Allí estaba ella, en mitad de aquella fiesta de carnaval, mirando a un lado
y a otro, observando cada disfraz, y cada detalle del mismo. Una sirena con su
larga melena y su medio cuerpo plateado. Un soldado de plomo, aunque tuviera
las dos piernas, con su casaca roja y su gran gorro negro. Una pareja de cowboys,
con cartucheras al cinto y pistolas en mano. Una pareja de bailarinas, que
debían ser pareja, hombre y mujer, con sus blancos tutús y sus zapatillas de
ballet. Un sinfín de piratas, con su bandera y sus parches negros…
Y fue entonces cuando al cambiar la mirada, de un lugar a otro, se encontró
con aquel traje de mil colores y aquella peluca de rizos. Al principio no prestó demasiada atención a aquel rostro,
pero algo llamó su atención en aquellos ojos bajo la máscara de pintura blanca,
que le hizo detenerse en ellos. Aquellos ojos la observaban con descaro,
lascivos, casi obscenos. Se sintió tan perturbada, incluso atraída, que bajó su
mirada al suelo. Pero apenas unos instantes después, en su campo visual
aparecieron unos enormes zapatos rojos. La sensación extraña, que había sentido,
fue en aumento. Levantó la cara, y ante ella estaba aquel payaso, ofreciéndole sus
manos enguantadas. No, no era miedo lo que sentía. Ni vergüenza, o tal vez un
poco de esta última si la sintiera. Pues allí, rodeada de toda aquella multitud
de personas que no eran lo que vestían, allí, cada rincón de su cuerpo deseaba,
necesitaba, ser acariciado por aquel payaso. Sin decir ni una palabra, su mano derecha,
también enguantada, asió la izquierda de las dos que le ofrecían y se encaminó
hacia la puerta.
Al llegar a la salida, el guarda jurado, que no era un disfraz, se fijó en
aquellos dos payasos que caminaban de la mano. Ellos apresuraron el paso,
sabían que su dulce hogar, era el lugar más bonito para dejar fluir aquellas
sensaciones que se amontonaban en sus cuerpos.
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