LA MUJER DE LA FOTO



Había salido a pasear aprovechando las últimas horas de la tarde, cuando el sol declinaba tras el horizonte. Sin darse cuenta llegó a la carretera nacional. Al otro lado, los árboles del pequeño parque que precede a la ermita, llamaban a disfrutar de su frondosidad.

Decidió entrar por el pasillo principal, al llegar al centro, la nueva fuente le recordó la que había cuando él era niño. La de ahora, similar, pero más "rococó", está rodeada por una reja para evitar actos poco cívicos.

Iba, sumido en sus recuerdos, recorriendo los pasillos formados por los cuidados setos cuando la vio. Leía sentada en los escalones de piedra, que soportaban la escultura central. Su pelo negro y rizado caía sobre sus hombros. Su piel morena contrastaba con el blanco de su vestido. Inmersa en la lectura, no se percató de que él la observaba. La imagen le pareció tan bonita que decidió recogerla con la cámara del móvil. Ella levantó la cabeza y miró en su dirección. Él, avergonzado, disimuló estar fotografiando los árboles y las plantas, y… poco a poco se alejó.

Pasados unos minutos y atraído por la curiosidad, volvió de nuevo hacia donde ella estaba, pero no la encontró. Sobre los escalones descansaba el libro. Lo cogió. Era Rimas y leyendas de Bécquer. De pronto, pensó que ella lo había olvidado y salió corriendo en su búsqueda. Recorrió rápidamente las bocacalles de la parte trasera del parque. Por otro lado, no había podido salir sin que él la viera. Nada, las calles estaban desiertas. De nuevo volvió hasta el círculo de cipreses, quizás ella volviera a recogerlo. Mientras la esperaba infructuosamente, ojeó el libro hasta llegar donde se encontraba el marcapáginas.

“En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

 III
Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles, como una claridad o una forma blanca que se movía.”

No podía creer lo que estaba leyendo. Tampoco podía ser un sueño, tenía el libro en sus manos, y la foto. Sacó el teléfono. ¡Sí, allí estaba la foto! ¡Acaso!, ¿aquella mujer lo había hecho a propósito? Dejó el libro sobre la piedra y volvió a salir fuera. Quizás viviera en una de las casas próximas al parque. Disimuladamente, miró a través de las ventanas. Un vestido blanco, una piel morena, una melena rizada… cualquier indicio de que tras una de aquellas ventanas podía vivir ella.

Desilusionado, tras varias horas deambulando por los alrededores, volvió a casa. Se acostó sin probar bocado. ¡Dormir! No, a eso tampoco se le podía llamar dormir. Fue una constante duermevela, llena de imágenes, donde se mezclaban las descritas en el libro con las del parque vividas por él. Abandonó la cama, cuando todavía no despuntaba el día. ¡Tenía que volver al parque!

El libro ya no estaba donde él lo dejó. Ella debía haber vuelto a recogerlo, pero… ¿cuándo?, ¿después de que él lo dejara? Se maldijo a sí mismo por no haberse quedado un poco más. O… y si había madrugado y acababa de llevárselo. De nuevo salió del parque en su búsqueda. Allá, a lo lejos, en una de las bocacalles, creyó ver un reflejo blanco. ¿Sería su vestido? Sí, seguro que lo era. Nervioso comenzó a correr hacia allí. Encontró las calles vacías, sumidas en ese silencio previo al amanecer. Decepcionado de nuevo, volvió sobre sus pasos hasta el círculo de cipreses, ¿y si todo había sido un sueño? No, no podía ser, tuvo el libro en sus manos, lo hojeó. ¿Y la foto…? La foto seguía en su teléfono. ¡Eso es!, preguntaría a los amigos y conocidos. Alguien la habría visto. Puede que incluso supieran dónde vivía, y su nombre… seguro que alguien sabría también su nombre.

Han pasado varios meses, pero él sigue volviendo al parque. A veces piensa que todo fue un sueño producto de su imaginación, pero otras, las más, a lo lejos cree ver un trazo del vestido blanco de la mujer que ocupa sus sueños y pensamientos. Y entonces, con el corazón desbocado, corre en su búsqueda, y si encuentra a alguien en el camino, le enseña la foto que hizo aquel día y pregunta:

¿Ha visto a esta mujer?

La gente que le conoce, suele contestarle amablemente de forma negativa. Pero los que no saben su historia, suelen responder, extrañados, que en la foto no hay ninguna mujer.

Entonces él, sumido en una profunda tristeza, vuelve a casa preguntándose porqué ellos no la ven.

EL ATRAPADOR DE PAISAJES

Foto de María G. Navarro

Era una persona especial. De esas que dedican su tiempo, su vida… a una tarea que nadie más lo hace. Todos hemos capturado alguna vez un paisaje en un momento determinado, con una luz diferente que hace esa imagen especial. Pues bien, esa era la meta del ATRAPADOR DE PAISAJES. Nadie era capaz de hacerlo igual.

No creáis que tenía para ello una máquina sofisticada, tuvo varias, pero ninguna destacó por ser el último modelo, ni la mejor en su marca. Era él, el que tenía esa magia innata para capturar la imagen, en el momento adecuado y con la luz y el ambiente preciso.

Cuando alguien iba de visita a su casa, podía descubrir en sus paredes los más bellos lugares del planeta. Cuando hablaban de un viaje que habían realizado, él sacaba su álbum de paisajes y buscaba los que había hecho en ese lugar. Los visitantes quedaban asombrados, aquellas imágenes eran tan especiales, que les hacían volver a recordar con toda nitidez su estancia en ellos. 

Pero, si alguna de las personas hablaba de un sitio donde él no había estado todavía,  inmediatamente buscaba su agenda y lo anotaba como un destino próximo. Si ese lugar desconocido había suscitado la curiosidad en sus amigos, además lo marcaba con un número que indicaba la prioridad con la que haría su viaje.

Todo comenzó al poco de venir de su luna de miel. Habían estado en…, nunca consigo recordarlo, bueno no tiene importancia. Aquel día su mujer, una muchacha encantadora y bella, se había ido a trabajar. Y él, se puso a colocar las fotos que habían ido tomando a lo largo del viaje. Comenzó por ordenarlas cronológicamente según la ruta que habían seguido, y después inició la tarea de colocarlas en el álbum. Todo iba bien, las primeras hojas iban completándose de manera casi automática. Pero de pronto, su vista se quedó fija en las dos instantáneas siguientes... algo lo desconcertó. Ambas eran iguales, pero diferentes. Mientras que en la primera, su esposa con su naturalidad y su belleza, anulaba el paisaje del fondo. La segunda, donde su esposa no aparecía, era de una belleza impresionante. Para cualquier amante de la naturaleza, aquel paisaje era inigualable. Sintió que había conseguido captar toda la esencia, el momento, la luz, todo lo que una imagen debe poseer. Pero no era la foto, era el lugar. Supo en ese mismo instante que hay lugares que merecen ser recogidos en una instantánea. Fijados para siempre por un objetivo. Y él podía hacerlo, quería hacerlo. Decidió que a partir de ese momento dedicaría su vida a viajar y recoger con su cámara esos paisajes de ensueño.

Cruzó desiertos de arena infinita y calor extremo, y con su cámara atrapó, oasis y horizontes de dunas haciéndolos eternos. Subió las montañas más elevadas sin ser montañero, para atrapar los inmaculados blancos de hielos y nieves. Miles de verdes, suaves e intensos, quedaron en sus imágenes impresos. De cada país, en su colección, encontrarás un lago, un río, tal vez un mercado o un monumento. Del norte y del sur, los hielos eternos, inmensos y luminosos. Y para captar el fondo del océano completo, con sus peces de colores, reflejos, naufragios y abismos siniestros, pasó horas bajo el agua, inmerso. Así era, el atrapador de paisajes.

Ahora, ya no viaja. Hace ya tiempo me contó, que un día de verano entre un viaje y el siguiente, al despertar, descubrió a su mujer desnuda sobre las sábanas, y se quedó contemplando aquel paisaje desnudo y bello, de piel sensual y morena. Y descubrió, montes y valles, lugares maravillosos con ojos nuevos. Intentó inseguro, acariciar el horizonte que dibujaba aquel cuerpo. Su mujer despertó. Él le dijo, tu cuerpo es el paisaje más bonito que he visto nunca. Ella lo miro triste, en sus ojos apuntando unas lágrimas. Sí, debe ser cierto, pues a pesar de haberte querido siempre, tú estabas lejos y yo era joven. Mi cuerpo necesitaba de miradas, caricias, sexo... y te puedo asegurar que la mayoría de los hombres y mujeres que pasaron por este lecho, antes o después de hacer el amor conmigo, también lo dijeron. Ella se fue a la ducha y él se quedó llorando amargamente. Al regresar, ella sujetó su cara, y le dijo: no llores mi amor, te quise y te seguiré queriendo. Luego, antes de marcharse, secó las lágrimas y le dio un beso.

La última vez que lo vi, hace tiempo que no sé nada de ellos, me contó que ahora, cada vez que ve a su mujer tendida en el lecho, su cuerpo desnudo a penas cubierto por las sábanas, él llora amargamente.