PRÓLOGO

Una sala en penumbra. En la pared más grande de la habitación, una chimenea, que en esta época del año está sin uso y limpia. La luz que entra por el hueco ilumina tenuamente una mesa y dos sillas. En la mesa aún se pueden ver los restos de la comida. Luego la poca luz se va apagando y va dejando paso a la oscuridad, de manera que los pocos enseres que completan la estancia, apenas se pueden distinguir: Un par más de sillas, un pequeño aparador y una banca. En un retrato colgado sobre la banca, una pareja de la que no se distinguen los rostros.

El resto de la casa lo componen: el pasillo, que sirve de zaguán, dos dormitorios que dan a la sala, una pequeña cocina, que da paso al corral, donde una pequeña cuadra y un gallinero completan la parte baja, la parte alta de la misma es la cámara que sirve de pequeño almacén.

Sobre la banca duerme un hombre, las abarcas en el suelo y  la camisa medio desabrochada. De la cocina surjen ruidos de tareas domésticas. Una mujer, muchacha todavía por la edad, limpia los platos y vasos de la comida. Lleva el cabello recogido bajo un pañuelo, de trapo viejo, pero limpio. Su piel blanca contrasta con el negro de sus ojos y las pocas mechas de pelo que escapan de su atadura.


I…I…I…I…I…I…I


Agazapado tras la mata, como un depredador, espera a su presa. Ha estado varias noches trazando su plan, para que nada falle, todo está dispuesto para el momento. Ni siquiera una pequeña duda asalta su mente, lo ha decidido y lo hará. Sabe que no puede volverse atrás.

Poco a poco comienza a desprenderse de la ropa, debe evitar ensuciarse. La noche es fresca y nota como se le enfría el sudor en la piel. Desearía fumar un pitillo, pero la ocasión no se lo permite. En lo alto las estrellas parecen tintinear y la luna convierte todo el campo en un mar blanquecino.

De pronto la duda de si esa noche pasará por allí su presa. Así es como prefiere pensar en él, como si se tratara de un animal. Pero pronto desecha los miedos, sabe que nunca falta a su cita, y menos una noche serena como la de hoy. Por eso sigue tranquilo, esperando que de un momento a otro aparezca al fondo del camino.

De vez en cuando, el ruido de algún animal rompe el silencio de la noche. Él ni se mueve, a pesar de la claridad de su piel, sabe que no ha sido descubierto, y aprovecha para desentumecer sus músculos. Sabe que llegado el momento tendrá que saltar sobre su presa, pillarla desprevenida.

A lo lejos el reloj de la torre está dando las horas, su cerebro automáticamente tensa los músculos, falta poco. Busca entre su ropa la navaja, poco a poco, la va abriendo para evitar que suenen los muelles. La hoja, limpia como la patena, brilla bajo la blancura lunar. La deposita en el suelo y vuelve a desentumecer sus piernas, su corazón poco a poco va acelerando su pulso y a pesar de su desnudez ya no siente el frío de la noche.

A lo lejos aparece una figura, por un momento, sus ojos parecen no fijar el objetivo, los cierra y los abre con energía. Teme que no sea quien espera. Pero sus dudas se disipan a cada paso que da el otro. Es él, ha llegado el momento, sin apartar la mirada tantea el suelo hasta encontrar la zaca, la coloca a su espalda para evitar los reflejos. El sudor que aparece en su frente, llega hasta sus ojos y le produce un ligero escozor, pero ahora debe evitar moverse. Mentalmente cuenta los pasos que le faltan al otro, y cuando sabe llegado el momento, como un ágil depredador sale de su escondite. Su presa no tiene tiempo para reaccionar.

Sabe que el otro también va armado, por lo que rápidamente y de forma férrea, le sujeta la muñeca. Mirándolo fijamente a los ojos ve que la sorpresa se convierte en pánico. Como un frágil conejo, al sentir los colmillos del lobo, acaba de comprender lo que le está sucediendo. Es el momento, la mano que lleva la navaja da un rápido y enérgico corte. Una maldición apagada surge de la boca de su víctima, la sangre a borbotones salpica y chorrea por su pecho. Sin apartar la mirada, Él, el verdugo, sigue mirando a los ojos de su víctima, que poco a poco van perdiendo brillo. Como un títere se desploma. Han sido segundos, que para el otro serán la eternidad.

Sin perder tiempo, baja hasta el riachuelo, se frota como si quisiera limpiarse no solo la piel, sino también el pecado. Al acabar vuelve a la protección de los matorrales, comprueba que ninguna mancha queda y va en busca de su ropa. No puede dejar nada al azar, después de vestirse, vuelve sobre sus pasos y al llegar donde se encuentra el muerto, mete la mano en el bolsillo de la chaqueta, encuentra lo que busca. El olor de la sangre le vuelve a invadir los sentidos, y aprieta la boca para que el vómito no salga y se retira. Camina unos metros en la misma dirección que traía la víctima. Sin parar, extrae el dinero y tira la cartera, sabe que no será díficil encontrarla. El dinero tampoco lo quiere, pero por el momento le servirá para crear falsas sospechas. Sigue caminado y se interna en el monte, donde la tierra es más dura y anulará sus huellas, después de un trecho vuelve sus pasos hacia el pueblo.

Sabe que no puede entretenerse, dentro de no mucho comenzará a clarear por el Levante. Por eso, decidido,  comienza su retorno hacia el pueblo, ahora sus temores se acrecientan, cree que no le han visto, pero para no levantar sospechas debe llegar al piazo sin toparse con nadie. Conoce bien los caminos y los atajos, va pisando sobre la parte dura del camino y aprovecha lo ribazos donde la hierba no marcará sus huellas.

Sin resuello, llega al último trecho, la senda del piazo. Desconfiado escudriña los alrededores por si hay alguien en las cercanías, sus temores se desvanecen cuando se ve solo. Poco a poco va recuperando la respiración y la tranquilidad. Al llegar al rincón de la tierra, donde el día anterior ocultó la azada, se agacha y con movimiento rápido la recoge, sacude la tierra que la cubre y se dirige hacia donde dejó el tajo. Una pequeña sonrisa, denota la satisfacción de haber conseguido el objetivo.

Con la mente en otro sitio, lentamente sigue su jornada, con brío, pero sin apenas poner atención en ello, va cavando la tierra y arrancando la mala hierba. El sol, ya ha levantado del horizonte e ilumina todo el campo. No muy lejos algunas paredes del pueblo reflejan su luz y contrastan con aquellas que siguen sin recibirla.

La  suave brisa de la madrugada va apagándose, y el frescor de la tierra se va convirtiendo en polvo con cada golpe de la azada. Deja de golpear, y apoyado sobre la herramienta, escucha con atención, efectivamente las campanas de la iglesia tocan a difunto. Un escalofrío recorre todo su cuerpo, sabe que han encontrado el cadáver. Él que no es muy de rezos, mira al cielo, en silencio pide no ser descubierto. No le importa por él, sabe lo que ha hecho y no se arrepiente, pero piensa en su hija, que perdió a su madre y ahora se quedaría sola, además tendría que cargar con la vergüenza por su culpa.

Con esos pensamientos vuelve al trabajo, en silencio, maldice al hombre al que hace unas horas dejo muerto en el suelo. Sólo de esa fiera es la culpa, pero ahora él tendrá que cargar con su muerte toda su vida, pues sabe que nunca desaparecerá de su mente y sus sueños. La rabia le hace golpear cada vez con más fuerza la tierra, su corazón parece que va a salirse por la boca y sus músculos duros como piedras le agarrotan las piernas y  los brazos. Extasiado, deja el azada clavada en el surco, con el brazo seca el sudor de su frente. Al volver a coger el astil, una mancha roja cubre su antebrazo, se sobresalta y grita… El grito le ha despertado. Maldita sea, era un sueño.  Trata de escuchar, pero no oye ruidos, cree estar solo. Vuelve a apoyar la cabeza y cierra los ojos, que comienzan a llenarse de lágrimas.

- ¡Ha sido usted!

El grito le ha vuelto a sentar de golpe. Su hija con los ojos desorbitados se encuentra justo delante de él.

- ¡Padre, ha matado a un hombre! - grita de nuevo su hija, y añade:

- !Usted mató al señorito¡

El padre, cariñosamente coje su cabeza con las dos manos y mirándola a los ojos dice:

- Yo no he matado a un hombre, yo maté a una alimaña. Y deja de gritar, o dentro de un rato tendremos a los civiles en la puerta.

La muchacha se pone a llorar amargamente, retira las manos de su padre, de su rostro y pregunta:

- ¿Lo sabía padre?- y bajando la cabeza añade, -No llegó a forzarme. Me defendí.

- Si te llega a forzar, habría acabado con él en mitad del pueblo. Yo estaría en la cárcel y tú no lo soportarías. Por eso no pude dejarlo pasar. Aquel día, Dios quiso que volviera pronto del tajo, supongo que él esperaba que no volviera. Al volver la esquina, le vi marcharse de mal humor y no le di importancia, pensaba que habría venido a buscarme. Luego al entrar en casa, tú estabas encerrada en tu habitación, y a través de la puerta te oí sollozar. La sangre me comenzó a hervir dentro de las venas. Me imaginé lo peor, pero recapacité y fui en su búsqueda disimulando tranquilidad. Estaba en el bar, desahogando tu rechazo con una copa. Su cara enrojecida por tus uñas. Yo me pedí otra copa, y no le di importancia, hablamos no recuerdo de qué y al rato le pregunté que le había pasado en la cara. Él con una sonrisa me dijo que una gata le había arañado y se había escapado, que la próxima vez no tendría escapatoria. Apuré la copa de un trago. La navaja dentro del bolsillo, me quemaba la mano. Pero templé mis nervios, pedí otra ronda y brindé por la gata. Brindé por ti, y juré para mis adentros, que no dejaría que esa mala bestia tuviera una segunda oportunidad.

El resto ya lo recuerdo yo cada vez que cierro los ojos. Supongo que solo el tiempo, y volver a verte feliz, hará que vaya olvidando… o no. Pero al menos podremos seguir viviendo, tú con tu honra y yo…yo con mis sueños.

La muchacha vuelve a sollozar. El padre la rodea con sus brazos, con la voz quebrada  y los ojos llorosos, añade:

- Te lo vuelvo a repetir, el señorito era una alimaña, y a las alimañas hay que matarlas.


 FIN

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