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Los Z taponaban casi totalmente la llegada a la finca. Varios
compañeros comentaban lo sucedido en el pequeño parterre de césped que había
antes de subir los escalones de la entrada. La víctima, esta vez viva, seguía
visiblemente nerviosa intentando contestar a las preguntas de mis compañeros.
Creí conveniente que fueran ellos los que siguieran con las pesquisas.
Yo avance hacia el dormitorio. Antes de entrar, uno de los compañeros que
salía me dijo: «tres
impactos, dos mortales de necesidad». Efectivamente, la cuarta de las balas solo le
había rozado ligeramente un brazo y se había alojado en la pared trasera. Tendido
en el suelo, una gran mancha de sangre emergía de debajo del cuerpo. El forense
tomaba alguna muestra y se giró al notar mi presencia. Muerte instantánea dijo
corroborando lo que era evidente. Sonreí de manera apenas perceptible, pero él,
como buen observador preguntó que me hacía gracia. Hice un ligero gesto como
quitándole importancia, saqué la pistola y se la tendí. Embólsala, cuando
extraigas las balas, verás que coinciden con esta arma. Su cara era un poema,
me giré y salí del escenario del crimen, no era cuestión de complicar más la
situación.
Aquel cabrón se había librado tres veces de entrar en prisión, siempre
tenía un as en la manga, una cuartada que tiraba por tierra las demás pruebas. Lo
vi de casualidad en el aparcamiento de una gran superficie. Estaba al acecho, observando
a una mujer, comenzó a seguirla.
Llevaba varios días comiendo, durmiendo y hasta orinando en el coche, sin perderlo de vista. Sabía que tarde o temprano pasaría a la acción. Le dejé el tiempo justo para que entrara en la casa y atacara a su nueva víctima. Después de los cuatro tiros me fui a la cafetería más cercana y me comí un pincho de tortilla con una cerveza. La quinta bala se la hubiera metido entre ceja y ceja, pero eso también habría sido complicar más la situación.
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