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imagen compuesta* |
Cuando me subieron a la habitación, él ya ocupaba la cama
de al lado. Era un hombre mayor, casi centenario. Las arrugas y el color de su
piel, eran la señal de una larga vida de trabajo a la intemperie. Sus manos,
inquietas, lo corroboraban.
Su acompañante, una mujer mayor también, pero con
bastantes menos arrugas y años. Se notaba que había sido guapa en su juventud,
resultó ser su hija.
El hombre apenas si hablaba, aunque parecía mover los
labios de forma casi constante. A las preguntas de su hija para conocer su
estado, solía contestar con un simple movimiento de cabeza, o en su caso un
monosílabo.
Fue ella, la que comenzó a darnos a conocer los datos
biográficos que se suelen compartir en estas situaciones hospitalarias.
Así es como supimos que venían de un pueblo próximo al
nuestro. El hombre había emigrado, hacía un mundo, desde el sur para trabajar
de labriego en una de las fincas de la comarca. Cuando vinieron, eran solo su
mujer y él, la hija no había nacido todavía. Y en la finca estuvo trabajando
hasta que sus fuerzas ya no dieron para más. Duro como el tronco de los árboles
que plantó en sus años jóvenes, duro como las piedras que año tras año fue
retirando del campo de siembra, nunca había estado enfermo hasta entonces.
Fue el segundo día que compartíamos habitación. La luz
que traspasaba los cristales iba poco a poco dejando la estancia en penumbra.
Su respiración pareció sosegarse. Abrió los ojos y extendió su nervuda mano
hacia la hija.
–Dame la petaca muchacha que me fume el último pitillo
–dijo con voz segura y firme.
–Padre, estamos en el hospital, además llevas cinco años
sin fumar.
– ¡Joder! Por eso he dicho que será el último.
–Padre no digas palabrotas –le regañó la hija con voz suave.
–A mi edad, me vas a decir lo que tengo o no tengo que
decir –protestó el hombre.
Poco a poco, fue retirando la mano. Su mirada quedó fija
en algún punto lejano, más allá de la pared que había frente a las camas.
–Estaba sentado en el poyete de la puerta y la vi pasar
–dijo de pronto.
– ¿A quién? –preguntó la hija.
–A tu madre. Era la chiquilla más guapa del pueblo. La
seguí con la mirada. A pesar de ser una chiquilla, andaba tiesa como un ajo.
Los dos éramos unos críos, pero yo dije para mis adentros que me casaría con
ella.
Un nuevo silencio, y la mirada acuosa, nos indicaron que
se hallaba sumido en sus recuerdos. Silencio que nosotros respetamos, y que yo,
al menos, también aproveché para adentrarme en los míos.
Cuánto tiempo transcurrió hasta que volvió a hablar, no
puedo recordarlo, solo sé que fuera era ya noche cerrada.
–Estaba en el poyete, como casi siempre, y la vi pasar.
–Y era la chiquilla más guapa. Eso ya me lo has dicho
antes padre.
– ¡Calla coño! Vi pasar a la muerte.
– ¿Qué dice padre? –preguntó la hija extrañada.
– ¿A caso no me has oído? Vi pasar a la muerte, pero no
iba de negro. Llevaba la gorra caída a un lado y el fusil colgado en el hombro.
Me miró y se pasó el dedo de lado a lado por el cuello.
La hija me miró, y tratando de excusar a su padre añadió.
–Es la cabeza, siempre la tuvo muy despejada, pero ahora
la ha perdido. Debe ser la demencia esa.
Yo le quité importancia, diciéndole que lo entendía. En
mi caso, también había algún mayor, que en sus últimos días, había sufrido los
mismos síntomas.
El hombre volvió de nuevo a mover los labios. Hablaba en
susurros. Aunque apenas se podía distinguir lo que decía. Esta vez no rezaba,
repetía una y otra vez: “vi pasar a la muerte”. Hasta que de pronto, levantando
solo un poco más la voz dijo:
–Yo maté a la muerte.
–Anda padre descansa –le dijo la hija acariciándole la
cabeza y colocándole su escaso pelo alborotado.
– ¡No quiero! ¡Te digo que maté a la muerte y no me voy a
callar! –dijo retirando las manos que lo acariciaban.
–Pero… qué son esas patrañas que cuentas, padre.
– ¡Patrañas! –Gritó esta vez–. Es la verdad.
De nuevo el hombre
quedó callado. Solo su respiración, algo alterada, y algún ruido de las otras
habitaciones que llegaba difuso, alteraban el silencio reinante.
No sería menos de la media noche, cuando el anciano
comenzó de nuevo a hablar, esta vez de forma muy clara.
–Estaba en el poyete y vi pasar a la muerte. Me miró y con
una sonrisa en la boca, me hizo el gesto del degüello. Al principio tuve miedo,
pero luego… ya se sabe: “la curiosidad mató al gato”. Di la vuelta por el lado
contrario de la calle y le fui siguiendo de lejos. Más escondido que mirando.
Salió del pueblo camino de la noria.
Dejó de hablar y una leve sonrisa apareció en su rostro. Luego continuó.
–Al acabarse las casas, tuve que ir agachao. La siembra estaba sin segar y me protegía un poco. Cuando
llegué a la linde de la huerta, me pude alzar un poco más. Oí voces y risas de
hombre y mujer. Busqué, a lo gazapo, un sitio desde donde ver mejor. Las
piernas me temblaban, pero conseguí, sin hacer ruido, subirme por dentro del olmo hueco. Entonces
estaba más ágil que ahora ¡Coño!
Paró quizás para descansar, o tal vez porque necesitara
retirar unos recuerdos para dar paso a otros.
–Ella no quería –comenzó de nuevo–. Gritaba y decía que
la dejara. Me asomé y le tapaba la boca. De pronto él dio un grito y dijo: “¡me
has mordido zorra!”. Yo volví a esconderme asustado, y entonces oí un golpe
seco y silencio. Él comenzó a blasfemar. Cuando miré de nuevo, estaba colocando
el cuerpo como si ella se hubiera golpeado con la piedra al caer. Luego borró
sus huellas y se marchó, a paso ligero, hacia el monte.
Otro silencio, el temblor en sus labios y los puños
cerrados.
–Me quedé mirando aquel cuerpo quieto, sin vida. Todavía
sangrando por la brecha en la cabeza. Sin poder moverme, hasta que allí a lo
lejos, entre los pinos, se oyó un tiro que levantó el vuelo de los pájaros
cercanos.
Su hija se acercó a secarle las lágrimas que caían de sus
ojos cansados, pero él le retiró la mano.
– ¡Fui un cobarde! Debería haberlo dicho todo, pero tuve
miedo. Su imagen pasándose el dedo por el cuello y la de la muchacha, me
paralizaban cada vez que encontraba algo de valor para contarlo.
La hija quiso calmarle, diciéndole que aquello había
pasado hacía muchos años y él era un niño.
–Fui un cobarde, pero juré que algún día pagaría por
aquel crimen.
La puerta de la habitación se abrió y la enfermera de
turno vino a hacer su revisión habitual de media noche. Al marcharse, la hija
me miró. Su cara mostraba estupefacción.
–Nunca nos contó esa historia –dijo como excusándose.
Él hombre, que parecía haberse dormido, volvió a hablar.
–No se lo dije a nadie, ni siquiera a Dios, pero ahora
tengo que irme limpio. Sin secretos.
Levantó la vista hacia el techo.
– ¡Maldita sea! ¡Era un niño! ¿Qué querías que hiciera?
Su cabeza se movió hacia un lado y otro. Como negando.
–Entonces no hice nada, pero juré que algún día, aquel
hijo de mala madre, pagaría por su crimen ¡Y lo cumplí!
–Padre, ¡qué hiciste! –exclamó asombrada y asustada la
hija.
Una sonrisa sarcástica fue su primera contestación. Luego
nos contó que eran las fiestas del pueblo y había comenzado a tontear con su
mujer, que seguía siendo tan guapa o más que de chiquilla. Que una de las
noches, en el baile, vio como aquel malnacido la miró con lascivia y lujuria.
Supo que había llegado el momento. No podía dejar que aquel monstruo volviera a
hacerlo otra vez.
Siguió contándonos que llevaba años observándolo y
conocía sus costumbres. Sabía que
después de varias horas jugándose el dinero en el bar, saldría achispado
para irse a dormir. Lo esperó, como aquel día, escondido en un callejón, pero
esta vez el odio había sustituido al miedo. Cuando lo tuvo a su altura, abandonó
la oscuridad, y sin pensárselo, le estrelló una piedra en la cabeza. Sí, justo
en la frente. Luego solo tuvo que colocar el cuerpo para simular que había
tropezado y caído sobre la piedra. “si había valido para uno, por qué no para
otro” dijo alzando los hombros, como disculpándose.
Miré a la hija. En su cara había desolación. Le cogí la
mano y se la apreté. Intentando consolarla. Mostrándole mi comprensión hacia
aquel anciano que había callado durante toda su vida no solo un asesinato, sino
dos.
–Sí María, sí. Yo maté a la muerte. Y no me arrepiento
–esas fueron sus últimas palabras.