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imagen obtenida de la página http://graphic-idea.com |
EL
ESPANTAPÁJAROS
Hace
tanto tiempo que estoy aquí anclado, que mi pobre cuerpo de paja ha ido
deshaciéndose poco a poco. Dentro de nada mis raídas ropas caerán al suelo por
su propio peso. El sombrero, hace ya un año que lo perdí, lo había perdido
antes, pero varias veces, algún transeúnte me lo volvió a poner. Ahora mi
aspecto es tan lastimero, que nadie se ha preocupado de volver a colocarlo
sobre mi cabeza de trapo.
Los
pájaros, esos eternos enemigos, hace tiempo que dejaron de temerme. Poco a poco
han ido cogiendo confianza, algunos, los más osados, hasta utilizan parte de mí
para construir sus nidos. Eso, en lugar de entristecerme, me llena de alegría,
me hace pensar, que después de todo seguiré siendo útil. Incluso para ellos,
que siempre se mostraron asustados en mi presencia.
-
Venid, venid pequeñuelos, no tengáis miedo, llevaos briznas de mi cuerpo.
Yo
hace tiempo que perdí el interés por asustarlos. Mi amo se fue. El huerto, al
igual que yo, se ha perdido. La mala hierba campa a sus anchas, y los árboles
frutales han perdido su vigor. Sus ramas, cada vez más secas, apenas tiene
fuerza para sujetar algunas hojas, que se empeñan en brotar cada nueva
primavera.
Recuerdo
mi nacimiento, el amo me había construido tan toscamente en el suelo del
granero, que cuando el ama entró y me vio, no pudo por menos que reírse a
carcajadas. La pobre, cuando se pudo reponer, salió del granero sin decir nada,
y al cabo de un rato volvió con una silla y el cesto de la costura. El amo
abatido, me había dejado y al verla, se sentó frente a ella en el tronco que
usaba para atrancar el portón. Ensimismado, miraba como su mujer, poco a poco
iba haciendo de mi un bonito muñeco de paja. Cuando él me cogió para traerme
hasta el lugar que ahora ocupo, era el hombre más orgulloso del mundo, no en
vano, se volvió antes de salir del granero, y le dio un cariñoso beso a su
mujer en la mejilla.
Viento,
lluvia, nieve, días de calor sofocante fueron pasando durante años, y yo seguía
siendo un bonito espantapájaros. Niños y mayores abandonaban el camino para
verme de cerca, para tocarme. Algún que otro artista me utilizó como motivo
principal de su obra. Y en más de una… fotografía creo que las llaman, aparezco
junto a todos los miembros de una familia. Todo un lujo para un simple muñeco
de paja como yo.
Ahora
todo esto, está llegando a su fin, mi cuerpo se deshace rápidamente. Todo lo
que desde mi humilde posición, he visto y he oído, se perderá para siempre. Sí,
porque en mitad de un huerto, la vida de un espantapájaros parece aburrida,
pero… hay tantas historias.
Una
graciosa, graciosa y diaria, era cuando mi amo, todos los días antes de que
asomara el sol por el horizonte, salía delante de la casa y se ponía a orinar.
Sí, justo allá, cerca de la otra esquina. Era tan remilgado el pobre, que se
daba la vuelta para que yo no lo viera. Peor era el chucho del vecino, si
hubiese podido bajar de mi sujeción, más de una vez se hubiera llevado un buen
susto. Y… la de enamorados que, tras los árboles, he visto dejar, como en un
descuido, un beso en la boca de su amada. ¡Ay, el amor! Cuántas veces he
deseado, al ver a las parejas, poder coger yo la mano de mi enamorada, pasear
bajo los árboles, arrancar unas flores y prenderlas en su pelo. O ser niño y
correr, saltar, subir y bajar a los árboles. Yo también deseé ser un pequeñuelo
muchas veces. Ni siquiera, me hubiera importado ser aquel… siempre venía solo,
silencioso y… asustado. Él, apenas si se atrevía a subirse al tronco seco del
manzano. Sé, que el amo lo veía siempre, aunque este, al contrario que los
otros, no hiciera ruido, pero el amo nunca salía dando gritos, solo lo
observaba tras los cristales. Cuánto me hubiera gustado a mí, acercarme a él,
hacerle compañía en sus aventuras de niño solitario.
Recuerdo
aquella muchacha, que se sentaba bajo mi sombra. No sé por qué, prefería mi
sombra a la de cualquier árbol del huerto. Siempre venía con una carta, la
sacaba del bolsillo y se sentaba apoyada en mi pedestal. Reía, lloraba, muchas
veces se quedaba mirando al horizonte un rato, luego se levantaba, besaba la
hoja de papel y… algunas veces, menos de las que a mí me hubiera gustado, daba
un beso en sus dedos y me acariciaba, dejándolo sobre mi mejilla. Yo la observaba
marcharse, más triste de lo que había llegado. Entonces, yo con mi espíritu de
muñeco le lanzaba un silencioso mensaje: “tu amor pronto volverá”, y ella, como
si me hubiera oído, parecía alegrar el paso.
Ahora,
desde que el amo se ha ido y el huerto está abandonado, los enamorados ya no lo
encuentran bonito, ya no buscan cobijarse bajo la sombre de los frutales, o
recoger flores silvestres, la mala hierba, las debe tapar a sus ojos. Ni
siquiera esos traviesos pequeñuelos, que estuvieron viniendo cuando el amo se
fue, se atreven ya a venir. Las ramas de los árboles están demasiado secas, les
pinchan, se enganchan la ropa y no pueden trepar.
Tampoco
vendrá la muchacha de las cartas. La última vez que la vi, ni siquiera pasó al
huerto, caminaba despacio, arrastrando los pies, sin carta en los bolsillos. Yo
con mi espíritu de muñeco, le dije: “adiós”, ella me miró ligeramente, pero no
alegró el paso. Iba con luto en los ojos y en las ropas, y un pequeño entre los
brazos, fruto del amor que tuvo un día, y que ya no volverá.
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