Pidió la cuenta y se tomó el
último sorbo de café. Como siempre que tenía que hacer aquella visita, se
estaba demorando. Le costaba. La tenía que hacer, quería hacerla, pero la
dureza de la situación le sumía en una profunda tristeza.
Al entrar en la habitación se
dirigió hacia la ventana. Un jardín bien cuidado llenaba de verdes el paisaje. Tristemente
se dio cuenta de que seguía alargando el encuentro. Volvió sobre sus pasos y se
sentó junto al anciano. Con delicadeza le cogió una mano. El paso de los años,
habían convertido unas manos fuertes y vigorosas en apenas unos huesos
cubiertos por una fina piel llena de pequeñas manchas.
—¿Quién eres? —preguntó el
anciano levantando ligeramente la cabeza, que hasta entonces había estado caída
sobre el pecho.
—Soy yo abuelo. Tu nieto.
—Mi nieto tiene diez años. —aseveró
el anciano intentando retirar la mano que el joven retuvo con suavidad.
El silencio se hizo dueño del
ambiente. Ambos, abuelo y nieto, llenaron aquel silencio de recuerdos. Mientras
una leve sonrisa se dibujaba en el rostro del anciano, unas pequeñas lágrimas asomaron
a los ojos del joven.
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