Como en otras ocasiones, allí estaba, en una esquina de
una calle cualquiera, de una ciudad cualquiera, a la que había llegado apenas
unos días antes. El cuello de la gabardina subido, y el sombrero calado hasta
las cejas, tratando de evitar que el frío le calara por dentro.
Allí estaba, como en otras ocasiones, esperando a que pasara
la muerte, o mejor dicho, a hacerla llegar.
Miró el reloj y vio que todavía tenía tiempo de fumar un
cigarrillo. Palpó primero, para sentirse seguro, el hierro que llevaba en un
bolsillo, y buscó después la pitillera y el encendedor en el contrario.
Cuando daba la tercera calada, notó algo caliente que le
empapaba el pecho. Ni el humo le llegó dentro, ni su maldición se oyó fuera. Se
desplomó bruscamente. Lo último que vio fue su sangre empapando el cigarrillo
que había caído de su boca.
Esta vez, la muerte dio un rodeo y se le presentó por la
espalda.