HORNACINA DE LA INMACULADA

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Lleva cinco minutos andando deprisa, demasiado deprisa para sus años y sus piernas, pero no quiere aflojar. No quiere y no puede, porque teme que si va más despacio se le olvide el camino, o la meta. Contesta sin mirar, teme que una cara, un recuerdo, unas palabras… le distraigan y esa  maldita enfermedad que le va royendo el pensamiento y la memoria, lo dejen a mitad de camino. Hace varios días que no sabe qué hacer, ni qué hará el resto de sus días. Pero esta mañana, mientras se vestía lo ha visto claro, y con la rapidez que su senectud le ha dejado, ha salido a la calle. Ahora que lo piensa, ni siquiera sabe si ha cerrado la puerta de la casa. ¡Qué más da! Ya la cerraré cuando vuelva. Opina para sus adentros. Y sacude su mano delante del rostro, como para desviar esos vanos pensamientos, que ahora mismo no desea tener.

Por fin ha llegado, frente a él, al otro lado de la calle, en la hornacina, está la imagen, la Inmaculada. Él nunca fue de santos o vírgenes, ni siquiera para blasfemar. Pero cuando iba con su mujer, este rincón siempre fue especial. La señal de la cruz y un Ave María, apenas audible, siseado por ella. Un Ave María de frases entrecortadas y palabras sueltas para él. Pues él, nunca fue capaz de aprenderlo completo, ni siquiera cuando de mocoso, se lo enseñaba su abuela.

Una Ave María que hoy tampoco rezará, pues no ha venido a rezar. Hoy ha venido a pedir. A intentar entender, por qué la vida es tan injusta que se la ha llevado a ella primero. Por qué ella que nunca había estado enferma. Y se ha quedado él que hay momentos que no sabe ni quién es ni dónde está, que la mayoría de los días solo recuerda pequeños retazos de su larga existencia. Y allí, delante de esa Virgen a la que ella tantas veces rezó, temblando, él que nunca ha sido ni de santos ni de vírgenes, le dice que no sabe vivir solo, ni quiere. Y con lágrimas en los ojos, baja de la acera, para decirle a su Virgen, la de ella, que no quiere vivir ni un día más. Y las lágrimas de los ojos, y quizás también el dolor en su corazón y su mente, no le han dejado ver ni oír el coche que irremediablemente lo ha arroyado, dejándolo tendido en el suelo. Sin vida.

UN MUNCH

Este es el texto que presente al concurso de microrrelatos del programa "Solamente una vez" de Radio  nacional de España del viernes 6 de diciembre. Tenía que estar basado en el famoso cuadro "El grito" del Pintor Edvard Munch. ¿Qué esconde? ¿Qué hay detrás de esa expresión? ¿Qué hay frente al personaje del cuadro? ...


Todavía lo recuerdo como si fuera hoy. Caminaba cabizbajo, ensimismado. ¿Cómo describir aquella puesta de sol?

Entonces escuché aquel grito desgarrador. Una persona con las manos en la cabeza gritando. Tenía que describir la escena. ¡No! Con palabras no podría. Nunca había pintado bien, pero lo hice.

¿Es un Munch? Preguntaban. ¡Un Munch! Exclamaban. Al final lo firmé.

VI LA MUERTE PASAR

imagen compuesta* 

Cuando me subieron a la habitación, él ya ocupaba la cama de al lado. Era un hombre mayor, casi centenario. Las arrugas y el color de su piel, eran la señal de una larga vida de trabajo a la intemperie. Sus manos, inquietas, lo corroboraban.

Su acompañante, una mujer mayor también, pero con bastantes menos arrugas y años. Se notaba que había sido guapa en su juventud, resultó ser su hija.

El hombre apenas si hablaba, aunque parecía mover los labios de forma casi constante. A las preguntas de su hija para conocer su estado, solía contestar con un simple movimiento de cabeza, o en su caso un monosílabo.

Fue ella, la que comenzó a darnos a conocer los datos biográficos que se suelen compartir en estas situaciones hospitalarias.

Así es como supimos que venían de un pueblo próximo al nuestro. El hombre había emigrado, hacía un mundo, desde el sur para trabajar de labriego en una de las fincas de la comarca. Cuando vinieron, eran solo su mujer y él, la hija no había nacido todavía. Y en la finca estuvo trabajando hasta que sus fuerzas ya no dieron para más. Duro como el tronco de los árboles que plantó en sus años jóvenes, duro como las piedras que año tras año fue retirando del campo de siembra, nunca había estado enfermo hasta entonces.

Fue el segundo día que compartíamos habitación. La luz que traspasaba los cristales iba poco a poco dejando la estancia en penumbra. Su respiración pareció sosegarse. Abrió los ojos y extendió su nervuda mano hacia la hija.

–Dame la petaca muchacha que me fume el último pitillo –dijo con voz segura y firme.
–Padre, estamos en el hospital, además llevas cinco años sin fumar.
– ¡Joder! Por eso he dicho que será el último.
–Padre no digas palabrotas –le regañó la hija con voz suave.
–A mi edad, me vas a decir lo que tengo o no tengo que decir –protestó el hombre.

Poco a poco, fue retirando la mano. Su mirada quedó fija en algún punto lejano, más allá de la pared que había frente a las camas.

–Estaba sentado en el poyete de la puerta y la vi pasar –dijo de pronto.
– ¿A quién? –preguntó la hija.
–A tu madre. Era la chiquilla más guapa del pueblo. La seguí con la mirada. A pesar de ser una chiquilla, andaba tiesa como un ajo. Los dos éramos unos críos, pero yo dije para mis adentros que me casaría con ella.

Un nuevo silencio, y la mirada acuosa, nos indicaron que se hallaba sumido en sus recuerdos. Silencio que nosotros respetamos, y que yo, al menos, también aproveché para adentrarme en los míos.
Cuánto tiempo transcurrió hasta que volvió a hablar, no puedo recordarlo, solo sé que fuera era ya noche cerrada.

–Estaba en el poyete, como casi siempre, y la vi pasar.
–Y era la chiquilla más guapa. Eso ya me lo has dicho antes padre.
– ¡Calla coño! Vi pasar a la muerte.
– ¿Qué dice padre? –preguntó la hija extrañada.
– ¿A caso no me has oído? Vi pasar a la muerte, pero no iba de negro. Llevaba la gorra caída a un lado y el fusil colgado en el hombro. Me miró y se pasó el dedo de lado a lado por el cuello.

La hija me miró, y tratando de excusar a su padre añadió.

–Es la cabeza, siempre la tuvo muy despejada, pero ahora la ha perdido. Debe ser la demencia esa.

Yo le quité importancia, diciéndole que lo entendía. En mi caso, también había algún mayor, que en sus últimos días, había sufrido los mismos síntomas.

El hombre volvió de nuevo a mover los labios. Hablaba en susurros. Aunque apenas se podía distinguir lo que decía. Esta vez no rezaba, repetía una y otra vez: “vi pasar a la muerte”. Hasta que de pronto, levantando solo un poco más la voz dijo:
–Yo maté a la muerte.
–Anda padre descansa –le dijo la hija acariciándole la cabeza y colocándole su escaso pelo alborotado.
– ¡No quiero! ¡Te digo que maté a la muerte y no me voy a callar! –dijo retirando las manos que lo acariciaban.
­–Pero… qué son esas patrañas que cuentas, padre.
– ¡Patrañas! –Gritó esta vez–.  Es la verdad.

De nuevo  el hombre quedó callado. Solo su respiración, algo alterada, y algún ruido de las otras habitaciones que llegaba difuso, alteraban el silencio reinante.

No sería menos de la media noche, cuando el anciano comenzó de nuevo a hablar, esta vez de forma muy clara.

–Estaba en el poyete y vi pasar a la muerte. Me miró y con una sonrisa en la boca, me hizo el gesto del degüello. Al principio tuve miedo, pero luego… ya se sabe: “la curiosidad mató al gato”. Di la vuelta por el lado contrario de la calle y le fui siguiendo de lejos. Más escondido que mirando. Salió del pueblo camino de la noria.

Dejó de hablar y una leve sonrisa apareció  en su rostro. Luego continuó.

–Al acabarse las casas, tuve que ir agachao. La siembra estaba sin segar y me protegía un poco. Cuando llegué a la linde de la huerta, me pude alzar un poco más. Oí voces y risas de hombre y mujer. Busqué, a lo gazapo, un sitio desde donde ver mejor. Las piernas me temblaban, pero conseguí, sin hacer ruido,  subirme por dentro del olmo hueco. Entonces estaba más ágil que ahora ¡Coño!

Paró quizás para descansar, o tal vez porque necesitara retirar unos recuerdos para dar paso a otros.

–Ella no quería –comenzó de nuevo–. Gritaba y decía que la dejara. Me asomé y le tapaba la boca. De pronto él dio un grito y dijo: “¡me has mordido zorra!”. Yo volví a esconderme asustado, y entonces oí un golpe seco y silencio. Él comenzó a blasfemar. Cuando miré de nuevo, estaba colocando el cuerpo como si ella se hubiera golpeado con la piedra al caer. Luego borró sus huellas y se marchó, a paso ligero, hacia el monte.

Otro silencio, el temblor en sus labios y los puños cerrados.

–Me quedé mirando aquel cuerpo quieto, sin vida. Todavía sangrando por la brecha en la cabeza. Sin poder moverme, hasta que allí a lo lejos, entre los pinos, se oyó un tiro que levantó el vuelo de los pájaros cercanos.

Su hija se acercó a secarle las lágrimas que caían de sus ojos cansados, pero él le retiró la mano.

– ¡Fui un cobarde! Debería haberlo dicho todo, pero tuve miedo. Su imagen pasándose el dedo por el cuello y la de la muchacha, me paralizaban cada vez que encontraba algo de valor para contarlo.

La hija quiso calmarle, diciéndole que aquello había pasado hacía muchos años y él era un niño.

–Fui un cobarde, pero juré que algún día pagaría por aquel crimen.

La puerta de la habitación se abrió y la enfermera de turno vino a hacer su revisión habitual de media noche. Al marcharse, la hija me miró. Su cara mostraba estupefacción.

–Nunca nos contó esa historia –dijo como excusándose.
Él hombre, que parecía haberse dormido, volvió a hablar.
–No se lo dije a nadie, ni siquiera a Dios, pero ahora tengo que irme limpio. Sin secretos.
Levantó la vista hacia el techo.
– ¡Maldita sea! ¡Era un niño! ¿Qué querías que hiciera?

Su cabeza se movió hacia un lado y otro. Como negando.

–Entonces no hice nada, pero juré que algún día, aquel hijo de mala madre, pagaría por su crimen ¡Y lo cumplí!
–Padre, ¡qué hiciste! –exclamó asombrada y asustada la hija.

Una sonrisa sarcástica fue su primera contestación. Luego nos contó que eran las fiestas del pueblo y había comenzado a tontear con su mujer, que seguía siendo tan guapa o más que de chiquilla. Que una de las noches, en el baile, vio como aquel malnacido la miró con lascivia y lujuria. Supo que había llegado el momento. No podía dejar que aquel monstruo volviera a hacerlo otra vez.

Siguió contándonos que llevaba años observándolo y conocía sus costumbres. Sabía que  después de varias horas jugándose el dinero en el bar, saldría achispado para irse a dormir. Lo esperó, como aquel día, escondido en un callejón, pero esta vez el odio había sustituido al miedo. Cuando lo tuvo a su altura, abandonó la oscuridad, y sin pensárselo, le estrelló una piedra en la cabeza. Sí, justo en la frente. Luego solo tuvo que colocar el cuerpo para simular que había tropezado y caído sobre la piedra. “si había valido para uno, por qué no para otro” dijo alzando los hombros, como disculpándose.

Miré a la hija. En su cara había desolación. Le cogí la mano y se la apreté. Intentando consolarla. Mostrándole mi comprensión hacia aquel anciano que había callado durante toda su vida no solo un asesinato, sino dos.

–Sí María, sí. Yo maté a la muerte. Y no me arrepiento –esas fueron sus últimas palabras.

* La imagen está compuesta y modificada por mí sobre una foto de la página http://sololightwave.blogspot.com/ y la imagen de la muerte de la página https://www.worldanvil.com/