Fotos de Stock por Vecteezy |
Oye el timbre, por
la forma de llamar sabe que es su nieto, no lo esperaba, y se teme lo peor. Por
eso no abre, y baja las escaleras. Cuando abre, el niño entra rápidamente con
un simple, ¡hola abuelo! Él se acerca al coche de su hija y pregunta:
—¿Qué ha pasado?
El “nada padre.
Dale de cenar al chico” de su hija… no le ha convencido, su tono de voz y la
mirada al frente decían lo contrario. La ve marcharse, y no deja de mirar hasta
que las luces traseras del coche han desaparecido en la lejanía. Piensa que mientras
su hija va a trabajar de noche, el otro, como le llama desde hace ya bastante
tiempo, está gastándose el dinero en el bar. Maldice por lo bajo y vuelve a
casa. Sabe que su nieto lo necesita y cuando llega arriba su semblante ha
cambiado. Pero en su interior la rabia crece como ese jodido tumor que se llevó
a María, su mujer, hace ya cuatro años.
El niño está en la
cocina, sentado en la mesa frente a la tele, pero su mirada es distante. El
abuelo prefiere no preguntar, sabe que tarde o temprano se desahogará. Su hija
cree que el niño no cuenta nada, pero hace tiempo que el niño explotó en llanto
delante de su abuelo y le contó todo.
No han pasado ni
dos minutos, cuando el niño comienza a hablar.
—Ha vuelto a pasar.
Le ha vuelto a pegar y yo no he podido defenderla.
El abuelo parece no
haber oído nada, pero su mano agita el tenedor con tanta energía, que el huevo
que está batiendo salpica diminutas gotas fuera del plato. Traga saliva y nota
el sabor amargo de la misma.
—Tú eres un crío.
No puedes hacer nada. Tu madre es la que se debería defender.
—Cuando sea mayor
lo mataré —son las palabras que dice el niño antes de comenzar a llorar
impotente.
Él deja lo que está
haciendo, sabe que, el niño no podrá ni dar un bocado en el estado en que se
encuentra. Va junto a su nieto. Lo abraza un momento, tratando de darle el amor
que no tiene en casa. Después de un rato, cuando nota que el niño se ha
relajado un poco, le pregunta que si quiere cenar. El niño solo mueve la cabeza
de forma negativa. Y opta por llevarlo al dormitorio. Le ayuda a desnudarse y
lo acuesta. Él, se tumba a su lado y lo acaricia.
—Duérmete, mañana
todo habrá pasado.
—No abuelo, él
volverá a hacerlo, y yo no podré defenderla.
El abuelo aprieta
los puños con rabia, sin poder evitar que el sabor amargo de algunas lágrimas se
deslice hasta la comisura de sus labios.
Hace rato que su
nieto respira de forma tranquila, evitando despertarlo se levanta, va a la
cocina y guarda el plato con el huevo a medio batir en la nevera. Y sale de la
casa. No es tarde, pero el frio que anuncia el invierno, mantiene la calle
desierta. Mientras camina ligero, su mente no para de dar vueltas a todo. A
cada detalle. Lo ha pensado muchas veces, pero esta noche es distinta. Esta
noche ha hecho un juramento silencioso mientras pronunciaba las palabras
“duérmete, mañana todo habrá pasado”. Y va a cumplirlo.
Cuando llega a casa
de su hija. Todo está en silencio. Como suponía él, después de los gritos y los
golpes, ha vuelto al bar. La fría luz de la luna llena, que él ha ido
esquivando cuando venía, ilumina el salón a través del ventanal y también el
pasillo, por lo que no tiene ni que encender las luces para ir hasta el
dormitorio de su nieto. Su edad no le impide sentarse en el suelo a esperar.
Allí, la persiana medio bajada también deja entrar la luz de la noche, que
forma un pequeño recuadro sobre la cama de su nieto. Piensa que debería volver
a casa por si se ha despertado, pero instintivamente niega con la cabeza.
A pesar de que en
la oscuridad no puede ver la hora, su experiencia le dice que lleva más de una
hora larga esperando, cuando comienza a oír ruido de pasos subiendo la
escalera. No hay duda, son pasos falsos, descuidados, pequeños golpes de
movimientos incontrolados. Sonríe amargamente al recordar las veces que oyó a
su mujer decir: “hija ese muchacho no te conviene”. Maldice a su hija por no
haber escuchado a la madre. El forcejeo en la cerradura lo tensa un poco más, y
nota las piernas entumecidas por el tiempo inactivo. Ahora se da cuenta de que
debería haberse levantado de vez en cuando. Más pasos inseguros, más golpes
contra las paredes del pasillo. Vas bien cargado, piensa en silencio y sonríe,
pero ahora la sonrisa es distinta, no hay amargura si no odio. Un odio
acumulado, de cada vez que le ha oído gritar a su hija, un odio de cada vez que
su nieto le ha dicho: “papá le ha pegado a mamá”. Ahora, cuando el niño lo
dice, ni siquiera lo nombra. Ahora escucha el ruido en el aseo. El ruido
intermitente en la taza, le indica que mea más fuera que dentro, y piensa con
asco las veces que su hija habrá tenido que recoger los orines y los vómitos de
sus borracheras. Piensa en salir ya, pero se reprime. Sabe que el buen cazador
debe tener paciencia, acechar a la presa, y solo atacar cuando el resultado es
más propicio para el éxito.
Lleva un buen rato
oyendo sus ronquidos. Decide levantarse. Miles de agujas se clavan en sus
músculos inactivos durante tanto tiempo. Se los masajea hasta que dejan de
molestarle. Ha llegado el momento. Camina sigilosamente hasta la habitación. La
puerta está abierta y el olor a alcohol llena el ambiente. La persiana subida,
deja entrar la luz de la calle a través de las cortinas semitransparentes.
Tumbado sobre la cama ronca. A pesar de haberle roto el alma a su mujer y a su
hijo, ronca sin remordimientos.
Abre la botella de
whisky que lleva en el bolsillo y se la acerca a la boca. Él, como buen
borracho, abre la boca. Ni siquiera se da cuenta de que no es él mismo quien
empina la botella. Bebe con ansia, como si no llevara ya suficiente en el
cuerpo. Después de darle casi media botella, le ayuda a levantarse. Le cuesta,
lleva demasiado alcohol en el cuerpo, pero lo consigue. Cuando lo tiene en el
punto justo, solo ha necesitado un buen empujón y su peso ha hecho el resto. Un
golpe seco contra el borde de la cama. Una mancha oscura comienza a extenderse
por el suelo. Lo observa dar varias convulsiones antes de quedar inmóvil. No se
ha atrevido a tocarlo, pero ve que la mancha sigue ganando terreno sobre los
ladrillos. Es hora de completar la escena. Deja la botella tumbada en el suelo
y restriega la zapatilla del muerto en el liquido que sale de ella.
Hace varios minutos
que dejó de oír el vertido de la botella y no ha oído ningún ruido más.
Silenciosamente, como llegó, se marcha.
Cuando vuelve a
casa, va a la habitación de su nieto, sigue durmiendo. Saca el plato con el
huevo que dejó en la nevera. Mientras termina de batirlo, para sus adentros
piensa: “sin remordimientos”.
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