LA ESCULTURA


Al llegar al semáforo giró a la izquierda. Había deseado parar varias veces, aquel pequeño parque, con lo que parecía una ermita al fondo le había llamado la atención desde el primer día, pero por falta de tiempo o por haber parado en otro punto del camino, nunca lo había hecho. 

Aparcó en el lateral de la ermita. Antes de entrar en el parque, se entretuvo ante la fachada principal, bajo con un pequeño porchado, que descansaba sobre dos sencillas columnas. Una puerta de gruesos barrotes, precedía a otra más sencilla, acristalada, que dejaba ver el interior del templo. Al fondo, la imagen de una Virgen, bien iluminada, sumía el resto en penumbra.

Poco dado a oraciones, sí mostró, un profundo respeto por lo que otros venerarían con pasión. Luego se introdujo en la frondosidad del parque. Dirigió sus pasos, bordeando los parterres, hacia un lateral donde había observado la silueta de una escultura.

Decepcionado, se encontró ante un Sagrado Corazón, que el tiempo había tratado malamente, haciéndole perder parte del torso y la cabeza. No debía llevar mucho tiempo colocado en el lugar, pues el pedestal que lo soportaba, aunque de piedra, era de fábrica reciente. Aprovechó el poyete que este formaba para sentarse bajo la sombra que proyectaban las acacias. Llevaba allí un buen rato disfrutando de la tranquilidad del lugar, a pesar del ruido que producía el fluir continuo de la vecina Nacional III, cuando sintió la necesidad de acariciar la deslustrada piedra. Poco a poco, fue ascendiendo a través de los pliegues de la túnica. La primera impresión que lo desconcertó, fue el tibio calor que desprendía el corazón tallado en el pecho de piedra. Siguió recorriendo la superficie, que notó más suave según ascendía. Al llegar a lo más alto, a pesar de que la figura carecía de cabeza, sus manos fueron recorriendo cada uno de los rasgos del rostro de Jesús. Sobresaltado, abrió los ojos, descubrió que seguía sentado en el poyete. ¡Se había quedado dormido! Mientras que su corazón, poco a poco, iba sosegándose, en su mente mil imágenes se sucedían como fotogramas de una película. Cinceles y mazas de varios tamaños, dibujos, más o menos perfilados de diferentes partes del cuerpo humano, bloques de piedra que iban transformándose en animales mitológicos o bellas figuras humanas. Pero fue la última que quedó fija en su mente. Una mano sujetaba un cincel mientras la otra golpeaba con la maza suavemente. Pequeñas marcas iban apareciendo en la superficie de la piedra. No había duda, era la firma del artista. Intrigado, se puso a buscar la que debía tener la escultura que había junto a él.  Su corazón volvió a desbocarse, dudó varias veces si seguiría soñando. Aunque desgastado por el tiempo, allí estaba grabado su propio nombre.

El resto del camino lo hizo buscando respuestas a las muchas preguntas que colmaban sus pensamientos. En varias ocasiones, paró en el arcén para observar de nuevo la foto que había tomado, y confirmar así, lo que había visto con los ojos. Cuando finalmente llegó a su destino, solamente tenía respuesta para una  de las preguntas: “la reencarnación existe”.

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