SIN REMORDIMIENTO



Todo estaba saliendo como lo había planeado. Allí en el vano del ventanuco, ella sentada y él a su lado, dormido, profundamente dormido, destilando el vino que llevaba dentro, el que había tomado en la taberna, y el que ella le había hecho tomar. No había sido difícil convencerlo, un poco de zalamería y la botella. Excusa, la de recordar aquellos tiempos, las noches buenas de primavera, cuando el trabajo en el campo todavía no era agotador, y subían de la mano a observar el cielo abrazados. A su mente vinieron algunos de aquellos momentos, que creía olvidados, pero inmediatamente los desechó con un manotazo delante de su cara, y el amargor y la rabia volvieron a endurecer su corazón.

No había tiempo que perder, sigilosamente, se levantó, la noche era perfecta. La luna llena iluminaba la cámara lo suficiente para moverse sin tropezar con los cachivaches acumulados. Cogió la soga enrollada y la extrajo del rincón, con  sumo cuidado la fue extendiendo en el suelo. Pasó la punta por la hendidura de la garrucha y la fue deslizando poco a poco. Suponía que un leve ruido no lo despertaría, pero no quería correr el riesgo. Habían sido demasiadas noches de llanto e insomnio, ¡demasiadas!

Amarró bien la cuerda a uno de los postes que sujetaba la techumbre, ya solo faltaba el último paso. Con sumo cuidado se arrodilló a su lado y puso la cabeza sobre sus piernas. El miedo o los nervios, volvieron a aflorar y sus manos comenzaron a temblar ligeramente. Para sus adentros pensó que no era el momento, no podía desfallecer. Abrió un poco más el lazo y lo fue pasando poco a poco hasta dejarlo bien colocado. Lo ajusto y se retiró suavemente. Vio la botella y vertió lo poco que quedaba en la boca entreabierta del hombre al que una vez había amado con todo su ser y al que ahora odiaba por igual. Un último esfuerzo y la cuerda se tensó, apenas un pequeño chasquido y un pequeño balanceo, por el inútil forcejeo. El cuerpo quedó colgado e inerte. Un pequeño rumor de líquido salpicando el suelo, había oído  que a veces, se orinaban encima, y silencio.

No, no lloraría por él ¡Maldito una y mil veces! El luto y el llanto se los debía a su hermano. La única familia que le quedó cuando, siendo todavía una niña, sus padres murieron. Su madre después de una corta enfermedad. Su padre de lástima por la muerte de esta. Y quedaron solos, ella mozuela, y él con apenas dos años. Para ella había sido más un hijo que un hermano, por eso no comprendió que se marchara, pero tampoco lo culpó.

Como podía haber sido tan inocente. Acaso no había visto, como su marido, ese hijo de mala madre, había ido cogiendo celos de su hermano. Pobre hermano, él que siempre lo tuvo en estima, que incluso la animó a que lo aceptara por novio. Que lo admiraba e idolatraba. Que nunca hizo nada para molestarlo, si no recibir el amor de una hermana, como el de una madre que se le había ido demasiado pronto. Cómo estuvo tan ciega. Sí, vio los celos, las malas miradas, los reproches sin sentido, pero no fue capaz de ver el monstruo que iba creciendo dentro de su esposo.

Llegó a la alcoba, pero dio media vuelta, salió al corral y se fue hasta el fondo, al rincón donde crecía el manzano. Su hermano, su pobre hermano, al que culpó de haberla dejado sola. Siempre había estado allí, a medio metro del suelo.

Unas semanas atrás, cuando lo descubrió, el tiempo se convirtió en días y noches de odio, de rencor, de disimulo y planes, planes para castigar al monstruo. El monstruo que pendía de la cuerda, que ella misma le había puesto alrededor del cuello. Lo descubrió una noche, que al igual que todas, volvía achispado de cartas y vino. Tal vez, hiciera algo más. Quizás sospechaba algo, y por eso lo siguió cuando lo vio salir al corral. Sabía dónde iba, a orinar como cada noche bajo el manzano. Pero aquella noche, sus palabras ininteligibles otras veces, se escucharon más claras. “¡Maldito, ni enterrado me dejas vivir tranquilo!”. Recordaba aquellas palabras estallando en su cabeza de nuevo.

- “¿Qué dices? –preguntó ella, temblando y con la voz entrecortada.

Él  tambaleándose, soltó una carcajada estentórea, y después de escupir al suelo dijo: “tu hermanito, tu amado hermano, ni muerto y bajo tierra deja de joderme la vida”.

Recordaba cómo le flaquearon las piernas y cayó de rodillas. El dolor era tan grande que era incapaz de hablar, el aire no llegaba a su pecho y quedó tumbada allí mismo. Cuando despertó, medio muerta de frío, estaba amaneciendo. A él lo encontró tumbado bocabajo en la cama, durmiendo la mona, como siempre. Su cabeza se debatía entre matarlo o denunciarlo, pero notó que se desvanecía de nuevo. Cuando volvió a despertar, la casa estaba llena de gente, y él, le cogía las manos con lágrimas en los ojos. Pensó que fingía, que era puro teatro, que solo pretendía disimular delante de las vecinas y del médico que la estaba atendiendo. Luego, aunque estuvo varios días temiendo su muerte, descubrió que él había olvidado el suceso bajo el manzano. No tardó en volver borracho del casino. Ella disimulaba dormir, pero la rabia, la sed de venganza, no le dejaban. Solo el cansancio, el agotamiento, terminaban por vencerla cada noche.

Ahora allí, justo donde aquel malnacido había enterrado a su hermano, volvió a sentir la paz. Levantó la cabeza, y maldijo aquel cielo inmenso lleno de pequeñas luminarias, y al Dios que habitaba en él, por haber permitido aquel crimen sin motivo. Pero ya podría descansar. Ella, su hermana, la que lo crió y cuido como a un hijo, ella lo había vengado.

Sabía que tenía que descansar, tarde o temprano algún vecino daría el aviso. Tendría que llorar, que llevar luto, que sentir dolor. No le costaría. Lo haría, pero no por él, ¡por él no! Por aquel hermano desaparecido, asesinado y enterrado bajo el manzano, por el que no lloró en su día.

Antes de volver hacia la casa, pasó la mano por aquel manzano que cubría la tumba de su hermano, y murmuró su nombre. Dudó por un instante si dejar que siguiera allí descansando pacíficamente, pero entonces nunca se sabría que el monstruo lo había matado, y quedaría como un pobre borracho que había perdido la cabeza. Y eso no era lo que ella deseaba. Tenía que quedar como lo que era un cerdo celoso, asqueroso y criminal. Buscó la libreta que él tenía para apuntar los jornales, los pocos que hacía ya. Con letra desigual, escribió la nota de suicidio y la causa, y lo dejó todo sobre la mesa. Pero antes fue a la cocina, vertió un poco de vino en un vaso, y brindó por la muerte del que había sido su marido. Luego dejó el vaso junto a la libreta, pero antes dejó caer las últimas gotas sobre la nota.

Se dejó caer sobre el lecho, y pensó que dentro de poco, los golpes desesperados en su puerta la despertarían sobresaltada. Sus últimos pensamientos no fueron de remordimiento, solo de paz. La imagen de sus padres, y su hermano permanecieron ante ella incluso después de cerrar los ojos.

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