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imagen obtenida de www.pngfind.com |
Llevo unas horas dudando si contar o no lo que me pasó hace
unos días. Y al fin he decidido hacerlo. Iba paseando por una ciudad, no
diré la ciudad, ni tampoco qué hacía en ella, pues la situación hubiera sido la
misma, sin depender de la ciudad, ni del motivo de mi visita. Al menos eso pienso
yo.
Como iba diciendo, caminaba por la ciudad, cuando llegué a
una pequeña placeta. He de decir que, a pesar de su poca amplitud, convergían
en ella varias calles, y tenía una especial belleza por los edificios que la
conformaban. Miraba yo aquí y allá, cuando vi un individuo que, con la vista
levantada, observaba un punto elevado en el edificio que tenía delante. Yo que
también soy curioso por naturaleza, sin ánimo de molestarlo, me fui acercando
lentamente, y cuando estaba a unos pasos, me puse a mirar también hacia el
mismo lugar.
He de reconocer que, quizás debido a mi vista, yo no lograba
ver nada que llamara mi atención, así que pasado, más o menos un minuto, decidí
volver a caminar. Mi sorpresa fue que, al darme la vuelta, yo no era el único que
acompañaba a aquel señor. A nuestro alrededor, varias personas más, miraban hacia
aquel punto concreto en la parte alta del edificio. Lo que me llevó, momentáneamente,
a volver otra vez la vista a lo alto. Digo momentáneamente, porque mi decisión
de no seguir perdiendo el tiempo ya estaba tomada. Así que, continué caminando.
Se me ha pasado decir, que la parte de la ciudad en la que me encontraba, era la
más antigua, por lo que mis pasos discurrían por callejuelas y recovecos llenos
de un cierto encanto. Mi sorpresa fue cuando al cabo de unos minutos, no puedo
asegurar si fueron diez, quince, o tal vez veinte, me encontré de nuevo con la
misma plazuela, y mi sorpresa fue todavía mayor al contemplar que el número de
personas que miraban, tranquilamente, hacia lo alto del edificio había aumentado
considerablemen-te. Si bien todos no lo hacían de forma silenciosa, pues alguna
que otra charlaba con la de al lado, una madre que regañaba a su inquieto pequeño, porque no le dejaba observar tranquila y algunos, como no, recogían el momento
con las cámaras de sus móviles.
Como dije antes, yo que soy curioso, no pude evitar acercarme
a una de las que estaban próximas a mí, y le pregunté qué miraba. Pero tampoco
debía ver nada, pues haciendo un gesto raro, volvió a mirar hacia arriba. Ahora
que lo pienso, igual era extranjero y no me entendía. El caso es que yo seguía
con mi runrún, de que si tanta gente estaba mirando, debía haber algo
interesante, por lo que ni corto ni perezoso, poco a poco fui sorteando a unos
y otros, y me coloqué junto a aquel individuo que estaba solo cuando yo llegué
por primera vez a la placeta. Y apretándole suavemente en el antebrazo, le susurré
al oído que qué miraba. Mi sorpresa fue mayúscula cuando noté que estaba rígido
y frío. Ahí es cuando comencé a sospechar que, a pesar de su apariencia real,
era muy raro que no le hubiera notado, al menos, un ligero movimiento, un pequeño
cambio de posición…
¡Joder, si es una escultura! Fueron las palabras que se formaron
en mi mente, pero no llegaron a salir por mi boca, al mirar hacia abajo y ver que
sus zapatos formaban parte de una base rígida sujeta al suelo con unos hermosos
tornillos.
Poco a poco, procurando no molestar al grupo variopinto que
había a nuestro alrededor, al menos cincuenta personas, fui abandonando el
lugar. Acababa de salir de la placeta y de aquella situación tan particular,
cuando en mi mente surgió una duda: «¿Cuánto más avanza la humanidad, menos
avanza el ser humano?»