EL TÍO GORGONIO


Mi padre siempre dijo que el tío Gorgonio era un poco fantasma, pero fue el día que murió, cuando comenzó a demostrarlo de forma extracorpórea. Dicen algunos de los que estaban más próximos al féretro, en el momento de bajarlo al foso, que escucharon algo así como: “¡Eh, haced el favor de sacarme de aquí, que no estoy muerto!”. Algunos lo achacaron a que era un día de perros, y el viento produjo ese efecto entre las ramas de los cipreses. Otros, al ruido que las cuerdas produjeron al rozar con la caja. Las malas lenguas, dijeron que la familia queríamos deshacernos de él. He de decir en su descargo, que un poco hartos si estábamos, pero tanto como para enterrarlo vivo… además, estaba el certificado de defunción donde ponía claramente que Gorogonio había pasado a mejor vida. No, no es un error mío, fue el doctor el que lo escribió así, pero claro eso tampoco hay que tenérselo en cuenta al médico, pues con ese nombre quién no se equivoca. Esto lo digo de oídas, pues yo, por aquel entonces, era un mocoso que iba a casi todos los lados en brazos de mi santa madre.

Pasaron unos cuantos días de su entierro, cuando comenzamos a notar “fenómenos extraños”. Pensamos, que debió entretenerse saludando a sus antepasados y conocidos allá en el inframundo, o se perdió por el camino, que también puede ser, pues también era muy despistado, y dime tú que no se fuera a la viña a esforgar. Fue una tarde noche, cuando ya mi padre había cerrado la puerta de la calle, de pronto oímos un estruendo en el recibidor, y al salir, un poco acojonados eso sí, encontramos el jarrón, que mi madre tanto estimaba, roto en mil pedazos.  El viento no había sido, pues todas las puertas estaban cerradas. Ladrones tampoco, pues el abuelo y mi padre garrota en mano, uno detrás del otro, fueron recorriendo habitación por habitación toda la casa. Dedujeron que allí, visible, claro está, no había nadie. Claro que mi abuelo, que para el vino siempre ha tenido un olfato muy fino dijo:

—Ver no vemos a nadie, pero aquí han bebio.

¡Que si habían bebio! Como que día sí y día no, el tío Gorgonio, bueno… su espíritu, volvía adobao. Y esto lo sabemos, porque, además del olfato fino para el olor a vino, mi abuelo lo tenía también para otros olores corporales, y una noche, a mitad de cena, muy serio dijo:

—el fantasma del tío Gorgonio.

Esto tampoco lo oí, pues yo a esas horas estaría felizmente durmiendo en mi cuna, pero me lo han contado.

—¿Cómo? preguntaron mi padre y mi madre al mismo tiempo.

Y ahí es cuando mi abuelo, bajando la voz, como para que solo lo oyeran ellos tres, les dijo que el que había roto el jarrón y dejaba aquel olor a vino, eructos y otros gases, era el espíritu del tío. O sea, que los que decían que habían oído hablar al difunto, tenían razón.

Fue a partir de esa noche, cuando mi familia comenzó a saber de más ocasiones en las que el tío Gorgonio hacia sus apariciones, bueno lo de apariciones hay que tenerlo en cuenta solo a medias, pues a parte de fantasma, el tío debía ser también un poco lerdo y solo consiguió tener presencia espiritual sonora, pero no visual.

El caso es que nos enteramos que en el casino, de vez en cuando, había una trifulca en las mesas de juego, aparecían o desaparecían cartas y nadie se explicaba cómo. Mi madre trató de poner remedio y comenzaron a montar partidas en casa para que el tío no se fuera al casino, pero aquello casi fue peor, pues las peleas eran familiares y a veces acababan como el Rosario de la Aurora.

Otra de las fechorías que el tío de mi madre tuvo a bien llevar a cabo durante un tiempo, fue molestar a las mozas que iban a la fuente a por agua. El muy ladino, se acercaba a ellas y como el que no quiere la cosa les pedía agua o les preguntaba si estaba fresca. El caso es que la que no esclafaba el botijo… esclafaba la cántara. He de decir que esta situación fue más bien productiva para la familia, pues mi padre cuando se percató del asunto, montó un negocio de venta de vasijas que nos dio pingües beneficios.

Era de especial divertimento para él, el día de mercado en la plaza del pueblo, pues, al menor descuido, cambiaba el bolso de la fulana por el de la mengana, y ya luego se encargaba él, de que una de las dos le echara la culpa a la otra.

No fueron pocas las veces que se presentó en el corral de algún que otro vecino, justo cuando estaban haciendo sus necesidades, y que más de uno, tarde o temprano, contó que había salido corriendo con los pantalones por las rodillas. He de decir en su descargo, que nunca hubo mujer alguna que comentara hechos similares, pues estamos seguros de que más pronto que tarde, habrían llegado a oídos de mi madre.

Fueron años de desazón para la familia, que cada vez que había una situación extraordinaria en el pueblo, sabían que algo tenía que ver el tío, y siempre vivían con el miedo a lo que hubiera pasado, si la gente se hubiera enterado de que tenían un fantasma en casa.

Que cómo acabó… pues al final fue el abuelo que siempre había sido muy espabilado para su tiempo… el que puso solución al problema. Un buen día, cuando ya por edad, achaques o quién sabe si chivatazo del tío, debía saber que no le quedaba mucho tiempo, me llamó y acercándoseme al oído me mandó subir a la cámara y bajar la cadena del perro, que llevaba allí abandonada desde que el perro sufrió un leve accidente, que por otra parte le costó la vida. Todavía lo recuerdo, a pesar de que yo era un rapaz, como si fuera ahora mismo. Cuando le entregué la cadena dijo:

—A este galgo me lo llevo yo amarrao a los infiernos.

Luego me dijo que se la llevara a mi madre y gritó
:
—¡María, pon lo que te da el guacho con mi mortaja!

Mi madre que no estaba acostumbrada a discutir con su padre, para eso era su padre, hizo caso a la orden, no sin antes llevarse el dedo a la sien e indicarme con el gesto, pero sin palabras, que el pobre había perdido la chaveta. 

Os puedo asegurar que estábamos todos equivocados. Lo comprendimos cuando después del último estertor del abuelo oímos la siguiente discusión:

—¿Pero… qué haces? ¡Suéltame malnacido!

—¡Yo seré un malnacido, pero tú eres un mal muerto! Y no te pienso soltar. Ya es hora de que dejes en paz a la familia y al pueblo entero.

Ahí es cuando entendimos para que quería el abuelo la cadena del perro.

—¡Qué me sueltes digo!

—¡He dicho que te vienes conmigo y punto! Y reza porque no me toque ir a los infiernos, porque si es así, allí vas.

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