de la calle. Dos hermanos, gemelos, separados al nacer, que nunca habían llegado a conocerse.

Han pasado varias semanas del doble asesinato. El inspector Cabarcos, acaba de leer el informe completo, y tanto el grupo de investigación como el equipo forense lo confirman: similar modus operandi, armas casi idénticas, crímenes a la misma hora e6n ciudades distintas, al menos una docena de víctimas aleatorias que tuvieron la mala suerte de cruzarse con uno de ellos, en el momento fatídico en el que ellos andaban de caza. Hasta que… por suerte, el destino a veces es así, un hermano, sin saberlo, eligió como presa al otro y viceversa.



SALA DE VISITAS


Foto de Rahul Kumar en Unsplash


Hospital de provincia, público, dos enfermos por habitación, horario de visita de un sábado por la tarde. Habíamos ido a ver a un familiar ingresado varios días atrás. Dos enfermos por habitación, y varios familiares por enfermo. Hice los saludos pertinentes, pregunté a mi familiar cómo llevaba su estancia obligada y excusé mi salida con que éramos muchos en la habitación.

Cuando llegué a la sala de visitas, como casi siempre que había estado en un hospital, la tele estaba encendida. Lo raro era que el volumen, esta vez, estaba a un nivel prácticamente inaudible. Al principio, pensé que en la sala no había nadie, pues yo dirigí mi mirada a la pantalla encendida, pero entonces oí murmurar. Estaba junto a la ventana del fondo. No tendría más de cuarenta años e iba elegantemente vestida. Supuse que, como yo, estaría visitando a algún familiar. Aun así, vi que su vestido era demasiado elegante para una tarde de visita en un hospital.

De nuevo la oí hablar, pero no entendí lo que decía. Por cortesía, más que por curiosidad, le pregunté si se había dirigido a mí. Ella sin dejar de mirar hacia el exterior dijo:

—Mi marido ya se ha ido.

Yo, instintivamente, me acerqué a la ventana más próxima. No vi a nadie y supuse que el hombre habría entrado en el aparcamiento.

—¿Usted también tiene a alguien enfermo? —preguntó ladeando ligeramente la cabeza hacia donde yo estaba.

—Un familiar, pero no es nada grave y pronto le darán el alta.

Los dos guardamos silencio y continuamos mirando al exterior. Las sombras iban poco a poco ganando espacio en el ambiente. Estuvimos así, cada uno sumido en sus pensamientos hasta que una enfermera abrió la puerta, y dirigiéndose a ella, le dijo que por favor la acompañara.

—Sí, voy inmediatamente —dijo sin dejar de mirar por la ventana. Cuando la enfermera se marchó, añadió —Este era su vestido preferido. Me lo he puesto para despedirle, pero… ni siquiera he entrado a la habitación. No he sido capaz de hacerlo. Ahora se ha marchado y no me verá.

Entonces, comprendí el significado de las palabras que había pronunciado momentos antes. Lo que sigo sin comprender, es cómo ella sabía que su marido había muerto antes de que se lo comunicaran.




DE SALIDAS AL MONTE Y…

 

de la página Casadellibro.com


Hora del desayuno, en la radio, un colaborador del programa «De Pe a Pa», no sé de qué habla, pero nombra la palabra libro, y yo, que soy un lector empedernido, presto más atención. El título «Cómo cagar en el monte», la autora Khatleen Meyer. Mi primer pensamiento, ¡bajándose los pantalones por supuesto! Y hasta ahí. Luego sigo desayunando.  

Pero llega la hora de meterse en la cama, y me acuerdo del título del librito. Mi cabeza comienza a dar vueltas, y pienso que tampoco hay mucho problema a la hora de bajarse los pantalones en mitad de un monte. Siempre encontrarás un árbol, una buena mata rubia, carrasca, encina para los que no son de mi zona. Vamos que cualquier sitio es bueno si te encuentras con prisas en mitad de un lugar donde no suele haber gente. «No suele haber gente», me digo a mi mismo, y recapacito. ¡Antes no había gente! Y si la había... eran cazadores y oías los disparos de las escopetas, y más o menos, sabías si estaban cerca o no los tiros. También podía darse el caso de que alguien estuviera haciendo leña, entonces sabías que el individuo en cuestión estaba sujetando la motosierra, y mientras oyeras el ruido no había peligro de que te pillaran con el culo al aire. La peor época era la temporada de setas, porque claro, ahí todos íbamos calladitos para no delatar el rodal. Pero vamos que más o menos por la posición, sabías si el agachado cogía o dejaba.

Pero llegó la moda de caminar, correr, hacer rutas en bicicleta por el monte… Sí, todas esas actividades que terminan en «ing» en inglés y que yo no voy a utilizar en este texto. Y claro, lo de hacer tus necesidades en plena naturaleza, ya no es tan fácil. Imagínate, que tienes la necesidad, y como es lógico, buscas un rodalillo entre mata y mata, limpio de pequeñas hierbecillas para evitar las cosquillas en tus partes íntimas, que en ese preciso momento has de descubrir imperiosamente. Y lo que tú creías el lugar idóneo, resulta ser la senda por donde en la mitad de tiempo que tu tardas en desocupar el cuerpo, van a pasar, qué se yo, tres o cuatro personas, da igual el sexo que tengan, ¡corriendo! ¿Qué haces?, cuando ha pasado el primero, ¿silvas?, para ver si el resto ya no pasa por allí. ¿Te cambias a otro sitio?, con los pantalones a medio subir, porque si te los subes, todas las prisas por desocupar no habrán servido de nada, y la mierda te la llevarás puesta a casa. Y que me dices, si en lugar de corriendo van en bicicleta. A la velocidad que van, ¡de esos no te salva nadie! Clin, clan, cataplán. El primero te ha visto y haciendo un quiebro te ha esquivado, pero del resto no te ha librado ni haberte dejado caer encima de lo que acababas de dejar plantado.

Vamos que yo, si me pilla un apretón en el monte, más que cómo hacerlo, me preocuparía de buscar un lugar seguro donde hacerlo. Y quiero dejar bien claro que, no digo que no sea interesante el libro. Todos los libros enseñan, y estoy casi seguro que, con este, además, se pasa un buen rato. 

TARDE DE BAÑO

 

De la página de vecteezy.com

Si me vieran mis amigas pensarían que estoy loca. Bueno mis amigas y todo el mundo. Y quizás lo esté. ¿Por qué? Pues por que llevo un buen rato dentro de la bañera. Vestida. Sí, vestida. ¿Estoy loca verdad? Sí, yo también lo pienso. ¿Qué cómo he llegado a esto? Pues no sé. Tampoco es tan difícil. Llegué a casa. Dejé el abrigo y el bolso en el perchero. Subí a mi habitación, puse música y entré al baño. Abrí el grifo de la bañera y eché las sales que tanto me agradan. Y mientras esperaba a que se llenara. Bueno eso no hace falta explicarlo. No hay que ser muy listo para hacerse a la idea. La bañera está llena y yo, junto a ella con los pantalones subidos. Y no, no tengo ganas de volver a bajármelos. De quitarme la ropa. Solo de meterme al agua. Y pienso… bueno tampoco lo he pensado mucho, me he metido y punto.

Lo que siento, es no haber tenido la idea de prepararme un Martini antes de abrir el grifo. Ahora estaría deleitándome con la copa en la mano. Pero bueno, ya que está mojada, estoy aprovechando para darle una manita a la ropa. El problema es que no sé cómo va a quedar con el gel. Ves otro fallo, me tendría que haber preparado el detergente, y además la blusita es de marca, de esas que llevan una etiqueta más larga que el rosario, y se tiene que lavar en agua fría, y yo tonta estaré, pero en agua fría no me baño ni en pleno agosto. Si es que, cómo iba a yo pensar que además de darme un baño acabaría haciendo la colada...

Hace un buen rato, estaba casi dormida y llamaron al timbre. Me he llevado un buen susto. Ni me he preocupado de ir a abrir. Total, sería un repartidor de paquetería, de esos que siempre van con prisa los pobres. O sea, que cuando yo quisiera llegar a la puerta con mil cuidados para no escurrirme, él o ella, ya habría terminado de repartir en el barrio. Además, os imagináis la cara cuando le hubiera abierto la puerta totalmente empapada. ¡No hijo, no! Bien está que me vea yo frente al espejo cuando salga, pero que me vea por ahí cualquiera, ¡de eso nada!

Aquí estoy. Llevo… no sé, una, dos horas, quizás más, y ahora me ha dado por divagar. Pienso que la culpa puede ser por haberme pasado con las sales de baño. Claro, no va a ser por el Martini. O igual es que los vaqueros están encogiendo al mojarse, y no me circula bien la sangre. El caso es que, llevo un rato dándole vueltas al tema de por qué la gente que se suicida en la bañera lo hace desnuda. Sí, ya se que lo normal es entrar a la bañera sin ropa. Pero que digo yo, han pensado en suicidarse. Yo no lo haría. Pero, eso es algo muy íntimo y cada uno tiene sus motivos. Aunque hay a quien no le preguntan. ¡Vale! ¡Vale! Tenéis razón, en ese caso es asesinato. Pero a lo que vamos. Has decidido suicidarte. Y como libre que eres, has pensado hacerlo en la bañera, que para eso es tuya. Bueno en las pelis, a veces, lo hacen en el baño de la habitación de un hotel. Que ya ves, que gracia le tiene que hacer a la persona que limpia, tener que lidiar ese desaguisado, porque al señor que ha escrito el guion se le ha ocurrido que, la escenita del suicidio quedaba mejor en un hotel que en una casa particular. ¡Madreee! Ya estoy otra vez divagando. Has decidido suicidarte en tu bañera, y digo yo, ¿tienes que hacerlo desnuda? Total, qué más da que se te moje el vestido. Mira, yo llevo a aquí media tarde con la ropa empapada y sigo tan feliz. Y luego, te encuentre quién te encuentre, no sabes que después viene la policía, que suele ser masculino y en plural; y el forense, aquí igual tienes suerte y como en las películas te toca una mujer, y el de las fotos, y los de la camilla, y… yo que sé cuánta gente más. Tú que habías decidido suicidarte en la intimidad de tu cuarto de baño, y ahora te va a ver como tu madre te parió todo el equipo del CSI.

¡Uf!, que mal rollo he cogido con lo del suicidio. Menos mal que he cambiado hace un ratito de tema, y he hecho mentalmente la lista de la compra para mañana. Y lo que es mejor, la ropa que me voy a poner mañana y qué tengo que preparar antes de abrir el grifo: otro cd que el de hoy lo he escuchado tres veces, un nuevo bote de sales, que este está en las últimas, el bote de detergente de ropa delicada, y por supuesto; una copa, la cubitera y la botella de Martini. Es que visto lo visto con un vermut no voy a tener bastante

¡Calla! Una, dos, tres… ocho. ¡Las ocho! ¡Madreee las ocho! Llevo casi cuatro horitas de baño y como diría mi madre, la casa sin barrer. ¡Hala!, voy a salir del agua y a tender la ropa que ya está bien.


ALGÚN DÍA LO MATARÉ

 

www.nuevatribuna.es


—Algún día lo mataré.

—¿Qué?

—Se que lo has oído perfectamente. Pero te lo voy a repetir. Algún día lo mataré.

—Tú no eres capaz de matar ni una mosca.

—¿Y tú sí?

—Claro que sí. Yo maté al gato.

—El gato. No me hagas reír. El gato estaba medio muerto.

—Pero tú ni siquiera te atreviste a coger la piedra.

—Era un pobre animal.

—¡Ves! siempre has sido un flojo. Era un animal enfermo y ni te atreviste a evitar que sufriera.

—Ahora es distinto y lo haré.

—Nunca hacías nada. Siempre esperabas a que lo hicieran primero los otros. Si nos lanzábamos al agua, tú esperabas que todos estuvieran dentro.

—Nunca me ha gustado el agua.

—Si había que saltar una valla, tú eras el último.

—Me quedaba vigilando.

—Sí, hasta que los demás volvían de regreso. Si saltaste alguna vez, fue porque yo te animaba.

—Pero ahora es distinto. Estoy harto, y lo haré. Lo tengo todo planeado.

—Sí, eso no lo dudo. Pero no te atreverás. Como siempre, en el último momento te volverás atrás.

—¿Y tú qué sabes?

—Porque te conozco. Son muchos años juntos. Te volverás atrás, y tendré que hacerlo yo.

—¡Y qué más da! Acaso no somos el mismo...

—Sí, somos el mismo, pero tú nunca te arriesgas. Cuando hay peligro, sangre como en este caso, tú no harás nada y me tocará hacerlo a mí.

—¡Bien! ¡Vale! Pero el resultado será que él estará muerto.


SIN REMORDIMIENTOS

Fotos de Stock por Vecteezy


Oye el timbre, por la forma de llamar sabe que es su nieto, no lo esperaba, y se teme lo peor. Por eso no abre, y baja las escaleras. Cuando abre, el niño entra rápidamente con un simple, ¡hola abuelo! Él se acerca al coche de su hija y pregunta:

—¿Qué ha pasado?

El “nada padre. Dale de cenar al chico” de su hija… no le ha convencido, su tono de voz y la mirada al frente decían lo contrario. La ve marcharse, y no deja de mirar hasta que las luces traseras del coche han desaparecido en la lejanía. Piensa que mientras su hija va a trabajar de noche, el otro, como le llama desde hace ya bastante tiempo, está gastándose el dinero en el bar. Maldice por lo bajo y vuelve a casa. Sabe que su nieto lo necesita y cuando llega arriba su semblante ha cambiado. Pero en su interior la rabia crece como ese jodido tumor que se llevó a María, su mujer, hace ya cuatro años.

El niño está en la cocina, sentado en la mesa frente a la tele, pero su mirada es distante. El abuelo prefiere no preguntar, sabe que tarde o temprano se desahogará. Su hija cree que el niño no cuenta nada, pero hace tiempo que el niño explotó en llanto delante de su abuelo y le contó todo.

No han pasado ni dos minutos, cuando el niño comienza a hablar.

—Ha vuelto a pasar. Le ha vuelto a pegar y yo no he podido defenderla.

El abuelo parece no haber oído nada, pero su mano agita el tenedor con tanta energía, que el huevo que está batiendo salpica diminutas gotas fuera del plato. Traga saliva y nota el sabor amargo de la misma.

—Tú eres un crío. No puedes hacer nada. Tu madre es la que se debería defender.

—Cuando sea mayor lo mataré —son las palabras que dice el niño antes de comenzar a llorar impotente.

Él deja lo que está haciendo, sabe que, el niño no podrá ni dar un bocado en el estado en que se encuentra. Va junto a su nieto. Lo abraza un momento, tratando de darle el amor que no tiene en casa. Después de un rato, cuando nota que el niño se ha relajado un poco, le pregunta que si quiere cenar. El niño solo mueve la cabeza de forma negativa. Y opta por llevarlo al dormitorio. Le ayuda a desnudarse y lo acuesta. Él, se tumba a su lado y lo acaricia.

—Duérmete, mañana todo habrá pasado.

—No abuelo, él volverá a hacerlo, y yo no podré defenderla.

El abuelo aprieta los puños con rabia, sin poder evitar que el sabor amargo de algunas lágrimas se deslice hasta la comisura de sus labios.

Hace rato que su nieto respira de forma tranquila, evitando despertarlo se levanta, va a la cocina y guarda el plato con el huevo a medio batir en la nevera. Y sale de la casa. No es tarde, pero el frio que anuncia el invierno, mantiene la calle desierta. Mientras camina ligero, su mente no para de dar vueltas a todo. A cada detalle. Lo ha pensado muchas veces, pero esta noche es distinta. Esta noche ha hecho un juramento silencioso mientras pronunciaba las palabras “duérmete, mañana todo habrá pasado”. Y va a cumplirlo.

Cuando llega a casa de su hija. Todo está en silencio. Como suponía él, después de los gritos y los golpes, ha vuelto al bar. La fría luz de la luna llena, que él ha ido esquivando cuando venía, ilumina el salón a través del ventanal y también el pasillo, por lo que no tiene ni que encender las luces para ir hasta el dormitorio de su nieto. Su edad no le impide sentarse en el suelo a esperar. Allí, la persiana medio bajada también deja entrar la luz de la noche, que forma un pequeño recuadro sobre la cama de su nieto. Piensa que debería volver a casa por si se ha despertado, pero instintivamente niega con la cabeza.

A pesar de que en la oscuridad no puede ver la hora, su experiencia le dice que lleva más de una hora larga esperando, cuando comienza a oír ruido de pasos subiendo la escalera. No hay duda, son pasos falsos, descuidados, pequeños golpes de movimientos incontrolados. Sonríe amargamente al recordar las veces que oyó a su mujer decir: “hija ese muchacho no te conviene”. Maldice a su hija por no haber escuchado a la madre. El forcejeo en la cerradura lo tensa un poco más, y nota las piernas entumecidas por el tiempo inactivo. Ahora se da cuenta de que debería haberse levantado de vez en cuando. Más pasos inseguros, más golpes contra las paredes del pasillo. Vas bien cargado, piensa en silencio y sonríe, pero ahora la sonrisa es distinta, no hay amargura si no odio. Un odio acumulado, de cada vez que le ha oído gritar a su hija, un odio de cada vez que su nieto le ha dicho: “papá le ha pegado a mamá”. Ahora, cuando el niño lo dice, ni siquiera lo nombra. Ahora escucha el ruido en el aseo. El ruido intermitente en la taza, le indica que mea más fuera que dentro, y piensa con asco las veces que su hija habrá tenido que recoger los orines y los vómitos de sus borracheras. Piensa en salir ya, pero se reprime. Sabe que el buen cazador debe tener paciencia, acechar a la presa, y solo atacar cuando el resultado es más propicio para el éxito.

Lleva un buen rato oyendo sus ronquidos. Decide levantarse. Miles de agujas se clavan en sus músculos inactivos durante tanto tiempo. Se los masajea hasta que dejan de molestarle. Ha llegado el momento. Camina sigilosamente hasta la habitación. La puerta está abierta y el olor a alcohol llena el ambiente. La persiana subida, deja entrar la luz de la calle a través de las cortinas semitransparentes. Tumbado sobre la cama ronca. A pesar de haberle roto el alma a su mujer y a su hijo, ronca sin remordimientos.

Abre la botella de whisky que lleva en el bolsillo y se la acerca a la boca. Él, como buen borracho, abre la boca. Ni siquiera se da cuenta de que no es él mismo quien empina la botella. Bebe con ansia, como si no llevara ya suficiente en el cuerpo. Después de darle casi media botella, le ayuda a levantarse. Le cuesta, lleva demasiado alcohol en el cuerpo, pero lo consigue. Cuando lo tiene en el punto justo, solo ha necesitado un buen empujón y su peso ha hecho el resto. Un golpe seco contra el borde de la cama. Una mancha oscura comienza a extenderse por el suelo. Lo observa dar varias convulsiones antes de quedar inmóvil. No se ha atrevido a tocarlo, pero ve que la mancha sigue ganando terreno sobre los ladrillos. Es hora de completar la escena. Deja la botella tumbada en el suelo y restriega la zapatilla del muerto en el liquido que sale de ella.

Hace varios minutos que dejó de oír el vertido de la botella y no ha oído ningún ruido más. Silenciosamente, como llegó, se marcha.

Cuando vuelve a casa, va a la habitación de su nieto, sigue durmiendo. Saca el plato con el huevo que dejó en la nevera. Mientras termina de batirlo, para sus adentros piensa: “sin remordimientos”.


NOCHE DE CAZA

Imagen de An Le en Pixabay

La noche está tranquila, son casi las dos de la madrugada, y solo a lo lejos puede escucharse el jolgorio de gente que anda de fiesta a esas horas. Él hace dos minutos que apagó la tele, y ahora, ante la ventana, con la simple luz de la luna que se recorta en la oscuridad, da caladas al último cigarrillo del día.

A lo lejos un sonido acompasado de tacones, le indica que una mujer se acerca por el lado contrario de la calle. Amaga el ascua del pitillo entre la mano y observa. Es una chica joven, por su figura y su ropa, supone que no supere la veintena. Lleva el móvil en la mano, pegado a la oreja, sin duda habla con alguien. Ahora que ya ha pasado por delante de su ventana, camina con más ritmo. El cigarrillo, le comienza a quemar dentro de la palma, sin pensárselo, lo apaga en el cenicero, que casi no soporta una colilla más. Llega a la puerta del piso, pero se vuelve antes de abrirla. ¿Por qué no? Se pregunta. Coge los guantes y el bastón que usa para caminar, y sale al descansillo, baja la escalera rápidamente y al llegar al portal, amaga el bastón, cruza la calle, y para un momento a escuchar, el taconeo se ha convertido en un sonido apagado, lejano. Pero él no camina deprisa, al contrario, sus pasos son regulares. Sabe que no puede precipitarse.

Su oído, de cazador nocturno, le dice que la chica se ha adentrado en el callejón. Su fuero interno le habla a la chica, algo que ella no puede oír. “Nunca entres en un callejón cuando te persigan. No tienen salida. Mejor grita, quizás alguien te escuche, y si tiene cojones, vendrá en tu ayuda”.

Ha pasado casi media hora desde que salió de casa, ahora que vuelve a estar dentro de su portal, parece que su corazón está más relajado. Ya no amaga el bastón, sabe que difícilmente alguien lo va a ver subir al primer piso a esas horas. Entra al recibidor y después de cerrar la puerta, deja los guantes y el bastón donde estaban antes de salir. Al llegar al comedor, nota el olor desagradable de las colillas requemadas en el cenicero, lo que le hace desistir de fumarse otro cigarrillo. Se sienta en el sofá sin encender la luz, y tantea en el bolsillo. Saca la navaja, es automática y solo necesita apretar un pequeño botón para que se abra. La abre y la cierra varias veces, la hoja brilla gracias a la luz de la luna que entra por la ventana. En su mente, sabe que no podrá evitar todas las violaciones que hay en el mundo, pero eufórico y lleno de orgullo sabe que ha evitado una. Sonríe y recuerda…

Al llegar al callejón, la vio acurrucada bajo una sombra oscura. No se había equivocado, el individuo que seguía a la chica, unos metros por detrás, es la sombra oscura.

—Deja a la chica —fueron sus palabras.

El otro sorprendido en un principio, rápidamente reaccionó.

—Nos estamos divirtiendo. Lárgate. Déjanos tranquilos.

—Deja a la chica —vuelve a repetir.

El otro comienza a levantarse. El primer golpe fue derecho al brazo donde brillaba el filo de la navaja. El segundo, más fuerte, más dañino, a la rodilla, llena el callejón de un sonido sordo de hueso roto seguido de un alarido de dolor. La adrenalina le sale por cada poro de su piel, pero no ha terminado. Deja el bastón fuera del alcance de aquel asqueroso, recoge la navaja. Y comienza a tantearle los bolsillos. El otro, entre quejidos e insultos solo se preocupa de sujetarse la rodilla. Cuando encuentra la cartera, saca su móvil y hace varias fotografías. Luego la devuelve al bolsillo donde la ha encontrado.

—Ahora ya sabes que sé quién eres y dónde vives. Espero que las noticias no hablen de un violador que cojea, porque me dará igual que hayas sido tú o tu asqueroso padre.

Esas fueron sus últimas palabras, antes de ayudar a la chica, que seguía encogida y temblando, a levantarse. Luego la ha acompañado hasta una parada de taxi y ha esperado hasta que se ha subido a uno.