EL SUPERVIVIENTE


Mi madre me contó muchas veces como mi abuelo Silvino, volviendo de Valverdejo, se perdió en la nieve y llegó tan exhausto a su casa que cayo en la puerta antes de entrar. Yo con mi imaginación he construido, a mi buen entender, esta historia basada en aquel suceso.

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EL  SUPERVIVIENTE

Apenas le faltaban diez metros para llegar a lo alto del cerro, poco después dejaría de ver el pueblo, recordó las palabras del hombre: “No se vaya usted, dentro de poco comenzará a nevar”. Él también lo sabía, pero no quería pasar otra noche fuera de casa, ni abusar de la hospitalidad de aquellas humildes gentes. La noche anterior no tuvo más remedio que hacerlo, había emprendido tarde el viaje y se entretuvo demasiado con los aparceros. Aquella familia había sido la última de la tarde, y cuando acabó, el sol estaba ya muy bajo. Por eso aceptó el ofrecimiento de pasar la noche allí. No le apetecía viajar de noche, el invierno estaba a punto de acabar, pero las noches todavía eran largas y frías. 

La cena fue sencilla, como solía ser en la mesa de las gentes de campo, aun así, pudo saborear algún que otro alimento, nada habitual en la mesa de una familia como aquella, que dedicaba todos sus esfuerzos a sobrevivir y  sacar a sus hijos adelante. Luego declinó el ofrecimiento de la cama de uno de los hijos, no era su carácter abusar de su posición como mayordomo del amo, él también era un hombre sencillo y durmió en un serón cerca de la chimenea, que poco a poco fue perdiendo el calor del día.

A las primeras luces, la dueña de la casa le dejó una jarrita de leche recién ordeñada junto al improvisado camastro, él se lo agradeció con un movimiento de cabeza. Se sentó en el suelo y se la bebió de un solo trago. Sin dilación, se levantó y dejó la jarra sobre la mesa. Debía retomar cuanto antes el camino de regreso a casa. Al salir al corral, se topó con el hombre,  venía bajándose las mangas de la camisa, acababa de asearse.

- Ahí tiene una palangana con agua limpia –y añadió –va a nevar, no debería usted marcharse.

Él, le dio las gracias sin más y salió al corral. Luego, al volver dentro, la mujer le acercó un talego.

- Le he puesto una hogaza de pan y unas tajás de tocino, lo siento no tenemos jamón –añadió la mujer a modo de disculpa.

Él, le agradeció el detalle.

- No tiene que agradecer nada –dijo el marido y añadió, -tenga, coja la manta, le va a hacer falta ahí fuera.  Ya me la devolverá en la próxima visita.

Cogió también la manta, y abrazando al hombre, algo que no hacía nunca con los arrendatarios, le dijo que tenía mucho que agradecerle para la próxima vez que se vieran.

Ahora, en lo alto del cerro que bordeaba  el pequeño valle donde se encontraba el pueblecillo, se volvió dudando si desandar el camino y regresar a la seguridad de una casa. Sus huellas se habían quedado marcadas en la pequeña capa de nieve que ya comenzaba a cubrir el suelo. Meneó la cabeza y se apretó bien con la manta de lana que le habían proporcionado antes de salir. Apretó el paso, el camino, aún visible entre los pinos, iba dibujando los altibajos del relieve. Tenía que avanzar lo más posible antes de que la nieve, los copos cada vez caían más lentamente, pero cada vez eran más grandes, pronto convertirían todo en un manto blanco.

Llevaba ya andado un buen trecho, cuando decidió abandonar el camino, ya apenas se distinguía de los ribazos, dentro del pinar parecía como si hubiera menos nieve en el suelo, no en vano, las copas de los pinos sujetaban gran parte de ella. Además, el viento que ahora hacía que los copos cayeran con más rapidez, era retenido por la gran masa de  pinos rodenos que había junto al camino.

Cuánto llevaba andado, imposible saberlo, él que había pasado más tiempo en el campo que en la seguridad del hogar, ahora no era capaz de calcular lo andado o el tiempo transcurrido. A pesar de que la blancura de la nieve iluminaba todo el terreno, el sol oculto tras la capa de nubes, no indicaba su posición, por lo que le era imposible saber la hora. Algo que en cualquier otro día, hubiera hecho simplemente levantando la vista al cielo.

Se sentía cansado, y pensó que era buen momento para reponer fuerzas, eligió una buena mata rubia que apenas tenía nieve entre sus brazos, pues soportaban toda sus hojas. Acurrucado, se frotó las manos para hacerlas entrar en calor y luego la cara para despegarse la nieve helada sobre su barba de dos días. Sacudió como pudo la manta y quitó toda la nieve que pudo de sus ropas. Volvió a frotar las manos y busco la navaja en el bolsillo, pensó que aquella mujer se había excedido en sus atenciones, y cogió solo la mitad del almuerzo que le había puesto. El pan y el tocino estaban tan fríos como el ambiente, pero su cuerpo, cansado y entelerido de andar entre la nieve, agradeció aquel sencillo manjar, un buen trago de vino habría sido un buen reconstituyente para entrar un poco en calor, pero tuvo que conformarse con ponerse un poco de nieve en la boca para saciar la sed. Una sonrisa irónica asomo a sus labios, al pensar que al menos agua para beber no le iba a faltar. Al terminar el último bocado, devolvió la navaja al bolsillo y buscó la petaca del tabaco. Le fue difícil liarse el pitillo, y decidió que liaría varios, seguramente más adelante, caminado le sería imposible. Al encender la mecha, añoró el calor de la lumbre en la chimenea de su casa. Por un momento, pensó que podía encender una pequeña hoguera y quedarse allí, al resguardo dentro de la mata, pero luego se dio cuenta que la leña no le duraría mucho, y le sería imposible encontrar más seca en los alrededores. Tenía que volver a ponerse en camino cuanto antes. Desde la seguridad del cobijo, viendo como los copos seguían cayendo sin descanso, recordó las últimas palabras del hombre: “no se vaya usted, está a punto de nevar”, y maldijo su impaciencia por querer regresar a casa.

Al reanudar otra vez el viaje, se dio cuenta de  que se hallaba en mitad del pinar, llevaba mucho tiempo sin divisar lo que pudiera ser un corte entre la masa de pinos, que le indicara que había un camino bajo la capa de nieve. Buscó alguna señal en el terreno, pero ante sus ojos solo veía una enorme extensión de troncos negros que parecían flotar sobre la capa blanca. Tenía que buscar una zona despejada para poder orientarse. Volvió a maldecir aquel sol, que no tenía fuerzas para asomar a través de la espesa capa de nubes.

Al fin logró llegar a lo alto de un otero, vio que al fondo, la masa de árboles daba paso a pequeñas extensiones de terreno  sin ellos, debían ser campos de cultivo. Aquello le alegró un poco, y se animó a caminar más deprisa a pesar del cansancio y la desorientación. Después de un buen trecho, el campo abierto se volvió más extenso, pero la altura de la nieve también era mayor, no podría avanzar, no sabía el terreno que pisaba, solo blancura, una inmensa blancura que no parecía tener fin. Era ilógico, dónde estaba el horizonte, el cielo se confundía con el propio suelo, todo presentaba el mismo color blanco. Maldijo su suerte, maldijo, aquel reloj que un día le había regalado su amo, y que le molestaba tanto en la muñeca, que decidió no ponérselo nada más que los días de fiesta mayor. Se maldijo a si mismo, por no haber hecho caso de las palabras sabias de un hombre rudo de campo, que le ofreció quedarse porque iba a nevar. Y maldijo al mismo Dios, e inmediatamente se arrepintió de ello. Solo Dios, solo un milagro podía sacarlo de allí antes de que sus fuerzas le abandonaran. Y alzo la vista para en silencio, en aquel maldito silencio, pedir perdón.  Fue entonces, cuando allá a lo lejos, creyó ver algo que le hizo fijar la vista. Apenas podía ya vislumbrar los diferentes tonos de blanco, pero al fondo de aquel inmaculado paisaje, le pareció ver una tenue columna de humo que ascendía lentamente hasta difuminarse. Volvió a acelerarse el ritmo de su corazón, no así el de sus pasos, lentos y pesados, clavándose en la mullida nieve.

“Rediós”, volvió  a maldecir, esta vez sin maldad en sus palabras. Cómo podía ser, fijó un poco más la vista, y lo tuvo claro. Sí, un grupo de casas, apenas visibles entre el blancor. El pequeño cerro que había en lo más alto del pueblo debía haber proporcionado resguardo a las casuchas, y gracias a ello, podían distinguirse. Había equivocado la dirección, aquel no era su pueblo. Sin pensárselo, giró y comenzó a caminar en el sentido opuesto.

Más tarde se arrepentiría de su obcecación por llegar a su casa, por qué no habría seguido avanzando en dirección al pueblo. No era el suyo, pero allí le habrían dado cobijo. A caso era aquel su destino. A caso debía morir en mitad de la nada, cansado y cubierto de nieve. Él, que había sobrevivido, allá en otro continente, la guerra contra el moro. Él, que al contrario que otros muchos compatriotas, había tenido la suerte de sobrevivir y volver a casa a formar una familia. Comenzó entonces a recordar aquel infierno, se imaginó, que el blanco bajo sus pies se transformaba en arena, arena caliente, que el aire frío, se convertía en abrasador e irrespirable. Apretó un poco más la capa alrededor de su rostro, para impedir que aquel aire imaginario le quemara la garganta. A su memoria vinieron el olor a pólvora de los fusiles y los cañones, el olor a sangre y a carne abrasada por la metralla. Extasiado por aquella ensoñación febril, no se dio cuenta, que el monte bajo daba paso a pequeños grupos de olivos cargados de nieve, a hileras de almendros sin hojas que, ennegrecidos por el agua, sobresalían de la blancura semejando grotescos esqueletos de retorcido hierro. Tropezó cayendo, y ensimismado como estaba con el fragor de la batalla, creyó caer herido de bala. Solo al notar el frío contacto de la nieve con su piel, recobró la sensatez. Tumbado comenzó a pensar, qué sería de su mujer, qué pasaría  por su cabeza al ver que él no volvía, cómo les explicaría a sus hijos que su padre no iba a regresar. Aquello le devolvió los ánimos, a duras penas logró incorporarse y retomar el camino. En vano, oteaba el horizonte para descubrir algún indicio que le indicara que estaba próximo al pueblo. Volvió a imaginar su hogar, la mujer y los hijos junto a la lumbre, sus cabezas gachas, esperando la fatal noticia. No, no podía abandonar, aunque no viera el pueblo sabía que ahora iba en la dirección correcta, recordaba haber pasado por zona de monte bajo y ahora caminaba por medio de los “piazos” de olivos. Allá a su izquierda, el inmenso manto blanco tapaba las tierras de labranza. Se las imagino rojas, acabadas de remover por el garabato, y luego, como iba asomando la simiente verde hasta alcanzar el metro de mies. Sí, aquellas tierras, darían buen fruto cuando el invierno diera paso a la primavera y la siembra comenzara a aprovechar aquel agua que ahora cubría la tierra en forma de nieve. Fue entonces cuando lo vio, allá al fondo del valle se veían pequeños hilos, apenas imperceptibles, de un gris tenue. Sí, no podían ser otra cosa que las chimeneas encendidas de las casas. Pareció recobrar las fuerzas, buscó en el interior de la manta, pero el pan estaba congelado, en silencio volvió a maldecir su suerte. Pero ya apenas le importaba, cada vez distinguía mejor lo que eran las pequeñas casas cubiertas de blancura, y sobre ellas las columnas humeantes de los fuegos de dentro.

Al llegar a las primeras tapias, pensó apoyarse a descansar, pero sabía, que si lo hacía sus fuerzas le abandonarían, y solo el milagro de alguien que lo viera, le salvaría de morir congelado a dos pasos de su hogar. Enfiló la pequeña cuesta que dibujaba la calle, pensó llamar a una de las puertas, pero solo anhelaba llegar a su casa. Ahora que había conseguido lo más difícil, no quería quedar postrado en un hogar que no fuera el suyo. Con las fuerzas exiguas, dobló hacia el cruce de las cuatro esquinas. La ventana de la casa apenas se distinguía, cubierta casi en su totalidad por la nieve acumulada en el marco. La puerta se encontraba a diez metros, cinco… dejó caer su cuerpo sobre el picaporte, rezó para que como de costumbre, el cerrojo  no estuviera echado, y cerró los ojos, cerró los ojos y los pensamientos.

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Notó un leve calor sobre su rostro, y escuchó el crepitar de la leña en la chimenea, creyó estar soñando en mitad de la blancura helada, hasta que sintió que alguien le cogía la mano, abrió los ojos y vio los de su esposa mirándolo con anhelo, e inundados de lágrimas. Ella le contó como al oír un ruido fuera, pensó que había sido la nieve que había caído del árbol de la calle, pero algo parecido a un lamento, le hizo dudar y fue a abrir la puerta. Se lo encontró caído y sin sentido. Entre ella y sus dos hijas mayores lo entraron a la sala, donde ahora estaba tumbado. Estuvo dos días con fiebre y delirando. El médico les dijo que habían sido demasiadas horas al frío, que no sabía si lo iba a superar. Después, poco a poco la fiebre fue alternándose con periodos sin ella. Él apretó con su mano la de su esposa. Al fondo, en la cocina, alguna de sus hijas debía estar fregando los cacharros, volvió a cerrar los ojos y rezó, rezó como nunca lo había hecho, ni siquiera cuando tres días antes se hallaba solo, solo y helado, en mitad de la nada.

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