EL JARDÍN DE LAS ROSAS


de la página del Real Jardín Botánico de Madrid




Acabó de cenar y salió al patio, habían pasado diez años,  pero recordaba aquella noche como si fuera la misma, la había recordado tantas veces, que nunca olvidaría ni los más pequeños detalles.

La vio allí tendida, como si aún estuviera sobre el lecho. Había conseguido echar a las vecinas, sabía que le criticarían por ello, pero aquella noche le daba todo igual, lo único que deseaba era estar con ella en silencio. Le había puesto el vestido de novia. Su madre le dijo que el vestido le haría falta a la niña en unos años, y él, encendido de rabia, le contestó que la niña vestiría otro. No quiso vestirla de negro, bastante la había visto enlutada por la muerte de sus suegros. Le soltó el pelo y lo extendió sobre sus hombros. Luego salió al patio y, una a una, fue cortando todas las rosas del jardín para deshojarlas junto a su cuerpo. 

Apagó los cirios, el olor a cera quemada le hacía sentir náuseas. Poco a poco, el olor de los pétalos fue anulando el de las velas. Su mente comenzó a viajar hacia atrás, recordaba el día que había vuelto, de ver cómo iba el campo para la siembra. La encontró con la azuela cavando en el patio.

- ¿Qué haces con esa herramienta? No ves que te vas a hacer daño –le dijo a modo de sorna.

Ella le dio un empentón, y siguió a lo suyo. Él le acarició la espalda y le sujetó los brazos, suavemente le cogió la azuela y se puso a cavar. Cuando cogió el primer rosal para plantarlo, no pudo evitar una maldición, se había clavado una espina en la mano. 

- Por eso no quería que lo hicieras tú, sabía que terminarías diciendo tacos.

Él, a modo de escusa, dijo que se había pinchado, y ella le enseñó sus manos, varias diminutas heridas enrojecían sus palmas.

-Yo todavía no he dicho ninguno.

Entonces él la cogió y la acercó hasta el cubo del agua, suavemente le lavó las manos y se las besó. Nunca más volvió a decir un taco cuando le ayudaba a podar los rosales, ella siempre bromeaba antes de comenzar la poda: 

- ¡Cuidado! Ya sabes que no te puedes pinchar.

- Pincharme sí, lo que no puedo es quejarme.

- Bueno, te dejaré que digas un pequeño ¡ay! –añadía riéndose.

Luego el llanto había nublado sus recuerdos, y se quedó sumido en un denso dolor un buen rato. No sabía cuánto tiempo había pasado, cuando notó que alguien abría la puerta de la calle. Su madre y su hija se recortaron a contraluz ante la entrada de la habitación.

- La niña quiere estar contigo –fueron las secas palabras de la abuela.

Él estiró el brazo a modo de afirmación, y su hija se acercó junto al lecho, en la sombra que proyectaba su madre sobre el suelo, notó una sacudida de la cabeza, la pobre mujer no entendía aquella situación. Poco a poco los pasos cansinos de la anciana se fueron alejando. 

- Dejaré la puerta de mi casa abierta, para cuando la niña quiera volver, mañana será un día largo para todos –aseveró desde el pasillo.

Después de un largo silencio, la niña se atrevió a hablar:

- ¿Está dormida? –preguntó.

Él, sólo atinó a contestar moviendo la cabeza, y apretando un poco más a su hija. Luego la niña le había dicho que se quería ir, la acompañó hasta la puerta, la abuela vivía al otro lado de la calle, apenas dos puertas más arriba.

Volvió a mirar la oscuridad de la noche, habían pasado diez años, pero… las estrellas, las  mismas estrellas iluminaban todo el patio. Ella no se encontraba en ninguna. Dio una onda calada al cigarrillo, el humo le escoció en los ojos y el pecho. Algún día dejaré de matarme con esta mierda, pensó una vez más antes de lanzarlo al suelo y pisarlo con fuerza. Entonces notó que la puerta del patio se abría tras él. Aquella niña de apenas diez años, se había convertido en toda una mujer. Solo ella, había impedido que él siguiera a su mujer. Se sintió cobarde al pensarlo, pero también dichoso al no haber abandonado a su hija.

- ¿Cuándo me lo vas a decir? –fueron las únicas palabras de la muchacha al acercarse.

- ¿Cuándo te voy a decir, el qué? –preguntó él, sin saber a qué se refería su hija.

- ¿En qué rincón está mamá? –añadió la muchacha agarrándose al brazo de su padre.

Un pequeño temblor comenzó a moverle el labio inferior, agarró a su hija rodeándola con el brazo. Temía que ella le llenara de reproches. Al final, con todo el cuerpo temblando sólo pudo decir:

- En el centro del jardín.

En ese momento los temblores cesaron, un gran alivio le llenó de paz.

- ¿Desde cuándo lo sabes? -preguntó.

La muchacha le contó, como muchas veces había oído a su abuela cuchichear en el patio, también la había visto santiguarse más de una vez, entonces se dio cuenta, su abuela no cuchicheaba, rezaba. Además su padre salía al patio cada noche, independientemente del tiempo que hiciera, y también hablaba solo en mitad de la oscuridad. Luego recordó a su madre en el lecho rodeada de rosas, fue atando cabos, y dedujo que siempre había estado allí mismo. 

El padre la apretó un poco más.

- ¿La abuela lo sabía? –preguntó un poco incrédulo.

- Sí, tú no eres el único que sabe guardar secretos. Supongo que no lo veía bien.

- Nunca podría haberla dejado allí, lejos, en el silencio del camposanto, bajo una losa dura y fría. Aquí al menos, está en su casa, en el jardín que ella creó.

Padre e hija guardaron silencio durante unos minutos, ambos rezaban ante aquel jardín de rosas, y bajo un cielo, que al igual que aquella noche, estaba preñado de estrellas.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Eduardo que bonito todo lo que escribes cuanto me gusta

Eduardo Silvino dijo...

¡Muchas gracias! Me alegro de que te guste.