CAMINO AL TRABAJO

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El sonido desagradable del despertador le hace estirar el brazo hasta conseguir apagarlo, y se gira hacia la ventana. Sí, ya es la hora. La luz que entra desde el exterior, le indica que, aunque no haya visto la esfera del reloj, ya son las ocho. Dentro de una hora y media debe estar en la oficina. Pero eso no quiere decir que no pueda gastar cinco minutos más en la cama.

De nuevo un ziuu, ziuu desagradable le indica que han pasado esos minutos. Esta vez baja los pies y se queda sentado en la cama antes de apagar el molesto ruido. Se calza las zapatillas y se dirige a la cocina, donde pone la cafetera en marcha, luego todavía soñoliento vuelve a la habitación y se introduce en el baño, donde comienza la rutina sistemática y diaria: taza, lavabo para un rápido afeitado y una refrescante ducha. Es verano, por lo que al salir del agua solo necesita un ligero secado y unos calzoncillos bóxer. Luego ya se vestirá.

Antes no era goloso, pero de un tiempo a esta parte, combina tragos de café con leche y cereales rellenos de chocolate. La radio dice que el calor, que ahora no es muy intenso, irá subiendo a lo largo de la mañana, llegando a superar los 30 grados. Mientras acaba el desayuno intenta recordar qué temas tiene pendientes en el trabajo, pero es en vano y con un manotazo resta importancia al asunto. Ya mirará la agenda al llegar a la oficina. Ahora es momento de ir a arreglarse.

Un tergal en tono marino y una camisa blanca de manga larga que irá remangando a lo largo de la mañana, y sobre esta, una chaqueta fina que apenas llegue colgará en el respaldo de la silla. Una mirada delante del espejo le indica que la elección ha sido acertada, a falta de completar con unos mocasines beige del mismo tono que la chaqueta. Ahora sí, ahora el espejo refleja una imagen juvenil de la que, a pesar de no esforzarse en cuidar con sesiones de gimnasio, está muy orgulloso.

Al salir a la calle, el ruido de la circulación, que ya es intensa, rompe el silencio que reinaba en apenas dos metros dentro de la casa. Es el precio que hay que pagar por vivir en el centro de la ciudad. Mira el reloj y ve que tiene tiempo suficiente para ir relajado y llegar cinco o diez minutos antes de la hora. Mientras va caminando, se fija como los comercios del recorrido han ido cambiando desde que él comenzó a trabajar en la oficina, algunos han cambiado de dueños, otros han cambiado de actividad y los más han cerrado sus puertas.

Cuando llega ante la puerta de su empresa, se queda observando el luminoso de grandes letras que hay sobre la fachada. Un temblor comienza a recorrer todo su cuerpo. Se acerca al bordillo y para al primer taxi que se aproxima por la calzada.

De nuevo se encuentra ante el espejo de su habitación, el temblor ha desaparecido, pero la rabia sigue ahí. El primer golpe quiebra el cristal, los sucesivos, al caer al suelo, van multiplicando la imagen de un anciano golpeando con un bastón.


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