EL CRUCE

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Hacía varias semanas que había dejado atrás el último pueblo. Meses y meses que había comenzado el camino. Un camino sin vuelta, o tal vez sin meta. Una buena mochila a la espalda y una decisión, ¡siempre hacia adelante!

Entonces, llegué a aquel cruce… y surgió la duda. Un camino a la derecha y otro a la izquierda. Al frente naturaleza, solo naturaleza. A la espalda… ¡no! Esa opción estaba, como he dicho, descartada. ¡Siempre adelante!

Los tres ramales, el que había caminado, y los dos que tenían como elección, eran bastante nuevos. Quizás por eso no tenían ninguna señal que indicara hacia dónde se dirigían.

Me lo jugaría al azar. Y el azar consistiría en esperar a que pasara el primer vehículo y caminar en la misma dirección.

Las primeras horas las pasé apoyado en un árbol descansando. No había por qué preocuparse, por una carretera, tarde o temprano, siempre pasa alguien. Así que no desesperé. Ni siquiera cuando el sol comenzó a descender hacía el horizonte. Simplemente pensé: chaval, ve haciéndote a la idea de cómo pasar la noche, porque este va a ser el lugar donde dormirás hoy.

Y así fue. Esa noche, y la siguiente, y la siguiente. Podría haber cambiado de idea. Estuve tentado, sacar una de las pocas monedas que llevaba encima, y echarlo a cara o cruz. No, para alguien como yo, indeciso, dubitativo, resultaba más cómodo esperar, y así lo hice.

Poco a poco fui creándome un lugar. Comencé con cuatro ramas sobre la cabeza y un colchón de hojas, y terminé bajo una choza bastante aceptable para ser un caminante que había dormido, acurrucado, en cualquier rincón del camino.

Quizás me había acomodado de más, pues un día, me di cuenta de que la lluvia, la nieve, el calor intenso, me habían acompañado en numerosas ocasiones. Que el color oscuro del asfalto, había perdido intensidad, que las raíces de los árboles, las hierbas lo habían hecho mucho antes, estaban invadiendo los arcenes, y yo seguía allí. Eso me llevó a pensar que era hora de hacer algo. Después de varios días estudiando las opciones, y con la premisa de no volver atrás, lo tuve claro. Iría en ambas direcciones. Sí, primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha, el mismo número de pasos, o de horas, o lo que pudiera caminar durante un día entero. Y así lo hice. Comencé con la salida del sol, ¿hacia dónde? Eso es indiferente, ¡la mochila a la espalda y  a caminar! Y llegué, llegué a ningún sitio. Bueno llegué a lo alto de un cambio de rasante y a lo lejos creí ver vehículos junto a la carretera. Fui recortando distancia hasta que la vista me permitió distinguir que aquellos vehículos, maquinaria pesada, pesada y abandonada. ¡La carretera acababa allí!

Aquella fue una pequeña desilusión. Y bien visto, un alivio. Ya solo tenía una opción para continuar mi camino. Regresé, a mi campamento, mejor debería decir a la que había sido mi casa durante tanto tiempo. Recordé los buenos y malos momentos que había pasado allí. Y me fui pronto a descansar. Al día siguiente ya no sería un paseo de ojeo. Sería la continuación de aquel viaje que había comenzado hacia una eternidad, y que me había tenido retenido otra.

Sí, he dicho sería. He dicho sería, pero no fue. No fue porque después de caminar durante media mañana llegué, tras una pronunciada curva que impedía ver lo que había más allá,  a otro final de carretera. Maquinaria herrumbrosa y casetas de obras destartaladas. Dentro, alguna vieja manta y cascos de protección que ahora uso de maceteros, y un viejo y amarillento calendario que a pesar de no estar completo, me recuerda que llevo en este maldito cruce más de cinco años, solo porque un día decidí ir, ¡siempre hacia adelante!

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