LA NOTICIA

La Concepción - Llanes. foto de zanobbi.files.wordpress.com

Hacía casi dos años que había vivido aquella… llamémosle anécdota, y la había olvidado. Y ha sido hoy, ojeando el periódico, cuando he vuelto a recordar, nítidamente, lo que ocurrió aquella tarde.

Mi empresa me había enviado a una localidad de provincias para llevar a cabo un estudio. Llevaba unos días allí, y apenas si había hecho el trayecto de la pensión al trabajo y del trabajo a la pensión, por eso decidí, que dedicaría la tarde a pasear y conocerla mejor.

La tarde era apacible, y yo me iba recreando en los rincones, calles estrechas de fachadas antiguas y balcones repletos de macetas, donde el verde se mezclaba con vivos colores. Cada cierto tiempo me cruzaba con algún vecino, al que yo saludaba y él, ya fuera hombre o mujer, me miraba con cierta curiosidad.

Había recorrido todo el centro del pueblo, deteniéndome en aquellos lugares de especial relevancia, pero al mirar el reloj, vi que apenas llevaba media hora de apacible turismo. Todavía no tenía ganas de volver a encerrarme en mi habitación, y decidí ir caminando hasta las afueras del pueblo. El olor a campo me trajo recuerdos de mi infancia.

Llevaba recorridos unos cien metros por un camino que se perdía en la lejanía, cuando llegué a una verja que cerraba una hacienda, donde algunas malas hierbas habían colonizado los parterres y el camino de entrada. Al llegar a la altura del portón, un oxidado cartel donde se podía leer “Mi amada Luisa” indicaba quién había sido alguna vez la dueña del lugar. Me entretuve, apenas unos segundos, observando el edificio, que ocupaba la parte central de la parcela y que, a pesar de sus años y su deterioro, presentaba todavía un aspecto señorial.

El sol todavía muy alto, me animó a seguir caminando y disfrutar del paisaje un poco más. Pero mi pensamiento y mi curiosidad seguían ancladas en aquel palacete que había dejado atrás. Paré y volví mis pasos de nuevo hacía allí.

No me fue difícil franquear la puerta, pues a pesar de estar cerrada, no presentaba ni cerradura ni candado que impidiera abrirla. Un agudo chirrido fue la única señal de que yo había traspasado sus límites.

Me hallaba observando ensimismado aquel jardín abandonado a su suerte, cuando levanté la vista. La vergüenza me dejó paralizado. Una mujer me observaba desde una de las pocas ventanas que estaban abiertas. Pensé abandonar la finca, cuando una sonrisa en su rostro y un saludo con la mano, me hicieron cambiar de idea. Dos segundos después, ella estaba asomada a la ventana.

—¡Buenos días! —fueron las únicas palabras que pude pronunciar en esos momentos.

—¡Espere un momento, que bajo a abrirle! —dijo ella, volviendo a cerrar la ventana y desapareciendo tras el cristal.

En mi cabeza comenzaron a formarse vanas escusas para justificar mi intromisión en aquel lugar. Hasta que la puerta se abrió. Ante mí apareció una mujer con una enorme sonrisa en su rostro.

—¡Pero no se quede ahí! ¡Pase, pase!

Aquellas palabras tiraron por tierra todas mis excusas, y sin saber muy bien por qué, acepté su ofrecimiento. Ella, al cerrar la puerta guio mis pasos a través de un largo corredor. Su cuidada y larga melena y su elegante vestido blanco contrastaban con la fina capa de polvo que cubría los vetustos muebles. Al final del pasillo una puerta abierta, nos situó en una bonita estancia, donde una chimenea encendida creaba un ambiente cálido y agradable. Ella, sin mediar palabra, me indicó un sillón donde tomar asiento, y yo, como autómata sin decisión propia, volví a obedecerla.

—¿Prefiere té o café? —preguntó nada más verme sentado.

—Café. Con un poco de leche, ¡por favor!

—Sí, yo también prefiero el café. El té lo veo más de ingleses —fueron sus palabras antes de abandonar la estancia.

Mientras al fondo se oía ruido de platos y tazas, yo me preguntaba qué hacía allí sentado en mitad de un salón, en casa de una desconocida. Me estaba bien empleado por entrometido.

Cuando volvió, llevaba una bonita bandeja con dos tazas humeantes que dejó sobre la mesita que separaba su sillón del mío. Yo, intenté excusarme por haber entrado sin permiso a su propiedad. Algo a lo que ella quitó importancia. Después siguieron numerosas preguntas sobre mí, que yo fui contestando, y muy poca información sobre ella. Pero entendí que era el precio que debía pagar.

Cuánto tiempo estuvimos charlando, no lo recuerdo, solo sé que miré por la ventana y la oscuridad comenzaba a cubrir la vegetación del patio. Educadamente, le di a entender que debía marcharme, y ella simulando tristeza, se levantó y me señaló la salida. Una vez en la puerta intenté estrecharle la mano, pero simuló estar distraída.

—Usted ya conoce el camino —fueron sus palabras de despedida. Y vuelva otro día —añadió con un deje de súplica.

—Lo tendré en cuenta —contesté mientras bajaba los escalones de la entrada.

Apenas había recorrido cinco metros, cuando la escuche decir: «¡Por favor! No comentes en el pueblo que has estado conmigo». Aquello me dejó descolocado, pero le dije que no lo haría. Y así, dándole vueltas a aquella frase llegué a la pensión.

Al entrar, la dueña, me estaba esperando preocupada. Me habían estado llamando por teléfono. Al día siguiente, temprano, debía volver a mi trabajo en la Central.

Aquel regreso inesperado, me hizo olvidar lo que había pasado aquella tarde. ¡Hasta hoy! Hoy, mientras ojeaba el periódico, ha aparecido delante de mí la imagen de aquel edificio, y de aquella mujer. La noticia: “Un terrible incendio destruye el palacio de Las Luisas”. Con sorpresa y curiosidad he seguido leyendo el texto. Y un grito ha quedado ahogado en mi garganta. De nuevo, he vuelto a leer la frase: “el palacio, que permanecía abandonado desde la muerte de la última Luisa, hace ahora unos tres años, ha ardido completamente”.

Desde que leí la noticia han pasado varias horas, pero el temblor y miedo que han inundado mi cuerpo, todavía no me han abandonado. Aquella tarde, yo estuve tomando café con un… ¡sí, con un fantasma!