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Imagen de An Le en Pixabay |
La noche está tranquila, son casi
las dos de la madrugada, y solo a lo lejos puede escucharse el jolgorio de
gente que anda de fiesta a esas horas. Él hace dos minutos que apagó la tele, y
ahora, ante la ventana, con la simple luz de la luna que se recorta en la
oscuridad, da caladas al último cigarrillo del día.
A lo lejos un sonido acompasado
de tacones, le indica que una mujer se acerca por el lado contrario de la
calle. Amaga el ascua del pitillo entre la mano y observa. Es una chica joven, por
su figura y su ropa, supone que no supere la veintena. Lleva el móvil en la
mano, pegado a la oreja, sin duda habla con alguien. Ahora que ya ha pasado por
delante de su ventana, camina con más ritmo. El cigarrillo, le comienza a
quemar dentro de la palma, sin pensárselo, lo apaga en el cenicero, que casi no
soporta una colilla más. Llega a la puerta del piso, pero se vuelve antes de
abrirla. ¿Por qué no? Se pregunta. Coge los guantes y el bastón que usa para caminar, y sale
al descansillo, baja la escalera rápidamente y al llegar al portal, amaga el
bastón, cruza la calle, y para un momento a escuchar, el taconeo se ha
convertido en un sonido apagado, lejano. Pero él no camina deprisa, al
contrario, sus pasos son regulares. Sabe que no puede precipitarse.
Su oído, de cazador nocturno, le dice que la chica se ha adentrado en el callejón. Su fuero interno le habla a la chica, algo que ella no puede oír. “Nunca entres en un callejón cuando te
persigan. No tienen salida. Mejor grita, quizás alguien te escuche, y si tiene
cojones, vendrá en tu ayuda”.
Ha pasado casi media hora desde
que salió de casa, ahora que vuelve a estar dentro de su portal, parece que su
corazón está más relajado. Ya no amaga el bastón, sabe que difícilmente alguien
lo va a ver subir al primer piso a esas horas. Entra al recibidor y después de
cerrar la puerta, deja los guantes y el bastón donde estaban antes de salir. Al
llegar al comedor, nota el olor desagradable de las colillas requemadas en el
cenicero, lo que le hace desistir de fumarse otro cigarrillo. Se sienta en el
sofá sin encender la luz, y tantea en el bolsillo. Saca la navaja, es automática
y solo necesita apretar un pequeño botón para que se abra. La abre y la cierra
varias veces, la hoja brilla gracias a la luz de la luna que entra por la ventana.
En su mente, sabe que no podrá evitar todas las violaciones que hay en el
mundo, pero eufórico y lleno de orgullo sabe que ha evitado una. Sonríe y
recuerda…
Al llegar al callejón, la vio
acurrucada bajo una sombra oscura. No se había equivocado, el individuo que seguía a la chica, unos metros por detrás, es la sombra oscura.
—Deja a la chica —fueron sus
palabras.
El otro sorprendido en un
principio, rápidamente reaccionó.
—Nos estamos divirtiendo.
Lárgate. Déjanos tranquilos.
—Deja a la chica —vuelve a
repetir.
El otro comienza a levantarse. El
primer golpe fue derecho al brazo donde brillaba el filo de la navaja. El
segundo, más fuerte, más dañino, a la rodilla, llena el callejón de un sonido
sordo de hueso roto seguido de un alarido de dolor. La adrenalina le sale por
cada poro de su piel, pero no ha terminado. Deja el bastón fuera del alcance
de aquel asqueroso, recoge la navaja. Y comienza a tantearle los bolsillos. El
otro, entre quejidos e insultos solo se preocupa de sujetarse la rodilla.
Cuando encuentra la cartera, saca su móvil y hace varias fotografías. Luego la
devuelve al bolsillo donde la ha encontrado.
—Ahora ya sabes que sé quién eres
y dónde vives. Espero que las noticias no hablen de un violador que cojea,
porque me dará igual que hayas sido tú o tu asqueroso padre.
Esas fueron sus últimas palabras,
antes de ayudar a la chica, que seguía encogida y temblando, a levantarse. Luego
la ha acompañado hasta una parada de taxi y ha esperado hasta que se ha subido a uno.