LA MUJER DEL PARQUE



Como siempre, el temor de no encontrarla al dar la vuelta al seto, le invadió de inseguridad, pero esta desapareció inmediatamente al verla sentada en el banco. Su estado de ánimo cambio, e incluso sus pasos se aceleraron poco a poco, pero su satisfacción solo fue total cuando, desde la distancia, la reconoció. Siempre albergaba la pequeña duda de que no fuera ella.

Ahora, disminuyó sus pasos y se fue acercando despacio, relajando su respiración, disfrutando de la tranquilidad que se reflejaba en el rostro de la mujer. Al llegar, se descubrió la cabeza y tomó asiento, después de dejar el sombrero a un lado, puso la mano sobre la de la mujer y comenzó a hablarle.

Cuánto tiempo llevaba haciendo aquel ritual, meses, años... no lo tenía claro, su edad se lo impedía, pero recordaba la primera vez que la vio, como si hubiera sido aquella misma mañana. Estaba allí sentada, con la mirada perdida, y él se quedó un buen rato observándola, hasta que decidió sentarse a su lado. Los primeros días, el tema de la conversación solía ser el tiempo: “parece que va a llover”, “¡Qué día tan bueno hace!”… había días que no se atrevía a sentarse a su lado. Esos días, utilizaba el otro camino, y elegía un banco más alejado. Desde allí, ensimismado la observaba, sin atreverse a acercarse. Luego poco a poco, sus encuentros fueron a más, hasta que se convirtieron en habituales y diarios. También los temas dejaron de ser superficiales para hacerse más interesantes, más intensos. Él comenzó a hablarle de sus gustos, de sus aficiones, de lo que había hecho a lo largo de su vida y de lo que le gustaría hacer en un tiempo próximo. 

Aquella amistad, que había comenzado un simple día en un banco de piedra del parque, había ido creciendo, y ahora… él no sería capaz de pasar un día sin su compañía, sin aquellas charlas que en un principio solían ser de pocos minutos, pero que ahora duraban varias horas. Cuando estaban juntos, el tiempo parecía ir mucho más deprisa, parecía que acababa de llegar y ya era hora de volver a casa.

Nunca se hubiera imaginado sentir tanto por otra persona, que no fueran sus padres, su esposa o sus hijos, pero allí estaba día tras día, al lado de una mujer que en realidad era una extraña. Su vida dejaría de tener sentido, si no fuera por aquellos momentos en el parque, momentos que podían ser felices o tristes, dependiendo del tema de la charla, de su estado de ánimo, de sus recuerdos… Desde que su mujer se fue, no había encontrado nadie con quien compartir aquellos momentos de su vida, lo intentó con sus hijos, pero ellos tenían sus propias vidas, sus problemas… además estaba la distancia, sus hijos vivían en otras ciudades. Lo intentó con sus amigos, e incluso buscó amistades nuevas, pero a esa edad, los amigos prefieren contar sus historias, sus sueños, sus deseos, antes que escuchar los de los demás. Pero ella le dejaba hablar, ella le sabía escuchar. Ni siquiera se enfadaba cuando le hablaba de su mujer o sus hijos, algo que a otras mujeres les hubiera irritado.

Como cada día, al levantarse, mientras que se preparaba el desayuno, había ido buscando el tema de conversación. Lo hacía desde algún tiempo, así no tenía que improvisar y le ayudaba a no repetir demasiado. Buscaba algo que fuera interesante, animado, divertido las mayoría de las veces. Sí, hoy le hablaría de cuando era pequeño, de sus gustos de niño y sus juegos, le contaría alguna anécdota de entonces. Últimamente, le resultaba más fácil hablar de recuerdos lejanos en el tiempo, lo próximo, lo cercano, a veces le resultaba imposible de recordar, había momentos, que el día anterior, parecía como si no hubiera existido. Pero ella no le daba importancia, lo escuchaba  sin dejar de prestar atención.

Sí, hoy le hablaría, de cómo era su infancia en aquel pequeño pueblo, donde la vida transcurría de forma sencilla, poco a poco, sin grandes variaciones, que no fueran el nacimiento de un nuevo vecino o la muerte de algún otro. Donde los cambios de estación eran importantes y por eso se celebraban con actos especiales. Le hablaría de los juegos que le gustaban, y como pasaba horas y más horas jugando en la calle, la calle donde nació y en la que no le importaría morir, si no fuera porque eso supondría no estar cerca de ella.

- Señor, señor, tenemos que llevárnosla.

Al principio no entendió que le decían, pensó que no le hablaban a él. Solo cuando vio a aquellos dos hombres vestidos igual, venir en su dirección, comprendió que se dirigían a él.

- ¿Me dicen a mí? –preguntó mirando un poco a cada lado, como para salir de dudas.

- Si señor, tiene que levantarse.

Él seguía sin comprender porque le hablaban. Normalmente, la gente les miraba al pasar por el sendero, unas veces con disimulo, otras con más descaro, pero solían seguir su camino, solo algún niño curioso, o que buscaba su pelota, se había atrevido a acercarse junto al banco, y al poco tiempo perdían su interés y volvían a sus juegos. Al principio le daba cierta importancia a lo que pudieran decir, como si aquella relación no fuera lícita, pero con el paso del tiempo dejaron de importarle las miradas, e incluso los cuchicheos. Pero aquellos dos operarios seguían allí a pocos pasos, y le habían dicho que tenía que levantarse.

- Me gusta estar aquí sentado –dijo como para persuadirlos.

-Lo sentimos señor, pero nos la tememos que llevar.

- ¿Cómo? Preguntó él extrañado.

Los hombres se miraron entre si sorprendidos.

- Nos han dado la orden de que la traslademos a otro lugar.

Él se levantó perplejo, por supuesto que más de una vez había pensado que podía llegar al banco y que ella no estuviera, pero con el tiempo aquella idea fue desapareciendo. Y ahora aquellos dos hombres pretendían llevársela, aquello no podía ser.

-Pero, ¿Por qué? 

Sus labios habían comenzado a temblar, incluso antes de pronunciar aquellas palabras. Uno de los hombres se acercó hasta él y le puso la mano en el hombro antes de decir:

- Nosotros no lo sabemos, solo nos han dicho que ya no puede estar aquí, que hemos de llevárnosla.

Poco a poco él se fue retirando, no sabía si volverse a mirarla o comenzar a alejarse sin más. De pronto, notó que alguien le cogía el brazo.

- Señor, se deja el sombrero –le dijo el otro hombre.

Su mano comenzó a temblar cuando fue a cogerlo.

- ¿Dónde la llevan? –fue capaz de preguntar con la voz quebrada.

- Nos han dicho que la llevemos al Parque del Oeste, su nueva ubicación.

- Al Parque del Oeste –repitió él –eso es al otro lado de la ciudad, yo no podré ir hasta allí para verla.

- Señor, ¿acaso la esculpió usted? –oyó que le preguntaba uno de los hombres.

- No, yo solo le hacia compañía –dijo sin volverse.

Las lágrimas, que momentos antes inundaban sus ojos, ahora se deslizaban por sus mejillas, Con rabia, se quitó las gafas y las secó. Aturdido llegó al camino, dudó por un instante y giró la cabeza. Los hombres la estaban cubriendo con una lona, por la otra parte del camino se acercaba un pequeño camión con una grúa. Siguió caminando, ya no fue capaz de volverse a mirar otra vez.

No hay comentarios: