HERIDO VA EL CABALLERO


Herido va el caballero, lanzada mortal lleva en el costado derecho. Su fiel montura, hembra de un negro que hace honor a su nombre, ha cumplido sin tardanza su última súplica: “Azabache, amiga mía, sácame de este horror que empapa de rojo la tierra y sembrándola de muerte. Llévame lejos, donde la rapiña que llega tras la batalla no me despoje de mis pertenencias y mi carne, dejando solo mi osamenta a la intemperie”. El animal, como susurro que lleva el viento, ha cumplido la petición de su amo, y ahora hombre y montura se encuentran en lo más hondo y oscuro del bosque, donde la espesura encubre el negro de su pelaje y los destellos de la armadura, que esta vez, en la batalla, no ha servido para proteger al caballero.

Abrió los ojos y se sobresaltó.

— ¿Quién sois? ¿Qué hacéis? ¿Dónde está la doncella que me ha estado cuidando?

—Permitidme señor que termine de limpiaros la herida, y si mis años me permiten recordar todas y cada una de vuestras preguntas, con gusto os las contestaré.

— ¿Acaso sois… hechicera?

La mujer sonrió antes de contestar.

—No, no soy hechicera. Tampoco bruja como habéis pensado en primer lugar. Simplemente soy la anciana que os encontró más muerto que vivo, a los pies de vuestra yegua, cuando recogía leña para el hogar. En cuanto a la joven por la que habéis preguntado, he de deciros que ha debido ser fruto de vuestras calenturas, pues vivo sola desde siempre en esta humilde cabaña.

Él negó con la cabeza.

—Os digo que, todos estos días, una muchacha de claros y largos cabellos ha estado cuidado de mí, y haciendo lo que vos hacéis ahora.

La mujer se encogió de hombros, y continuó cubriendo la zona donde la lanza había penetrado con un ungüento verdoso que desprendía un olor fuerte y desagradable.

— ¿Cuántos días…?

No llegó a terminar la pregunta, cuando la mujer comenzó a contestar.

—Hace unos ocho días que os encontré, y por el agua que necesitó vuestro caballo para saciarse, supongo que llevabais al menos dos más perdidos en el bosque.

La mujer terminó de cubrirle la herida, y él hizo intención de incorporarse, pero un fuerte dolor, que le hizo quejarse de forma prolongada, se lo impidió.

—No tengáis prisa en moveros. Habéis estado demasiado tiempo a las puertas del infierno, como para poderos levantar aún. Descansad, dentro de un rato os daré unas sopas para ver si vuestro cuerpo las acepta. Hasta ahora, solamente habéis tomado agua.

Debía haberse quedado otra vez dormido, pues al despertar, encontró a la mujer sentada ante el fuego, removiendo la cazuela que descansaba sobre varias piedras ennegrecidas. La luz que penetraba por el pequeño ventanuco de la pared y la puerta entreabierta, mostraba una estancia parca en mobiliario, pero bien cuidada. Una mesa de madera, apenas desbastada, y dos tocones de pino como asiento,  ocupaban el centro de la estancia, otro tocón donde la mujer guisaba, el camastro donde él yacía, y un montón de hojarasca mal cubierta con un raído lienzo, cuyo color apenas se diferenciaba del de la tierra apisonada del suelo, que supuso, era el que la mujer usaba para dormir desde que él llegara.

— ¿Dónde la escondéis? —preguntó mirando a la anciana.

—Habéis vuelto a delirar —fue toda la respuesta que recibió.

—He olido su perfume, he notado sus suaves manos sobre mi herida, he visto sus ojos, de un azul limpio como el cielo a primeras horas de la mañana, y sus cabellos semejantes al trigo a punto de segar.

—Os aseguro… mi señor, que en esta cabaña no hay, ni ha habido otra mujer desde que yo vivo en ella. Y ya veis que no me parezco en nada a vuestra dama soñada. Quizás… alguna vez sí, pero hace ya tanto de ello, que ni yo recuerdo si lo fui.

— ¿Insinuáis que estoy loco?

—Nunca ha sido esa mi intención. Solo digo, que vuestra herida, la fiebre, os están haciendo delirar. Tal vez, soñar con alguna dama de vuestra vida.

Él guardó silencio, intentando buscar en sus recuerdos lo que la mujer acababa de decir.

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Lentamente, con el paso de los días, el hombre fue mejorando, y muchos de los momentos, los aprovecharon para conversar. Fue, sobre todo él, el que poco a poco se abrió y habló de su vida. Hubo episodios en los que notó que la mujer languidecía, y pensó que ella rememoraba parte de la suya. La mujer por su parte, fue muy escueta en cuanto a su vida anterior, y siempre terminaba hablando de aquella vida silvestre y solitaria que llevaba aislada en la profundidad del bosque. Él pensó que sería debido a algo tan triste que, a pesar de estar muy lejano en el tiempo, no había sido olvidado.

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Abrió los ojos, y el sol, que entraba a raudales por el ventanuco, le hizo volverlos a cerrar. Se preguntó: ¿cuántos días llevaba tumbado en aquel camastro? Calculó, que debía llevar al menos un ciclo de la luna completo. Había conseguido sentarse durante largos ratos y posar los pies en el suelo, e incluso dar algunos pasos apoyado en la destartalada mesa, y pensó que era hora de hacer algo más, pues a pesar de los cuidados y lavados recibidos, necesitaba un aseo más profundo. En el rincón más alejado de la estancia, vio amontonada su armadura y la espada. Poco a poco consiguió levantarse y apoyándose en la pared fue avanzando. El esfuerzo le produjo un sudor frío que empapó el sayón que le cubría. La mujer, debió oír los lamentos que intentaba acallar apretando los dientes, y apareció en el umbral de la puerta.

— ¿Pretendéis que se abra de nuevo vuestra herida?

Él, a duras penas, retuvo el quejido que pretendió salir de lo más profundo de su dolorido cuerpo.

—No desprecio vuestros cuidados, pero creo necesario, por vuestro bien y el mío, que deberíais ayudarme a llegar hasta ese pequeño arroyo que llena de sonidos la tranquilidad de la noche.

Ella salió de nuevo y al instante volvió a entrar con una fina y lisa vara de avellano, que puso en la mano derecha de su huésped, yendo a colocarse al lado contrario.

—En verdad necesitáis un buen baño —dijo acompañando sus palabras con una sonora carcajada.

El también comenzó a reír, pero terminó profiriendo un agudo quejido, que hizo lamentarse a la mujer de haber hecho el comentario.

Al llegar a la orilla, lo sentó en una piedra, y le ayudó a deshacerse de la camisola que le cubría.

—Quitaos el calzón y dádmelo, me iré un poco más abajo a limpiarlo.

Él, reticente, se metió lentamente en el agua y se quitó la prenda, dejándola sobre la roca.

El agua, fría al principio, fue agradecida por su cuerpo, que llevaba semanas sin una limpieza general. La mujer, lo observaba cada poco tiempo con temor a que le pasara algo. Cuando terminó de lavar la ropa, se desnudó tras un matorral y se introdujo en el agua. Él, a pesar de la distancia, vio que aquel cuerpo no era el de una anciana todavía. Quizás, la vida dura en el bosque hubiera envejecido el rostro y las manos de la mujer, más deprisa que el resto del cuerpo. La observo al salir, y tuvo la seguridad de que ella le doblaría la edad, pero nada más.

—Creo que ya deberíais salir y secaros al sol. Debéis tener la piel arrugada como una pasa.

Él, la obedeció y volvió a sentarse sobre la misma roca. Fue cuando le trajo la ropa para que se cubriera. Un grito desgarrador y sordo salió de su garganta. Asustado, él se giró y  la vio temblando, cubriéndose el rostro con las manos.

— ¿Quién eres? ¿Quién eres? —gritaba mientras sus piernas, incapaces de sujetarla, se doblaron hasta postrarla de rodillas. ¿Esa mancha que tienes…? —no terminó la pregunta.
Él, todavía sobrecogido, tardó en contestar.
—Mi aya me dijo que era una herencia, que mi madre tenía una igual en el mismo lugar.

La mujer se levantó del suelo, y sin pudor se alzó el sayón, mostrando su nalga izquierda.

—Tu aya no mentía. —dijo con voz entrecortada. Y añadió—: Quien te dijo que había muerto, sí. —esta vez, escupió las palabras.

Fue allí mismo, entre abrazos y sollozos, donde la mujer, su madre, le contó, como su alegría materna duró apenas tres años, años en los que su vida transcurrió feliz, cuidando de aquel pequeño que constantemente reclamaba el calor de sus brazos y el alimento de su pecho. Alegría que se transformó en sufrimiento, al ser repudiada por su marido, por una historia que no fue real, solo habladurías. El celoso de su marido, la amenazó con matar a su hijo si no se marchaba. Rota, herida en el corazón y en el alma, tuvo que tomar la decisión más amarga de su vida. Dejarlo en los brazos de otra mujer que lo cuidara.

—Madre, ahora lo comprendo. —dijo, separándose para mirarla a los ojos. Y añadió—: Tú eras la muchacha de mis delirios. No soñaba, en realidad eran recuerdos de mi niñez.

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Hace cuatro meses de aquel reencuentro junto al agua. Algo menos de uno, que el caballero, cuyos súbditos creían muerto en la batalla, regresó junto a una mujer que resultó ser su propia madre. Y una semana que los restos del que fuera su padre, y que cruelmente los separó, descansan en un rincón recóndito del bosque cercano al castillo, fuera el panteón familiar.

Herido mortal iba el caballero, pero esta vez el destino, ese que juega con la vida de los hombres, ha querido que engañara a la muerte y encontrara a la mujer que le dio la vida.


SIN REMORDIMIENTO



Todo estaba saliendo como lo había planeado. Allí en el vano del ventanuco, ella sentada y él a su lado, dormido, profundamente dormido, destilando el vino que llevaba dentro, el que había tomado en la taberna, y el que ella le había hecho tomar. No había sido difícil convencerlo, un poco de zalamería y la botella. Excusa, la de recordar aquellos tiempos, las noches buenas de primavera, cuando el trabajo en el campo todavía no era agotador, y subían de la mano a observar el cielo abrazados. A su mente vinieron algunos de aquellos momentos, que creía olvidados, pero inmediatamente los desechó con un manotazo delante de su cara, y el amargor y la rabia volvieron a endurecer su corazón.

No había tiempo que perder, sigilosamente, se levantó, la noche era perfecta. La luna llena iluminaba la cámara lo suficiente para moverse sin tropezar con los cachivaches acumulados. Cogió la soga enrollada y la extrajo del rincón, con  sumo cuidado la fue extendiendo en el suelo. Pasó la punta por la hendidura de la garrucha y la fue deslizando poco a poco. Suponía que un leve ruido no lo despertaría, pero no quería correr el riesgo. Habían sido demasiadas noches de llanto e insomnio, ¡demasiadas!

Amarró bien la cuerda a uno de los postes que sujetaba la techumbre, ya solo faltaba el último paso. Con sumo cuidado se arrodilló a su lado y puso la cabeza sobre sus piernas. El miedo o los nervios, volvieron a aflorar y sus manos comenzaron a temblar ligeramente. Para sus adentros pensó que no era el momento, no podía desfallecer. Abrió un poco más el lazo y lo fue pasando poco a poco hasta dejarlo bien colocado. Lo ajusto y se retiró suavemente. Vio la botella y vertió lo poco que quedaba en la boca entreabierta del hombre al que una vez había amado con todo su ser y al que ahora odiaba por igual. Un último esfuerzo y la cuerda se tensó, apenas un pequeño chasquido y un pequeño balanceo, por el inútil forcejeo. El cuerpo quedó colgado e inerte. Un pequeño rumor de líquido salpicando el suelo, había oído  que a veces, se orinaban encima, y silencio.

No, no lloraría por él ¡Maldito una y mil veces! El luto y el llanto se los debía a su hermano. La única familia que le quedó cuando, siendo todavía una niña, sus padres murieron. Su madre después de una corta enfermedad. Su padre de lástima por la muerte de esta. Y quedaron solos, ella mozuela, y él con apenas dos años. Para ella había sido más un hijo que un hermano, por eso no comprendió que se marchara, pero tampoco lo culpó.

Como podía haber sido tan inocente. Acaso no había visto, como su marido, ese hijo de mala madre, había ido cogiendo celos de su hermano. Pobre hermano, él que siempre lo tuvo en estima, que incluso la animó a que lo aceptara por novio. Que lo admiraba e idolatraba. Que nunca hizo nada para molestarlo, si no recibir el amor de una hermana, como el de una madre que se le había ido demasiado pronto. Cómo estuvo tan ciega. Sí, vio los celos, las malas miradas, los reproches sin sentido, pero no fue capaz de ver el monstruo que iba creciendo dentro de su esposo.

Llegó a la alcoba, pero dio media vuelta, salió al corral y se fue hasta el fondo, al rincón donde crecía el manzano. Su hermano, su pobre hermano, al que culpó de haberla dejado sola. Siempre había estado allí, a medio metro del suelo.

Unas semanas atrás, cuando lo descubrió, el tiempo se convirtió en días y noches de odio, de rencor, de disimulo y planes, planes para castigar al monstruo. El monstruo que pendía de la cuerda, que ella misma le había puesto alrededor del cuello. Lo descubrió una noche, que al igual que todas, volvía achispado de cartas y vino. Tal vez, hiciera algo más. Quizás sospechaba algo, y por eso lo siguió cuando lo vio salir al corral. Sabía dónde iba, a orinar como cada noche bajo el manzano. Pero aquella noche, sus palabras ininteligibles otras veces, se escucharon más claras. “¡Maldito, ni enterrado me dejas vivir tranquilo!”. Recordaba aquellas palabras estallando en su cabeza de nuevo.

- “¿Qué dices? –preguntó ella, temblando y con la voz entrecortada.

Él  tambaleándose, soltó una carcajada estentórea, y después de escupir al suelo dijo: “tu hermanito, tu amado hermano, ni muerto y bajo tierra deja de joderme la vida”.

Recordaba cómo le flaquearon las piernas y cayó de rodillas. El dolor era tan grande que era incapaz de hablar, el aire no llegaba a su pecho y quedó tumbada allí mismo. Cuando despertó, medio muerta de frío, estaba amaneciendo. A él lo encontró tumbado bocabajo en la cama, durmiendo la mona, como siempre. Su cabeza se debatía entre matarlo o denunciarlo, pero notó que se desvanecía de nuevo. Cuando volvió a despertar, la casa estaba llena de gente, y él, le cogía las manos con lágrimas en los ojos. Pensó que fingía, que era puro teatro, que solo pretendía disimular delante de las vecinas y del médico que la estaba atendiendo. Luego, aunque estuvo varios días temiendo su muerte, descubrió que él había olvidado el suceso bajo el manzano. No tardó en volver borracho del casino. Ella disimulaba dormir, pero la rabia, la sed de venganza, no le dejaban. Solo el cansancio, el agotamiento, terminaban por vencerla cada noche.

Ahora allí, justo donde aquel malnacido había enterrado a su hermano, volvió a sentir la paz. Levantó la cabeza, y maldijo aquel cielo inmenso lleno de pequeñas luminarias, y al Dios que habitaba en él, por haber permitido aquel crimen sin motivo. Pero ya podría descansar. Ella, su hermana, la que lo crió y cuido como a un hijo, ella lo había vengado.

Sabía que tenía que descansar, tarde o temprano algún vecino daría el aviso. Tendría que llorar, que llevar luto, que sentir dolor. No le costaría. Lo haría, pero no por él, ¡por él no! Por aquel hermano desaparecido, asesinado y enterrado bajo el manzano, por el que no lloró en su día.

Antes de volver hacia la casa, pasó la mano por aquel manzano que cubría la tumba de su hermano, y murmuró su nombre. Dudó por un instante si dejar que siguiera allí descansando pacíficamente, pero entonces nunca se sabría que el monstruo lo había matado, y quedaría como un pobre borracho que había perdido la cabeza. Y eso no era lo que ella deseaba. Tenía que quedar como lo que era un cerdo celoso, asqueroso y criminal. Buscó la libreta que él tenía para apuntar los jornales, los pocos que hacía ya. Con letra desigual, escribió la nota de suicidio y la causa, y lo dejó todo sobre la mesa. Pero antes fue a la cocina, vertió un poco de vino en un vaso, y brindó por la muerte del que había sido su marido. Luego dejó el vaso junto a la libreta, pero antes dejó caer las últimas gotas sobre la nota.

Se dejó caer sobre el lecho, y pensó que dentro de poco, los golpes desesperados en su puerta la despertarían sobresaltada. Sus últimos pensamientos no fueron de remordimiento, solo de paz. La imagen de sus padres, y su hermano permanecieron ante ella incluso después de cerrar los ojos.

FLATU



Hoy os quiero presentar a un chico simpático, formal y normal, bueno lo de chico lo dejaremos aparte, pues ya tiene bastantes años, y lo de normal… lo de normal se podría decir que es casi cierto pero no. Y es que  Flatu, tiene un ligerillo problema. A saber, Flatu, cuando se pone nervioso se infla, bueno él no, su intestino. Su intestino se infla y su esfínter se relaja. He de decir en su descargo que solo es una vez. Sí, se infla y se desinfla una vez, pero… ¡qué vez! Vosotros diréis que soy un exagerado, que a quién no le pasa eso… en alguna ocasión. Pero es que a Flatu, le pasa siempre. Se pone nervioso y plas… ventosidad, y os puedo asegurar que no es normal, la ventosidad me refiero. Con deciros que han sido tema de estudio por parte de algunos científicos interesados. Que digo yo… que vaya tema para interesarse.

El caso es que, el problema de Flatu, de bebé, pasó casi inadvertido. Supongo que porque era su madre la que los aguantaba, y claro, ya se sabe cómo es el amor de madre, y porque a esa edad tampoco se pone uno nervioso demasiadas veces.

El problemilla comenzó a dar que hablar, cuando el muchacho se incorporó a la escuela. Dicen las malas lenguas y buenos olfatos, que cada vez que le tocaba hacer la asamblea, su profe de infantil abría la ventana, se llevaba al resto de la clase al rincón más alejado del aula y decía: “venga Flatu que te toca pasar lista”. Bueno, como es lógico, la seño lo llamaba por su nombre.  

Los primeros cursos de primaria, tampoco fueron muy problemáticos, una vez que los profes sabían lo que le pasaba, procuraban no preguntarle y así no se ponía nervioso. Fue peor cuando él y sus compañeros fueron creciendo. Él porque tenía más volumen intestinal, y sus compañeros porque… ya sabemos lo puñeteros que se vuelven los chavales a esta edad. Que se aburrían en clase: “profe, profe que Flatu no ha hecho los deberes”. Que tocaba preguntar la lección: “profe, profe que salga Flatu a la pizarra”. Que había control, pues bastaba con que alguno dijera nada más darle la hoja: “¡Qué difícil es el examen! Daba igual que el pobre Flatu llevara la tarea hecha, que se supiera el tema, o que el examen estuviera “chupao”, se ponía nervioso, y allí no había quien aguantara, ¡todos al pasillo!

La época de la Universidad fue distinta. En el aspecto académico, casi no hubo problema, ya se sabe, los chavales han crecido, cada uno va a lo suyo, las clases consisten en tomar apuntes y poco más, y los exámenes… bueno los exámenes iban bien, siempre y cuando Flatu no se pusiera nervioso. En aquel momento, el problema surgía cuando salían en grupo, y alguna chica le hacía “tilín” al muchacho en cuestión ¿Cómo acercarse? ¿Cómo hablar con ella?  Sí sabía que aquello llevaría a un desastre irremediable.

No penséis que el pobre no intentaba poner remedio a su problema. Recuerdo una vez, que pidió cita en un especialista en trastornos intestinales. El mejor que encontró en internet. El día de la cita, se lo pasó tomando tila, por lo de evitar el nerviosismo. ¡Se pasó!,  se pasó tanto, que estando en la sala de espera tuvo que ir al servicio. Tan relajado iba, que se sentó en el váter, y se quedó dormido. Debieron de llamarlo varias veces, pero él debía de roncar como un cochino, nunca mejor dicho, pues me lo imagino durmiendo con los pantalones bajados. El caso es que durmió tanto y tan bien. que estuvo durmiendo más de cinco horas, con decir que tenía cita en horario de mañana, y cuando salió del aseo era por la tarde. Y por supuesto, se le había pasado el efecto de la tila. Él que sale del aseo, mira el reloj de pared que había en la sala de espera, ve la hora, se pone nervioso y… ¡puffff! Dice que antes de doblar la esquina, miró y vio al doctor, a la enfermera, a la recepcionista y a todos los pacientes, rojos como tomates y dándose aire con las manos en la puerta de la clínica.

He de decir que hubo una ocasión, en la que parecía haber superado el problema y haber encontrado a su media naranja. La chica, ahora no recuerdo su nombre, era bastante maja; alegre, guapa, alta… vamos que nos extrañó mucho que saliera con nuestro amigo, hasta que descubrimos que también tenía un defecto, bueno dos. El primer defecto lo tenía en el olfato, sufría de anosmia, o sea, no olía nada de nada. De ahí que no sufriera los episodios de nerviosismo del Flatu. El segundo, suponemos que era consecuencia del primero, era que no solía usar el jabón. ¡Vamos! Que ahora no teníamos un amigo con problemas pestiles, si no, dos. Poco a poco, disimulando, nos fuimos alejando de la pareja, y aquello debió de mosquear a nuestro amigo, pues un buen día se acercó a nosotros y con una gran felicidad en el rostro nos dijo: “he cortado con mi pareja”, y añadió “creo que ya os hago yo sufrir bastante”. Los nervios, por la alegría, le debieron jugar una mala pasada, pues salió corriendo a la calle, y nosotros detrás, pues dentro no había quien aguantara.

Os diré, que con el tiempo, la cosa ha ido mejorando, o tal vez nos hayamos acostumbrado. Por un lado, aquí en la residencia de ancianos, a todos se nos van aflojando las fuerzas y el olfato, lo que hace más comprensible su problema. Y por otro lado, creo que Flatu, también ha madurado con los años, y se le ve más sosegado, más tranquilo... eso siempre y cuando no sea Manu, el enfermero que esté de guardia, que no es malo, pero sí un poco brutote poniendo las inyecciones, lo que hace que Flatu se ponga de los nervios.

EL PIANO


Llevaba dos horas de viaje. La suave llovizna, que caía desde hacía un rato, le había hecho pulsar el limpiaparabrisas en modo intermitente, y la estaba poniendo nerviosa. Decidió parar a tomar un café. Conocía el pueblo de haber parado otras veces, pero nunca lo había hecho en aquel restaurante. El aparcamiento estaba vacío, y aprovechó para dejar el coche próximo a la entrada. Así, no tendría que buscar el paraguas en la guantera.

Una rápida mirada, le confirmó lo que había deducido antes de entrar, solo una mesa con dos clientes estaba ocupada. Saludó al camarero con un “buenas tardes” y pidió un café con leche. Largo de leche y corto de café, “en vaso grande ¡por favor!”. El hombre le devolvió el saludo y se giró hacia la cafetera que tenía justo a la espalda.

Fue al dejar de oír el ruido de la máquina, cuando se percató del sonido suave que surgía, a través de la puerta entreabierta, del salón contiguo. Había vuelto la cabeza hacia allí, y no sé dio cuenta de que el camarero le hablaba, hasta que no le tocó el brazo.

—Le decía, si quiere algo más, y también, si lo desea, puede pasar al otro salón para escuchar mejor la música.

Ella, con la voz quebrada, apenas pudo pronunciar un “no gracias”. Se tomó el café sin saborearlo y dejo un billete de cinco en el mostrador. Al abrir la puerta, oyó al camarero darle las gracias por la propina. Al salir, las gotas de lluvia se mezclaron con las lágrimas que caían de sus ojos. Reemprendió la marcha maldiciendo la lluvia, ahora más fuerte, y su parada en aquel restaurante, y cuando llegó a su destino, hora y media más tarde, lo hacía de aquella maldita música al piano.

Poco a poco, a lo largo de la semana, había ido olvidando el incidente de su viaje de ida, pero hoy tocaba el de regreso, y mucho antes de que sonara el despertador, el sueño ya la había abandonado, y un mal estar le rondaba durante toda la mañana. Antes de emprender el viaje, se prometió a sí misma no pensar en el asunto, y por supuesto no parar en aquel pueblo. Pero conforme iba recorriendo kilómetros, su pensamiento volvía una y otra vez a aquellas notas al piano. 

Fue al ver la señal que indicaba la salida a quinientos metros, cuando comenzó a disminuir la velocidad, y a los cinco minutos se encontraba aparcando en el mismo restaurante. Esta vez, sin acercarse al mostrador, entró directamente al salón. La oscuridad era casi absoluta, solo el piano estaba levemente iluminado. Sin pensárselo, se acercó y paseó suavemente sus dedos por el teclado.

—Puede tocarlo, si lo desea.

Se sobresaltó y un escalofrío recorrió su cuerpo. No esperaba que en la oscuridad hubiera alguien. Pero al instante comprendió que no eran las palabras las que la habían  alterado, si no el tono de voz. ¡Aquel, si o desea! ¡Era él! Su mente le indicaba huir de allí, desaparecer, pero su cuerpo se quedó inmóvil durante unos segundos. Segundos en los que él se levantó, y se fue acercando hacia ella.

—Perdone que esté tan oscuro. Yo no necesito la luz.

Entonces se fijó en su cara. Unas gafas negras cubrían sus ojos.

—Si lo desea puedo encender las luces del salón —dijo el hombre dirigiéndose hacia la puerta de entrada.

Ella, todavía nerviosa, también se había desplazado hacia la salida, y un poco más segura al saber que él no la podía ver, se atrevió a hablar.

—No, gracias, no es necesario. Ya me iba.

Entonces él, extendió los brazos, al tiempo que decía:
—¡María! ¿Eres tú?

Las manos de él se movieron torpemente, hasta encontrar el rostro de la mujer.

—¡María! No te vayas, ¡por favor! Tengo tanto que contarte.

Ella, le retiró las manos antes de que notara las lágrimas que comenzaban a brotar de sus ojos. Él, a pesar de su ceguera, se dirigió rápidamente hasta el piano, y la música inundó todo el local.

Cuando ella salió del restaurante, el sol había desaparecido del horizonte. Había intentado salir corriendo, huir, pero su cuerpo no le respondió. Poco a poco fue acercándose hasta el piano. Él le cedió un sitio en la banqueta. Sus manos, temblorosas al principio, fueron cogiendo ritmo junto a las de él. Entre canción y canción, él le fue explicando como su mundo se había derrumbado al perder la vista. No se sentía capaz de volver a su vida de antes, y lo abandonó todo para marcharse lejos. Fue estando aislado del resto del mundo, que comenzó a teclear con los dedos, a pesar de no tener piano, a recordar canciones completas. Fue la música la que poco a poco le devolvió las ganas de vivir de nuevo. Pero cuando regresó, ella no estaba, y la ciudad le resulto extraña, vacía.   Comenzó entonces un camino sin rumbo, hasta que un día por casualidad, chocó con aquel piano, que ahora tocaban juntos, y decidió quedarse.

Se habían despedido con un fuerte abrazo. Él le preguntó al oído si volvería. Ella, de forma coqueta, le contestó que tal vez.

Ahora, en el coche, mientras veía pasar los puntos kilométricos que le iban acercando a su destino, sabía que no muy lejos en el tiempo, reharía aquel camino en sentido contrario. 

EL SICARIO


¡Hola! Me llamo Pepe Gilberto, ¡uy! Un momentín, que voy a tachar el apellido, ya saben por eso de la privacidad. Soy sicario, aunque a mí, me gusta más decir asesino profesional, lo de sicario lo veo como más… violento, sangriento, sin escrúpulos. En realidad soy albañil, pero desde la crisis del ladrillo, he tenido que ir reciclándome. Primero fui de buzón en buzón repartiendo propaganda, pero aquello era de andar mucho. Luego empecé en paquetería, aquí andar no se anda, pero hay que conducir de un lado para otro, y terminaba más mareado que una perdiz. Lo de vendedor a domicilio también lo probé, pero se parecía demasiado al buzoneo, y encima nadie compra ya al que llama a la puerta, se han acomodado a comprar por internet y que lo traiga el de paquetería. ¡Ah! Se me olvidaba, también trabajé de cajera, perdón cajero, en Merca… mejor no digo el nombre, por no hacer publicidad, pero tuve que dejarlo por prescripción facultativa. El médico me dijo que eso de estar todo el día moviendo la cabeza, viendo pasar cada producto, me producía trastorno neuronal. Algo así como que mis neuronas estaban todo el día de partido de tenis, voy y vengo, voy y vengo, y no lo soportábamos ni ellas ni yo. En fin, que dándole vueltas a un trabajo y otro, y viendo lo que los asesinos profesionales cobran en las pelis, pues decidí este último trabajo.

Pero quiero aclarar una cosa, la gente se cree, que porque eres sicario y te pagan, puede elegir la forma de como tienes tú que matar a quien ellos quieren. ¡Pues no! Al menos en mi caso no. 

Quiero que parezca un accidente dentro de la bañera a las seis en punto, me dice un cliente, Y yo pienso… y si a las seis no le da por bañarse… Además que si es una mujer guapa y bien puesta, pues uno hace lo que sea para convencerla de que se dé un bañito y… ya va siendo más fácil hacerlo. Pero, y si es un caballero de esos que cuando se quitan la ropa son todo menos caballeros, pelos por aquí, michelines por allá, bueno por todos los lados. ¿Quién se pone delante con toda la desfachatez del mundo y le obliga a desnudarse? ¡Yo no! Os lo puedo asegurar. 

Hace cosa de año y medio, me suena el teléfono:

-¡Hola!

-¡Hola! ¿Es usted… 

Era la voz de una mujer pero no terminaba la frase.

- Sí, dígame.

-¿Es usted… 

Vuelve a dudar y para que no cuelgue le ayudo. 

-Sí soy yo –le digo sin reparo, y añado.- Si quiere matar a alguien dígamelo.

Debí facilitárselo mucho, pues inmediatamente y de corrillo dijo:

-Quiero que mate a mi suegra   envenenándola con algo que sufra, sufra y sufra”

Mira no pude seguir escuchándola, colgué. ¡Qué mala es la gente! Matar a su suegra envenenándola. Sí, ya sé que hay suegras que se lo merecen, pero de ahí a hacerlo. Y encima con saña… ¡que sufra, sufra y sufra!
El deseo de otro cliente: “Quiero que parezca un suicidio, que se haya colgado de la barandilla del salón”. Claro, como si fuere tan sencillo hacer que alguien se suba por su santa voluntad a una silla con la cuerda al cuello. Hombre si consigues que antes se tome unas cuantas copas y luego piense que es un juego… pues a lo mejor te sale bien. Pero y lo desagradable que es. Según tengo entendido, a la pobre víctima se le sueltan los esfínteres, vamos que se hace todo encima. ¡Calla, calla! Menudo pastel para la persona que se la encuentre, y los polis: ¿Es asesinato o suicidio?  y el forense: ¡Es una mierda!

Y los que me piden que simule un suicidio con un tiro en la sien. Vamos que te presentas allí en casa de alguien, entras sin que te vean, que ya es difícil, llegas hasta el salón, el dormitorio o el despacho, según la ocasión, y le dices a la pobre víctima:  toma esta pistola y sáltate la tapa de los sesos ahora mismo. ¡Vamos calla! Con lo desagradable que es obligar a la gente a hacer algo, y encima que sea pegarse un tiro. ¡Qué no! Que no es mi forma de trabajar. Que yo soy más… no sé cómo explicarlo, pero así no lo puedo hacer.

Aunque he de decir que hace dos semanas me salió bien el trabajo. Quedo con el tipo, un hombre elegante, un buen despacho, la mesa ordenadita. Me enseña el sobre, doce mil euros, nada para despreciar, y propone el asunto: matar al hijo de su novia, que según él, no quería que su mamá se casara con otro. ¡Bueno! Casi lo normal para mi oficio. Yo le doy el visto bueno, y él saca una foto de la víctima. La cojo, la miro y  pam, pam, pam… tres tiros a bocajarro, pues no quería el desgracio que me cargara a un chiquillo de unos diez años. Creo que es la única vez que no he dudado de hacerlo, y tampoco de cobrar, salí raudo y veloz con el sobre de los doce mil euros en el bolsillo. 

Esta mañana mismamente, he recibido un mensaje de un antiguo compañero de clase. El muy ca… cabrito me dice que quiere que su mujer muera lentamente mientras duerme. Será ruin, que hace apenas tres años bebía los vientos por ella, y ahora quiere deshacerse de la pobre muchacha sin que ella se entere de nada. Como yo le dije por teléfono: “desgraciao si no la querías no haberte casado con ella”.

Vamos, que me estoy planteando cambiar de oficio, porque lo de sicario creo que tampoco es lo mío.