EL PIANO


Llevaba dos horas de viaje. La suave llovizna, que caía desde hacía un rato, le había hecho pulsar el limpiaparabrisas en modo intermitente, y la estaba poniendo nerviosa. Decidió parar a tomar un café. Conocía el pueblo de haber parado otras veces, pero nunca lo había hecho en aquel restaurante. El aparcamiento estaba vacío, y aprovechó para dejar el coche próximo a la entrada. Así, no tendría que buscar el paraguas en la guantera.

Una rápida mirada, le confirmó lo que había deducido antes de entrar, solo una mesa con dos clientes estaba ocupada. Saludó al camarero con un “buenas tardes” y pidió un café con leche. Largo de leche y corto de café, “en vaso grande ¡por favor!”. El hombre le devolvió el saludo y se giró hacia la cafetera que tenía justo a la espalda.

Fue al dejar de oír el ruido de la máquina, cuando se percató del sonido suave que surgía, a través de la puerta entreabierta, del salón contiguo. Había vuelto la cabeza hacia allí, y no sé dio cuenta de que el camarero le hablaba, hasta que no le tocó el brazo.

—Le decía, si quiere algo más, y también, si lo desea, puede pasar al otro salón para escuchar mejor la música.

Ella, con la voz quebrada, apenas pudo pronunciar un “no gracias”. Se tomó el café sin saborearlo y dejo un billete de cinco en el mostrador. Al abrir la puerta, oyó al camarero darle las gracias por la propina. Al salir, las gotas de lluvia se mezclaron con las lágrimas que caían de sus ojos. Reemprendió la marcha maldiciendo la lluvia, ahora más fuerte, y su parada en aquel restaurante, y cuando llegó a su destino, hora y media más tarde, lo hacía de aquella maldita música al piano.

Poco a poco, a lo largo de la semana, había ido olvidando el incidente de su viaje de ida, pero hoy tocaba el de regreso, y mucho antes de que sonara el despertador, el sueño ya la había abandonado, y un mal estar le rondaba durante toda la mañana. Antes de emprender el viaje, se prometió a sí misma no pensar en el asunto, y por supuesto no parar en aquel pueblo. Pero conforme iba recorriendo kilómetros, su pensamiento volvía una y otra vez a aquellas notas al piano. 

Fue al ver la señal que indicaba la salida a quinientos metros, cuando comenzó a disminuir la velocidad, y a los cinco minutos se encontraba aparcando en el mismo restaurante. Esta vez, sin acercarse al mostrador, entró directamente al salón. La oscuridad era casi absoluta, solo el piano estaba levemente iluminado. Sin pensárselo, se acercó y paseó suavemente sus dedos por el teclado.

—Puede tocarlo, si lo desea.

Se sobresaltó y un escalofrío recorrió su cuerpo. No esperaba que en la oscuridad hubiera alguien. Pero al instante comprendió que no eran las palabras las que la habían  alterado, si no el tono de voz. ¡Aquel, si o desea! ¡Era él! Su mente le indicaba huir de allí, desaparecer, pero su cuerpo se quedó inmóvil durante unos segundos. Segundos en los que él se levantó, y se fue acercando hacia ella.

—Perdone que esté tan oscuro. Yo no necesito la luz.

Entonces se fijó en su cara. Unas gafas negras cubrían sus ojos.

—Si lo desea puedo encender las luces del salón —dijo el hombre dirigiéndose hacia la puerta de entrada.

Ella, todavía nerviosa, también se había desplazado hacia la salida, y un poco más segura al saber que él no la podía ver, se atrevió a hablar.

—No, gracias, no es necesario. Ya me iba.

Entonces él, extendió los brazos, al tiempo que decía:
—¡María! ¿Eres tú?

Las manos de él se movieron torpemente, hasta encontrar el rostro de la mujer.

—¡María! No te vayas, ¡por favor! Tengo tanto que contarte.

Ella, le retiró las manos antes de que notara las lágrimas que comenzaban a brotar de sus ojos. Él, a pesar de su ceguera, se dirigió rápidamente hasta el piano, y la música inundó todo el local.

Cuando ella salió del restaurante, el sol había desaparecido del horizonte. Había intentado salir corriendo, huir, pero su cuerpo no le respondió. Poco a poco fue acercándose hasta el piano. Él le cedió un sitio en la banqueta. Sus manos, temblorosas al principio, fueron cogiendo ritmo junto a las de él. Entre canción y canción, él le fue explicando como su mundo se había derrumbado al perder la vista. No se sentía capaz de volver a su vida de antes, y lo abandonó todo para marcharse lejos. Fue estando aislado del resto del mundo, que comenzó a teclear con los dedos, a pesar de no tener piano, a recordar canciones completas. Fue la música la que poco a poco le devolvió las ganas de vivir de nuevo. Pero cuando regresó, ella no estaba, y la ciudad le resulto extraña, vacía.   Comenzó entonces un camino sin rumbo, hasta que un día por casualidad, chocó con aquel piano, que ahora tocaban juntos, y decidió quedarse.

Se habían despedido con un fuerte abrazo. Él le preguntó al oído si volvería. Ella, de forma coqueta, le contestó que tal vez.

Ahora, en el coche, mientras veía pasar los puntos kilométricos que le iban acercando a su destino, sabía que no muy lejos en el tiempo, reharía aquel camino en sentido contrario. 

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