Herido va el caballero,
lanzada mortal lleva en el costado derecho. Su fiel montura, hembra de un negro
que hace honor a su nombre, ha cumplido sin tardanza su última súplica:
“Azabache, amiga mía, sácame de este horror que empapa de rojo la tierra y sembrándola
de muerte. Llévame lejos, donde la rapiña que llega tras la batalla no me
despoje de mis pertenencias y mi carne, dejando solo mi osamenta a la
intemperie”. El animal, como susurro que lleva el viento, ha cumplido la
petición de su amo, y ahora hombre y montura se encuentran en lo más hondo y
oscuro del bosque, donde la espesura encubre el negro de su pelaje y los
destellos de la armadura, que esta vez, en la batalla, no ha servido para
proteger al caballero.
Abrió los ojos y se
sobresaltó.
— ¿Quién sois? ¿Qué hacéis?
¿Dónde está la doncella que me ha estado cuidando?
—Permitidme señor que
termine de limpiaros la herida, y si mis años me permiten recordar todas y cada
una de vuestras preguntas, con gusto os las contestaré.
— ¿Acaso sois… hechicera?
La mujer sonrió antes de
contestar.
—No, no soy hechicera.
Tampoco bruja como habéis pensado en primer lugar. Simplemente soy la anciana
que os encontró más muerto que vivo, a los pies de vuestra yegua, cuando
recogía leña para el hogar. En cuanto a la joven por la que habéis preguntado,
he de deciros que ha debido ser fruto de vuestras calenturas, pues vivo sola
desde siempre en esta humilde cabaña.
Él negó con la cabeza.
—Os digo que, todos estos
días, una muchacha de claros y largos cabellos ha estado cuidado de mí, y
haciendo lo que vos hacéis ahora.
La mujer se encogió de
hombros, y continuó cubriendo la zona donde la lanza había penetrado con un
ungüento verdoso que desprendía un olor fuerte y desagradable.
— ¿Cuántos días…?
No llegó a terminar la pregunta,
cuando la mujer comenzó a contestar.
—Hace unos ocho días que os
encontré, y por el agua que necesitó vuestro caballo para saciarse, supongo que
llevabais al menos dos más perdidos en el bosque.
La mujer terminó de cubrirle
la herida, y él hizo intención de incorporarse, pero un fuerte dolor, que le
hizo quejarse de forma prolongada, se lo impidió.
—No tengáis prisa en
moveros. Habéis estado demasiado tiempo a las puertas del infierno, como para
poderos levantar aún. Descansad, dentro de un rato os daré unas sopas para ver
si vuestro cuerpo las acepta. Hasta ahora, solamente habéis tomado agua.
Debía haberse quedado otra
vez dormido, pues al despertar, encontró a la mujer sentada ante el fuego,
removiendo la cazuela que descansaba sobre varias piedras ennegrecidas. La luz
que penetraba por el pequeño ventanuco de la pared y la puerta entreabierta,
mostraba una estancia parca en mobiliario, pero bien cuidada. Una mesa de
madera, apenas desbastada, y dos tocones de pino como asiento, ocupaban el centro de la estancia, otro tocón
donde la mujer guisaba, el camastro donde él yacía, y un montón de hojarasca
mal cubierta con un raído lienzo, cuyo color apenas se diferenciaba del de la
tierra apisonada del suelo, que supuso, era el que la mujer usaba para dormir
desde que él llegara.
— ¿Dónde la escondéis?
—preguntó mirando a la anciana.
—Habéis vuelto a delirar
—fue toda la respuesta que recibió.
—He olido su perfume, he
notado sus suaves manos sobre mi herida, he visto sus ojos, de un azul limpio
como el cielo a primeras horas de la mañana, y sus cabellos semejantes al trigo
a punto de segar.
—Os aseguro… mi señor, que
en esta cabaña no hay, ni ha habido otra mujer desde que yo vivo en ella. Y ya
veis que no me parezco en nada a vuestra dama soñada. Quizás… alguna vez sí,
pero hace ya tanto de ello, que ni yo recuerdo si lo fui.
— ¿Insinuáis que estoy loco?
—Nunca ha sido esa mi
intención. Solo digo, que vuestra herida, la fiebre, os están haciendo delirar.
Tal vez, soñar con alguna dama de vuestra vida.
Él guardó silencio,
intentando buscar en sus recuerdos lo que la mujer acababa de decir.
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Lentamente, con el paso de
los días, el hombre fue mejorando, y muchos de los momentos, los aprovecharon
para conversar. Fue, sobre todo él, el que poco a poco se abrió y habló de su
vida. Hubo episodios en los que notó que la mujer languidecía, y pensó que ella
rememoraba parte de la suya. La mujer por su parte, fue muy escueta en cuanto a
su vida anterior, y siempre terminaba hablando de aquella vida silvestre y
solitaria que llevaba aislada en la profundidad del bosque. Él pensó que sería
debido a algo tan triste que, a pesar de estar muy lejano en el tiempo, no
había sido olvidado.
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Abrió los ojos, y el sol, que
entraba a raudales por el ventanuco, le hizo volverlos a cerrar. Se preguntó:
¿cuántos días llevaba tumbado en aquel camastro? Calculó, que debía llevar al
menos un ciclo de la luna completo. Había conseguido sentarse durante largos
ratos y posar los pies en el suelo, e incluso dar algunos pasos apoyado en la
destartalada mesa, y pensó que era hora de hacer algo más, pues a pesar de los
cuidados y lavados recibidos, necesitaba un aseo más profundo. En el rincón más
alejado de la estancia, vio amontonada su armadura y la espada. Poco a poco
consiguió levantarse y apoyándose en la pared fue avanzando. El esfuerzo le
produjo un sudor frío que empapó el sayón que le cubría. La mujer, debió oír
los lamentos que intentaba acallar apretando los dientes, y apareció en el
umbral de la puerta.
— ¿Pretendéis que se abra de
nuevo vuestra herida?
Él, a duras penas, retuvo el
quejido que pretendió salir de lo más profundo de su dolorido cuerpo.
—No desprecio vuestros
cuidados, pero creo necesario, por vuestro bien y el mío, que deberíais
ayudarme a llegar hasta ese pequeño arroyo que llena de sonidos la tranquilidad
de la noche.
Ella salió de nuevo y al instante
volvió a entrar con una fina y lisa vara de avellano, que puso en la mano
derecha de su huésped, yendo a colocarse al lado contrario.
—En verdad necesitáis un
buen baño —dijo acompañando sus palabras con una sonora carcajada.
El también comenzó a reír,
pero terminó profiriendo un agudo quejido, que hizo lamentarse a la mujer de
haber hecho el comentario.
Al llegar a la orilla, lo
sentó en una piedra, y le ayudó a deshacerse de la camisola que le cubría.
—Quitaos el calzón y
dádmelo, me iré un poco más abajo a limpiarlo.
Él, reticente, se metió lentamente
en el agua y se quitó la prenda, dejándola sobre la roca.
El agua, fría al principio,
fue agradecida por su cuerpo, que llevaba semanas sin una limpieza general. La
mujer, lo observaba cada poco tiempo con temor a que le pasara algo. Cuando
terminó de lavar la ropa, se desnudó tras un matorral y se introdujo en el
agua. Él, a pesar de la distancia, vio que aquel cuerpo no era el de una
anciana todavía. Quizás, la vida dura en el bosque hubiera envejecido el rostro
y las manos de la mujer, más deprisa que el resto del cuerpo. La observo al
salir, y tuvo la seguridad de que ella le doblaría la edad, pero nada más.
—Creo que ya deberíais salir
y secaros al sol. Debéis tener la piel arrugada como una pasa.
Él, la obedeció y volvió a
sentarse sobre la misma roca. Fue cuando le trajo la ropa para que se cubriera.
Un grito desgarrador y sordo salió de su garganta. Asustado, él se giró y la vio temblando, cubriéndose el rostro con
las manos.
— ¿Quién eres? ¿Quién eres?
—gritaba mientras sus piernas, incapaces de sujetarla, se doblaron hasta
postrarla de rodillas. ¿Esa mancha que tienes…? —no terminó la pregunta.
Él, todavía sobrecogido,
tardó en contestar.
—Mi aya me dijo que era una
herencia, que mi madre tenía una igual en el mismo lugar.
La mujer se levantó del
suelo, y sin pudor se alzó el sayón, mostrando su nalga izquierda.
—Tu aya no mentía. —dijo con
voz entrecortada. Y añadió—: Quien te dijo que había muerto, sí. —esta vez,
escupió las palabras.
Fue allí mismo, entre
abrazos y sollozos, donde la mujer, su madre, le contó, como su alegría materna
duró apenas tres años, años en los que su vida transcurrió feliz, cuidando de
aquel pequeño que constantemente reclamaba el calor de sus brazos y el alimento
de su pecho. Alegría que se transformó en sufrimiento, al ser repudiada por su
marido, por una historia que no fue real, solo habladurías. El celoso de su
marido, la amenazó con matar a su hijo si no se marchaba. Rota, herida en el
corazón y en el alma, tuvo que tomar la decisión más amarga de su vida. Dejarlo
en los brazos de otra mujer que lo cuidara.
—Madre, ahora lo comprendo.
—dijo, separándose para mirarla a los ojos. Y añadió—: Tú eras la muchacha de
mis delirios. No soñaba, en realidad eran recuerdos de mi niñez.
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Hace cuatro meses de aquel
reencuentro junto al agua. Algo menos de uno, que el caballero, cuyos súbditos
creían muerto en la batalla, regresó junto a una mujer que resultó ser su
propia madre. Y una semana que los restos del que fuera su padre, y que
cruelmente los separó, descansan en un rincón recóndito del bosque cercano al
castillo, fuera el panteón familiar.
Herido mortal iba el
caballero, pero esta vez el destino, ese que juega con la vida de los hombres,
ha querido que engañara a la muerte y encontrara a la mujer que le dio la vida.